El Espejo Se Rajó De Parte A Parte (12 page)

BOOK: El Espejo Se Rajó De Parte A Parte
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—Gracias —murmuró, al fin, el policía—. Ahora, si fuera posible me gustaría hablar con miss Gregg.

—Lo siento —repuso Hailey Preston, con un ademán negativo—. Lo siento, pero eso es de todo punto imposible.

—¿De veras? —exclamó Craddock, arqueando las cejas.

—Está postrada, realmente, postrada. Ha requerido a su propio médico para cuidarla, y éste ha extendido un certificado. Aquí lo tiene usted.

Craddock lo tomó y, tras leerlo, murmuró:

—Me hago cargo. Una pregunta, ¿está siempre Marina Gregg en manos de un médico?

—Tenga usted en cuenta que todos estos actores y actrices viven en tensión. Por lo regular, se considera aconsejable, sobre todo en el caso de tratarse de grandes figuras, que tengan un médico conocedor de su constitución y de sus nervios. Maurice Gilchrist goza de una gran reputación. Lleva ya muchos años al cuidado de miss Gregg. Como habrá leído usted, ésta ha estado muy enferma en el curso de los últimos años. Estuvo mucho tiempo hospitalizada. Sólo hace un año que ha recuperado en parte la salud y las energías.

—Comprendo.

Hailey Preston parecía aliviado de que Craddock no hiciese más protestas.

—¿Quiere usted ver al señor Rudd? —sugirió—. Regresará... —añadió consultando su reloj—, regresará de los estudios dentro de unos diez minutos. ¿Le acomoda a usted?

—Por supuesto, me parece admirable —convino Craddock—. Entretanto, ¿está el doctor Gilchrist en casa?

—Sí, señor.

—En este caso, me gustaría hablar con él.

—No hay inconveniente. Voy a buscarlo inmediatamente.

El joven desapareció. Dermot Craddock permaneció pensativo, en lo alto de la escalera. Sin duda, aquella mirada petrificada de Marina Gregg descrita por la señora Bantry pudiera haber sido producto de la imaginación de esta última. Probablemente, la señora Bantry era una de esas personas que se precipitan en sus juicios. Al propio tiempo, el policía juzgaba probable que su conclusión fuese justa. Sin llegar al extremo de parecer la Dama de Shalott al sentirse maldita, cabía la posibilidad de que Marina Gregg hubiese visto algo capaz de haberla molestado o contrariado, algo que la hubiese inducido a ser negligente con la invitada a quien estaba atendiendo en aquel momento. A lo mejor había visto subir por aquella escalera a un invitado inesperado o quizá poco grato.

A poco, oyó pasos a sus espaldas. Hailey Preston regresaba en compañía del doctor Maurice Gilchrist. Éste era muy distinto a como Dermot Craddock se lo había imaginado. No era uno de esos médicos almibarados y afectados, ni adolecía de una apariencia teatral. A primera vista semejaba un hombre brusco, sincero y positivista. Llevaba un traje de «tweed», acaso demasiado chillón para el gusto inglés. Tenía el cabello castaño y los ojos oscuros y penetrantes.

—¿El doctor Gilchrist? Soy el inspector jefe Dermot Craddock. ¿Puedo hablar un momento con usted privadamente?

El doctor asintió en silencio y, recorriendo casi todo el pasillo, empujó al fin una puerta e invitó a Craddock a entrar en el interior de un aposento.

—Aquí nadie nos molestará —dijo.

Era, evidentemente, la habitación del doctor, dotada de todas las comodidades. El doctor Gilchrist mostró una silla a su acompañante y, acto seguido, tomó asiento a su vez.

—Tengo entendido —empezó Craddock—, que, según usted, miss Marina Gregg no puede ser interpelada. ¿Qué le ocurre a su paciente, doctor?

