El Espejo Se Rajó De Parte A Parte (21 page)

BOOK: El Espejo Se Rajó De Parte A Parte
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—Sí, un poco más concretas. ¿Veía usted bien a Marina Gregg desde su rincón?

—Perfectamente —afirmó la joven, con un ademán de asentimiento.

—¿Y a Jason Rudd?

—Sólo a ratos, porque él se movía más, ofreciendo bebidas y presentando a los invitados entre sí: las personas del pueblo a las celebridades, y viceversa. No vi a aquella señora Baddley.

—Badcock.

—Lo siento... Badcock. Como iba diciendo, no la vi tomar el brebaje fatal. De hecho, no sé exactamente quién era esa señora.

—¿Recuerda usted la llegada del alcalde?

—Por supuesto, recuerdo perfectamente al alcalde. Llevaba su cadena y su indumentaria oficial. Le tomé una fotografía mientras subía la escalera, un primer plano, por cierto que tiene un perfil muy cruel, y después otra estrechando la mano a Marina.

—En este caso, cuando menos puede usted fijar en su mente aquel momento. La señora Badcock y su marido subieron justamente delante de él.

—Lo siento —murmuró la joven, meneando la cabeza—. Sigo sin recordarla.

—Eso importa poco. Presumo que veía usted perfectamente a Marina Gregg y que a menudo la enfocaba con su cámara.

—Desde luego. Casi todo el tiempo. Aguardaba el momento oportuno para fotografiarla.

—¿Conoce usted de vista a un hombre llamado Ardwyck Fenn?

—¡Oh, sí! Perfectamente. Trabajaba para el cine y también para la red de televisión americana.

—¿Lo retrató usted?

—Sí, en el momento en que subía con Lola Brewster.

—¿Iban detrás del alcalde?

—Sí, creo que sí —convino la muchacha tras unos instantes de reflexión.

—¿Se fijó usted si por entonces Marina Gregg pareció sentirse súbitamente indispuesta? ¿Observó algo extraño en la expresión de su rostro?

Margot Bence inclinóse hacia delante, y abriendo una cigarrera, tomó un pitillo y procedió a encenderlo. Aun cuando no había contestado a la pregunta, Dermot se abstuvo de apremiarla. En vez de ello, aguardó, preguntándose en qué estaba pensando la muchacha. Por último, ésta inquirió bruscamente:

—¿Por qué me pregunta eso?

—Porque me interesa grandemente obtener una respuesta veraz a esta pregunta.

—¿Y cree usted que la mía lo será?

—Sí, estoy seguro. Usted está habituada a observar muy de cerca los rostros de las personas, en espera de sorprender determinadas expresiones y aprovechar momentos propicios.

La joven esbozó un ademán de asentimiento.

—¿Vio usted algo de particular?

—Sí. ¿Lo vio también alguna otra persona? —Sí, más de una, pero hay distintas versiones.

—Por ejemplo.

—Una persona me ha dicho que tuvo la impresión de que Marina Gregg iba a desmayarse.

Margot Bence meneó la cabeza, lentamente.

—Otra asegura que estaba asustada.

Y tras una pausa, Dermot concluyó:

—Y otra ha dicho que pareció quedarse petrificada.

—¿Petrificada? —repitió Margot Bence, pensativa.

—¿Comparte usted esta última apreciación?

—No sé. Tal vez.

—Fue expresada de forma aún más imaginativa —prosiguió Dermot—, utilizando las palabras del desaparecido poeta Tennyson: «El espejo se rajó de parte a parte. La condenación ha caído sobre mí —exclamó la Dama de Shalott.» —No había ningún espejo —repuso Margot Bence—; pero, de haberlo habido, es posible que se hubiera roto.

Luego, levantándose bruscamente, añadió:

—Aguarde un momento. Haré algo mejor que describírselo. Se lo mostraré.

