Read El Espejo Se Rajó De Parte A Parte Online
Authors: Agatha Christie
—Jason ya está de vuelta —anunció Hailey Preston—. ¿Tiene usted la bondad de acompañarme, inspector jefe? Le llevaré a su estudio.
La habitación que Jason Rudd utilizaba en parte como despacho y en parte como sala, hallábase en la planta baja. Su mobiliario era confortable, mas no lujoso. El conjunto carecía de personalidad y no presentaba el menor indicio de los gustos o predilecciones particulares de su usuario. Jason Rudd levantóse del escritorio donde estaba sentado para adelantarse a saludar a Dermot. En realidad, pensó éste, era absolutamente innecesario conferir personalidad a aquella habitación; su propietario la tenía por arrobas. Hailey Preston era un eficiente y voluble charlatán. Gilchrist poseía fuerza y magnetismo. Pero Dermot echó de ver inmediatamente que, al presente, se las había con un hombre difícil de captar. En el curso de su carrera, Craddock habla conocido y tratado a mucha gente hasta el punto de que, a la sazón, era perito en clasificar a las personas, y en leer los pensamientos de la mayoría de ellas. No obstante, apenas vio a Jason Rudd, comprendió que sólo aprehendería sus pensamientos en la medida que el hombre lo permitiese. Los ojos, profundos y pensativos, percibían mas no revelaban fácilmente. La fea y tosca cabeza denotaba un excelente intelecto. El rostro de clown repelía y atraía a un tiempo. Todo ello indujo a pensar a Dermot Craddock que había llegado el momento de extremar la atención y tomar cuidadosa nota de sus impresiones.
—Siento, inspector jefe, que haya tenido que aguardarme. Me ha retenido una pequeña complicación surgida en los Estudios. ¿Me permite ofrecerle algo de beber?
—Gracias, señor Rudd. En este momento no me apetece beber nada.
El rostro de payaso esbozó una irónica y regocijada sonrisa.
—Me figuro que no considera usted esta casa la más apropiada para tomar una bebida, ¿verdad?
—De hecho, no era lo que pensaba.
—Ya me lo imagino. Bien, inspector jefe, ¿qué desea usted saber?
—El señor Preston ha respondido muy adecuadamente a todas mis preguntas.
—¿Y ha sacado algo en limpio?
Jason parecía interesado.
—He visto también el doctor Gilchrist. Me ha informado de que su esposa de usted no está en condiciones de ser interpelada.
—Marina es muy sensible —murmuró Jason Rudd—. A fuer de silencio, le diré que sufre grandes crisis nerviosas. Y no me negará usted que un asesinato de esta índole, cometido en la propia casa de uno, es como para provocar una conmoción nerviosa.
—En efecto, no es una experiencia agradable —convino Dermot Craddock, secamente.
—En todo caso, dudo que mi esposa pudiera contarle algo que no pueda contarle yo. Precisamente yo estaba a su lado cuando sucedió el hecho, y, francamente, me considero mejor observador que ella.
—La primera pregunta que deseo formularle, pese a que probablemente le ha sido formulada ya, es la siguiente —empezó Dermot—. ¿Conocían usted o su esposa a Heather Badcock antes de la recepción?
—No —repuso Jason Rudd, con un ademán negativo—. Por lo que a mí respecta, jamás había visto a aquella mujer. Recibí dos cartas suyas relacionadas con la Asociación de la Ambulancia de San Juan, pero no la conocí personalmente hasta unos cinco minutos antes de su muerte.
—Pero la señora Badcock pretendía haber conocido a su esposa, ¿verdad?
—Sí —asintió Jason Rudd—, creo que se conocieron hace doce o trece años en las Bermudas, en una gran fiesta al aire libre a beneficio de las ambulancias que, al parecer, inauguró mi esposa. Naturalmente, en cuanto la señora Badcock llegó a nuestra recepción, soltó un largo discurso sobre aquel encuentro, explicando que, a la sazón, hallábase en cama con gripe y habíase levantado para asistir a la fiesta y pedir un autógrafo a mi mujer.
Una vez más, su rostro poblóse de arrugas al influjo de una irónica sonrisa.
—Excuso decir, inspector jefe, que casos como éste ocurren con harta frecuencia. Por lo regular, grandes concentraciones de público forman cola para obtener el autógrafo de mi esposa, momento que todos guardan en la memoria como un tesoro. Al fin y al cabo, es una cosa natural y comprensible, puesto que el hecho constituye un acontecimiento en sus vidas. Cabe suponer, asimismo, que probablemente mi esposa no recordaba a ninguno de aquellos innumerables cazadores de autógrafos. A decir verdad, no tenía idea de haber visto a la señora Badcock con anterioridad.