—Nervios —respondió Gilchrist, encogiéndose ligeramente de hombros—. Si procediera usted a formularle preguntas ahora, a los diez minutos le daría un ataque de histerismo. Y no puedo consentirlo. Si considera usted necesario mandarme un médico de la policía, no tendré inconveniente en exponerle mi parecer. Mi paciente no pudo asistir a la encuesta por el mismo motivo.

—¿Cuánto tiempo supone usted que se prolongará este estado de cosas? —inquirió Craddock.

El doctor Gilchrist lo miró con una cordial sonrisa.

—Si quiere usted saber mi opinión —declaró—, una opinión humana, no médica, le diré que, en el curso de las próximas cuarenta y ocho horas, mi paciente no sólo estará dispuesta a hablar con usted, sino deseosa de verle. Querrá formularle preguntas y que usted se las formule. ¡Así son los enfermos! —agregó el médico, inclinándose hacia delante—. A ser posible, me gustaría hacerle comprender, inspector jefe, siquiera vagamente, lo que induce a esas personas a obrar así. La vida del cine supone un constante esfuerzo, tanto más grande cuanto mayor es la popularidad. Hay que vivir siempre, en todo momento, de cara al público. Cuando el actor o actriz trabajan deben pasar largas horas en el estudio, sometidos a una labor dura y monótona. Hay que estar allí por la mañana y aguantar a que llegue el turno de actuar, y entonces es preciso repetir una y otra vez el fragmento que se está filmando. Cuando uno ensaya en el teatro, generalmente ensaya todo un acto o, siquiera, parte del mismo. La cosa tiene ilación y resulta más o menos humana y verosímil. Pero cuando uno filma una película todo carece de ilusión. Domina la pesadez y la monotonía. Es un trabajo agotador. Naturalmente, los artistas cinematográficos viven lujosamente, disponen de drogas tranquilizadoras, toman baños, tienen cremas, polvos y asistencia médica, dan fiestas y reuniones y se toman temporadas de descanso, pero siempre están de cara al público. No pueden disfrutar a sus anchas. De hecho, nunca pueden sosegar.

—Me hago cargo —asintió Dermot—. Lo comprendo perfectamente.

—Es más —prosiguió Gilchrist—. El que adopta esta profesión y sobresale en ella, adquiere una personalidad especial. Sé por experiencia que se torna una persona en extremo vulnerable, constantemente atormentada por la desconfianza. Vive sujeta a una terrible sensación de insuficiencia, de aprensión, de temor a no ser capaz de hacer lo que se exige. La gente dice que los actores y las actrices son vanidosos. Y eso no es cierto. No están engreídos; admito que están obsesionados consigo mismos, pero con todo, necesitan siempre una seguridad. Deben ser tranquilizados. Interpele a Jason Rudd. Le dirá lo mismo que yo. Hay que convencerles de que pueden hacerlo, asegurarles que pueden hacerlo, alentarles continuamente hasta lograr el efecto deseado. No obstante, siempre dudan de sí mismos. Y esto les confiere, para decirlo con una expresión vulgar humana y corriente, una especie de nerviosismo. ¡Un terrible nerviosismo! Se convierten en un manojo de nervios. Y cuando más fuerte es su nerviosismo, tanto mejor es su trabajo.

—Todo eso es interesante —profirió Craddock—. Muy interesante.

Y tras una pausa, añadió: —Aunque, a decir verdad, no sé a dónde quiere usted ir a parar.

—Intento hacerle comprender a Marina Gregg —declaró Maurice Gilchrist—. Me figuro que ha visto usted películas suyas.

—Es una actriz admirable —comentó Dermot—, maravillosa. Posee belleza, personalidad, simpatía.