Y, apartando la cortina del fondo de la estancia, desapareció tras ella unos instantes. El inspector oyóla murmurar impacientemente por lo bajo. Por fin, regresó, refunfuñando:

—¿Por qué será que nunca encuentra una las cosas cuando las necesita? Menos mal que esta vez he dado con ello. Ha sido una suerte.

Y acercándose al policía, le tendió un brillante positivo. Dermot lo examinó. Era una excelente fotografía de Marina Gregg. En ella aparecía estrechando la mano a una mujer situada de espaldas a la cámara. Pero Marina Gregg no la miraba. Sus ojos hallábanse ligeramente desviados hacia la izquierda. Lo que llamó la atención a Dermot Craddock fue que aquel rostro no expresaba nada definido. Semejaba exento de angustia y de temor. La mujer de la fotografía contemplaba algo, y la emoción que le producía aquella contemplación era tan grande que veíase en la imposibilidad física de expresarla con ninguna expresión facial. Dermot Craddock había visto una vez aquella mirada en el rostro de un hombre, un hombre que un segundo más tarde había muerto de un tiro...

—¿Satisfecho? —interrogó Margot Bence.

—Sí, gracias —afirmó Craddock, lanzando un profundo suspiro—. ¿Sabe usted? Es difícil determinar si los testigos exageran o imaginan haber visto cosas raras. Pero en este caso no ha sido así. Había, en efecto, algo que ver y la testigo lo captó. ¿Puedo guardarme este retrato? —preguntó.

—Desde luego. Quédese el positivo. Yo ya tengo el negativo.

—¿No lo envió usted a la prensa?

Margot Bence meneó la cabeza, negativamente.

—Me sorprende que no lo haya hecho. Al fin y al cabo, es una fotografía muy dramática. Probablemente, algún periódico hubiera pagado un buen pico por ella.

—No me gusta hacer eso —replicó Margot Bence—. Si por casualidad, sorprendo la intimidad del alma de una persona, no quiero aprovechar la ocasión para lucrarme.

—¿Conocía usted a Marina Gregg? —No.

—Procede usted de los Estados Unidos, ¿verdad?

—Nací en Inglaterra, pero me eduqué en América. Regresé a este país hace cosa de tres años.

Dermot Craddock asintió en silencio. Sabía de antemano las respuestas a sus preguntas, pues tales respuestas figuraban entre las listas de información que habíanle estado aguardando sobre la mesa de su despacho. La muchacha parecía bastante sincera.

—¿Dónde se formó usted profesionalmente? —inquirió el inspector.

—En los Estudios Reingarden. Estuve una temporada con Andrew Quilp. Con éste aprendí mucho, «Estudios Reingarden y Andrew Quilp», repitió Dermot Craddock, súbitamente interesado.

De hecho, aquellos nombres le recordaban algo.

—Vivió usted en Seven Springs, ¿no es eso?

—Parece ser que usted sabe muchas cosas de mí —comentó la joven, con aire divertido—. ¿Ha hecho usted indagaciones?

—Es usted una fotógrafo muy conocida, miss Bence. Se han escrito muchos artículos sobre usted, ¿no es eso? Vamos a ver. ¿Por qué vino usted a Inglaterra?

—No sé —respondió ella, encogiéndose de hombros—. Me gusta variar. Además ya le he dicho que nací en Inglaterra, aun cuando partí a los Estados Unidos siendo niña. —Y, por cierto, una niña muy chiquitina, según tengo entendido.

—A los cinco años, si le interesa a usted saberlo con seguridad.

—Me interesa muchísimo. Creo, miss Bence, que podría usted contarme algo más de lo que ha dicho hasta ahora.

El rostro de la muchacha se endureció.

—¿Qué insinúa usted con eso? —preguntó, mirándole de hito en hito.

Dermot Craddock sostuvo la mirada y decidió aventurarse. Tenía poco en qué fundarse: Los Estudios Reingarden, Andrew Quilp y el nombre de una ciudad. Pero tuvo la sensación de qué la vieja miss Marple se hallaba a su espalda, apremiándole.