—En efecto —convino Gilchrist—, posee todo eso y ha tenido que trabajar endiabladamente para producir los efectos deseados. El proceso ha destrozado sus nervios. Para colmo, físicamente, no es una mujer fuerte. Cuando menos, no tan fuerte como sería de desear. Tiene uno de esos temperamentos que fluctúan entre el rapto y la desesperación. No puede evitarlo. Es así. Ha sufrido mucho en la vida. Gran parte de sus sufrimientos ha sido obra suya, pero a menudo no se los ha buscado. No ha sido afortunada en ninguno de sus matrimonios, excepto, a mi modo de ver, en este último. Ahora está casada con un hombre que la quiere entrañablemente y que la ama hace muchos años. Se refugia en ese amor y se siente feliz en él. Al menos, por ahora. Imposible predecir cuánto tiempo durará la cosa. El problema de Marina Gregg es que tan pronto se imagina que, por fin, ha llegado el momento de su vida en que todo va a ser como un cuento de hadas convertido en realidad y nada se malogrará ni dará al traste con su felicidad, como la invade la melancolía y se considera una mujer con la vida deshecha que jamás ha conocido el amor y la felicidad, ni nunca los conocerá.

Y el doctor agregó secamente:

—Si pudiera adoptar una posición intermedia, saldría ganando con ello; pero el mundo perdería una buena actriz.

El doctor Gilchrist se calló. Pero Dermot Craddock no hizo ningún comentario. De hecho, se preguntaba por qué el doctor decía todo aquello. ¿A qué venía aquel detallado análisis de Marina Gregg? Gilchrist le miraba, como instándole a formular una determinada pregunta. Dermot preguntóse cuál sería aquella pregunta. Por último, pausadamente, como aquel que explora el terreno, preguntó:

—¿Se ha trastornado mucho con la tragedia sucedida aquí?

—Sí —afirmó Gilchrist—. Muchísimo.

—¿Casi con exageración?

—Eso depende —repuso el doctor Gilchrist.

—¿De qué?

—De sus motivos para trastornarse.

—Me figuro que la afectó mucho aquella inesperada muerte en plena fiesta.

Y al ver el inexpresivo rostro del doctor, aventuro: —¿O fue algo más que eso?

—Nadie puede prever la reacción de las personas, por mucho que se las conozca. Siempre pueden sorprendernos. Marina pudiera habérselo tomado muy a pecho, dado su carácter susceptible, y exclamar: «¡Pobre, pobre mujer! ¡Qué tragedia! ¿Cómo habrá sucedido?» También pudiera haberse mostrado comprensiva sin darle importancia, en realidad. Al fin y al cabo, a veces sobrevienen muertes en las reuniones de los estudios. O, acaso que no hubiese nada interesante por medio, optar —si bien de un modo inconsciente— por dramatizar sobre ello y hacer una escena. Asimismo, pudiera haber habido un motivo diferente.

Dermot decidió echar la capa al toro.

—Desearía —murmuró— que me dijese usted qué opina en realidad.

—No sé —replicó el doctor Gilchrist—. No estoy seguro. Además, como usted sabe, existe el secreto profesional, la relación entre médico y paciente.

—¿Le ha dicho ella algo?

—No me parece bien comentar este punto.

—¿Conocía Marina Gregg a Heather Badcock? ¿La había visto con anterioridad?

—No creo que la conociera de nada —repuso el doctor Gilchrist—. No, el problema no es éste. Si me apura, le diré que no tiene nada que ver con Heather Badcock.

—Ese tranquilizante Calmo, ¿lo toma Marina Gregg alguna vez?

—De hecho vive de él —asintió el doctor Gilchrist—; al igual que todos los habitantes de esta casa. Así por ejemplo, Ella Zielinsky, Hailey Preston y más de la mitad del servicio. Es la moda del momento. Todos estos productos son muy parecidos. La gente se cansa de uno y prueba otro recién salido al mercado, convencida de que es maravilloso y obra milagros.

—¿Los obra, en efecto?

—En cierto modo, sí. Cumple su cometido. Apacigua o estimula, da fuerzas para hacer cosas que, en otro caso, uno no se atrevería a realizar. No receto esos medicamentos más que cuando lo considero estrictamente necesario. Con todo, tomados en la dosis adecuada, no son peligrosos. Ayudan a la gente que no acierta a ayudarse a sí misma.