—Creo que conoce usted a Marina Gregg mejor de lo que pretende.

—Demuéstrelo —exclamó ella, riendo—. Está usted imaginando cosas raras.

—¿De veras? No comparto su opinión. De hecho, podría demostrarlo con un poco de tiempo y paciencia. Vamos, miss Bence, ¿por qué no confiesa la verdad? Confiese que Marina Gregg la adoptó en su infancia y que vivió con ella cuatro años.

La joven aspiró el aliento, produciendo una especie de siseo.

—¡Es usted un despreciable entrometido! —soltó.

La salida sorprendió un poco al policía, por el contraste que suponía con los modales hasta entonces observados por la muchacha. Ésta se puso en pie, y, sacudiendo su negra cabellera, exclamó:

—¡Está bien, está bien! ¡Es verdad! Marina Gregg me llevó consigo a América. Mi madre tenía ocho hijos. Vivía en un barrio bajo. Me figuro que fue una de las muchas personas que escriben a las artistas de cine contando historias tristes e instándolas a adoptar una criatura sin medios. ¡Oh, qué asunto más repugnante!

—Eran ustedes tres —prosiguió Dermot—. Tres niños adoptados en distintas épocas, de diversas procedencias.

—En efecto. Rod, Angus y yo. Angus era mayor que yo y Rod casi un bebé. Lo pasábamos divinamente y gozábamos de todas las ventajas —agregó levantando la voz con sorna—. Vestidos, coches, una casa maravillosa, excelentes maestros y preceptores, y magníficos alimentos. ¡Todo en grande! Y, entretanto, nuestra «mamá» —mamá entre comillas— representaba a maravilla su papel, cantándonos nanas y retratándose con nosotros. Total, un cuadro de lo más sentimental.

—Pero el caso es que ella deseaba hijos —repuso Dermot Craddock—. ¿No es cierto? No sólo se trataba de un alarde publicitario.

—Es posible que no. Sí, creo que, en realidad, no fingía. Quería hijos. Pero no nos quería a nosotros. Todo fue una comedia. «Mi familia.» «¡Es tan hermoso tener una familia!» E Izzy se lo consintió. Debiera haber sido más precavido.

—¿Izzy era Isidore Wright?

—Sí, su tercer o cuarto marido. No recuerdo exactamente cuál. Era un hombre admirable. Creo que la comprendía, y únicamente en ocasiones se preocupaba por nosotros. Nos trataba con afecto, pero no pretendía ser un padre. De hecho, no se sentía padre. Lo único que le interesaban eran sus escritos. He leído algunas de sus cosas. Son sórdidas y algo crueles, pero intensas. Opino que algún día la gente le considerará un gran escritor.

—¿Y hasta cuándo duró la cosa?

—Hasta que Marina se cansó de representar aquel papel —contestó Margot Bence, esbozando una súbita sonrisa—. Mejor dicho, eso no es del todo exacto... Lo cierto es que contribuyó a ello el hecho de su futura maternidad.

—¿Y luego?

—Luego, ¡se acabó! —exclamó la muchacha, riéndose con repentina amargura—. No nos quiso más. Habíamos satisfecho una necesidad pasajera, pero, en realidad, le importábamos un bledo. Con todo, nos dotó magníficamente. Nos proporcionó un hogar, una madre adoptiva, dinero para nuestra educación y una bonita suma para dar los primeros pasos por la vida. No se puede negar que se portó correcta y generosamente. Pero nunca nos quiso. Lo único que deseaba era un hijo propio.

—Eso nadie puede reprochárselo —murmuró Dermot con voz suave.

—Ni yo sé lo reprocho. Es natural que quisiera un hijo propio. Pero, ¿y nosotros? Nos alejó de nuestros padres y de nuestros hogares. Mi madre me vendió para tener una boca menos, mas no en provecho personal. Me vendió porque era una pobre estúpida que se figuraba que su hija iba a darse la gran vida, con toda clase de «comodidades» y una excelente «educación». Pensó que todo sería para mi bien. ¡Mi bien! ¡Si supiera!

—Al parecer, aun tiene usted mucha amargura.

—No, ya no. Todo está superado. Si la demuestro es por el mero hecho de evocar aquellos tiempos, todos la experimentamos entonces.

—¿Los tres?

—Bien, Rod, no. Rod nunca se inmutaba por nada. Además, era muy chiquitín. Pero Angus sintió lo mismo que yo. Si bien mostróse más vengativo. Dijo que, cuando fuera mayor, mataría a aquel niño que esperaba Marina.

—¿Supo usted algo de ese niño?

—Naturalmente. Todo el mundo sabe lo sucedido. Marina estaba loca de contento ante la idea de ser madre, pero el niño nació idiota. Le estuvo bien empleado. De todos modos, no volvió a reclamarnos.

—¿La detesta usted mucho?

—¿Cómo quiere usted que no la deteste? Me hizo lo peor que puede hacerse a una persona. Inducirla a creerse amada y luego darle a entender que todo ha sido una farsa.

—¿Qué fue de sus dos... hermanos?, permítame llamarlos así para abreviar.

—Todos hemos seguido caminos distintos. Rod se dedica a la labranza en un lugar del Oeste Medio. Tiene muy buen carácter, y siempre lo ha tenido. En cuanto a Angus, no sé qué ha sido de él. Lo perdí de vista.

—¿Siguió mostrándose vengativo?

—No, no creo —repuso Margot—. Esas cosas pasan. La última vez que lo vi, me dijo que pensaba dedicarse al teatro. Ignoro si llevó a cabo su proyecto.

—No obstante, usted sí recuerda todavía —murmuró Dermot.

—Sí, no lo he olvidado —masculló Margot Bence.

—¿Se sorprendió Marina Gregg al verla aquel día o había solicitado sus servicios para complacerla?

—¿Quién, ella? —profirió la joven, sonriendo desdeñosamente—. Ella no intervino para nada en la organización de la fiesta. Yo sentía curiosidad por verla y, en consecuencia, me las arreglé para conseguir el puesto. Ya le he dicho que gozo de cierta influencia en los estudios. Me interesaba ver qué aspecto tenía actualmente —añadió, acariciando la superficie de la mesa—. Ni siquiera me reconoció. ¿Qué le parece a usted eso? Viví con ella cuatro años, desde los cinco a los nueve, y no me reconoció.

—Los niños cambian mucho —objetó Dermot Craddock—; tanto, que a veces están desconocidos. El otro día encontré a una sobrina mía por la calle, y le aseguro que, si no me llama ella, habría pasado por su lado sin reconocerla. —¿Dice usted eso para consolarme? En realidad, no me importa. Mejor dicho, seamos sinceros. Sí me importa, como me importó entonces. Marina tenía un atractivo personal que hechizaba a todo el mundo. Es perfectamente posible odiar a una persona y, no obstante, sentir interés por ella.

—¿No se dio usted a conocer?

—No. Eso es lo último que haría.

—¿Intentó usted envenenarla, miss Bence?

Al oír esta pregunta, la joven cambió de talante, inmediatamente se puso en pie y exclamó, riendo:

—¡Qué preguntas más ridículas hace usted! Claro está que me figuro que se ve usted obligado a hacerla. Es parte de su profesión. Puedo asegurarle en absoluto que no la maté.

—Eso no es lo que le he preguntado, miss Bence.

La joven lo miró, desconcertada.

—Marina Gregg aún está viva —masculló el policía.

—¿Por cuánto tiempo?

—¿Qué insinúa usted con eso?

—¿No considera usted probable, inspector, que alguien intente de nuevo envenenarla y logre su intento... esta vez?

—Se tomaron precauciones.

—De eso no me cabe duda. El amante esposo velará por ella y no consentirá que le suceda nada malo.

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