—Me gustaría saber qué intenta decirme con todo esto —masculló Dermot Craddock.

—Estoy tratando de determinar cuál es mi deber —declaró Gilchrist—. Existen dos deberes. El de un médico para con su paciente. Lo que le dice su paciente es confidencial y como tal debe tenerse. Pero hay otro punto de vista. Cabe imaginar que un paciente está en peligro. Entonces, hay que tomar medidas para evitar por completo ese peligro.

El doctor se interrumpió. Craddock lo miró, expectante.

—Sí —suspiró, al fin, el doctor Gilchrist—. Creo saber lo que he de hacer. Debo rogarle, inspector jefe Craddock que guarde el secreto de lo que voy a decirle. No con sus colegas, naturalmente, sino con el mundo exterior, particularmente con los habitantes de esta casa. ¿Está usted de acuerdo?

—No puedo comprometerme —objetó Craddock—. Ignoro lo que surgirá. En términos generales, sí, accedo, esto es, supongo que sea cual fuere la información que usted me facilite preferiré guardármela para mí y mis colegas.

—Ahora, atienda —instó Gilchrist—. Es posible que esto no signifique nada. Las mujeres son capaces de decir cualquier cosa cuando se hallan en el estado de nervios en que se encuentra ahora Marina Gregg. Voy a contarle algo que me dijo. Aunque, repito, es posible que carezca de importancia.

—¿Qué dijo? —inquirió Craddock.

—Después de lo sucedido, quedóse muy abatida. Me mandó llamar y yo le di un calmante. Permanecí junto a ella y, tomándola de la mano, le dije que se calmara porque todo se arreglaría. Entonces, un momento antes de caer en la inconsciencia. Marina musitó: «La cosa iba dirigida contra mí, doctor.» —¿De veras dijo esto? —exclamó Craddock, asombrado—. ¿Y después... al día siguiente?

—No volvió a aludir a la cuestión. Una vez la saqué a colación, pero ella la eludió, diciendo: «Sin duda, debe usted estar confundido. Estoy segura de no haber dicho nunca semejante cosa. Me figuro que estaba atontada bajo los efectos del calmante.» —¿Pero usted cree que hubo tal insinuación?

—Por supuesto —afirmó Gilchrist—. Lo cual no equivale a afirmar nada —advirtió—. Ignoro si alguien se proponía envenenarla a ella o a Heather Badcock. Probablemente, usted lo sabrá mejor que yo. Todo cuanto digo es que Marina Gregg estaba convencida de que la dosis había sido preparada para ella.

Craddock guardó silencio unos instantes. Finalmente dijo:

—Gracias, doctor Gilchrist. Agradezco mucho lo que me ha contado y comprendo el motivo que le ha inducido a hacerlo. Si lo que le dijo Marina Gregg se basaba en los hechos, cabe suponer que, al presente, sigue estando en peligro.

—Esa es la cuestión —convino Gilchrist—. Esa es, ni más ni menos, la cuestión.

—¿Tiene usted alguna razón para creer que pudiera ser así?

—No, ninguna.

—¿Tampoco tiene idea de la razón que la impulsaba a pensar en eso?

—No.

—Una última pregunta, doctor —murmuró Craddock, levantándose—. ¿Sabe usted si su paciente dijo lo mismo a su marido?

—No, no le dijo nada —contestó Gilchrist, meneando la cabeza—. De eso estoy completamente seguro.

Por espacio de unos instantes, el doctor posó la mirada en Dermot. Luego, con un breve cabezazo interrogó:

—¿No me necesita usted más? De acuerdo. En este caso, voy a ver cómo sigue mi paciente. Hablará con ella en cuanto sea posible.

Dicho esto, el médico salió de la estancia. Entonces Craddock, frunciendo los labios, se puso a silbar quedamente.

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