—Lo comprendo perfectamente —convino Dermot Craddock—. Ahora bien, señor Rudd, una persona presente en la recepción me ha contado que su esposa adoptó una expresión algo distraída durante los breves instantes que le estuvo hablando Heather Badcock. ¿Está usted conforme en que fue así?
—Lo considero muy posible —asintió Jason Rudd—. Marina no es muy fuerte. Está acostumbrada a tratar con el público y cumple sus deberes sociales casi maquinalmente. Pero a veces, al fin de una larga jornada, tiende a languidecer. Es posible que fuera eso lo sucedido en la recepción. Personalmente, no observé nada parecido. Es decir, aguarde un momento, eso no es del todo exacto. Recuerdo que se mostró un poco lenta al contestar a la señora Badcock. De hecho, que le di suavemente con el codo en las costillas.
—¿Supone usted que algo distrajo su atención? —sugirió Dermot.
—Tal vez, pero a buen seguro, fue un lapso momentáneo producido por la fatiga.
Dermot Craddock guardó silencio unos instantes. Su mirada se posó en la ventana que dominaba los sombríos bosques en torno a Gossington Hall. Luego, el policía contempló los cuadros de las paredes y, finalmente, miró a Jason Rudd. El rostro de éste estaba atento, mas no pasaba de ahí. No traslucía ningún sentimiento. Craddock se dijo que el hombre aparecía cortés y perfectamente natural, aún cuando cabía la posibilidad de que, en realidad, no estuviese a sus anchas. Era persona de elevadísima capacidad mental. Resultaba imposible sacarle nada, a menos que uno decidiera poner las cartas boca arriba. Dermot tomó una determinación. Las pondría.
—¿No se le ha ocurrido pensar, señor Rudd, que el envenenamiento de Heather Badcock, pudiera haber sido enteramente accidental? ¿Qué acaso la verdadera víctima contra quien apuntaba la acción fuese su propia esposa?
Sobrevino un silencio. El semblante de Jason Rudd permaneció impasible. Dermot aguardó. Por último, Jason Rudd lanzando un profundo suspiro, murmuró, como aquel que experimenta un gran alivio:
—Sí, tiene usted razón, inspector jefe. Casi estoy seguro de ello.
—Sin embargo, no ha dicho usted nada al efecto al inspector Cornish, ni aludió a la cuestión en la encuesta.
—No.
—¿Por qué no, señor Rudd?
—Por la sencilla razón de tratarse de una simple creencia mía carente de toda prueba material. Los hechos que me indujeron a inferirlo eran igualmente accesibles a la ley, probablemente más idónea que yo para decidir sobre el particular. No sabía nada de la señora Badcock. Era posible que ésta tuviera enemigos y que alguno de ellos hubiese decidido administrarle una dosis mortal en aquella particular ocasión, aún cuando pudiera parecer una decisión en extremo rara y descabellada. De todos modos, cabe suponer que dicha ocasión fue elegida adrede, a fin de que los hechos resultasen más confusos y el considerable número de invitados dificultase la determinación del culpable. Todo esto es verdad, pero voy a ser franco con usted, inspector jefe. Eso no fue el motivo de mi silencio. Le diré cual fue la causa de éste, en realidad. No quería que mi esposa sospechase ni por un momento que, de hecho, era ella la que había escapado por milagro de morir envenenada.
—Gracias por su franqueza —masculló Dermot—. Con todo, no acabo de comprender el motivo que le indujo a guardar silencio.
—¿No? Tal vez resulta un poco difícil de explicar. Para comprenderlo, tendría usted que conocer a Marina. Su vida ha sido sumamente afortunada en el sentido material. Ha logrado fama artística. Por el contrario, su vida personal ha sido profundamente desdichada. Repetidas veces, Marina ha creído haber hallado la felicidad, experimentando con ello una alegría insensata y desaforada. Y otras tantas sus esperanzas se han frustrado implacablemente. Es incapaz, señor Craddock, de adoptar una visión de la vida prudente y racional. En sus anteriores matrimonios concibió la esperanza, al igual que un niño aficionado a los relatos maravillosos de los cuentos de hadas, de vivir feliz por siempre jamás.
Nuevamente, una irónica sonrisa trocó la fealdad de la cara del payaso en una extraña e inusitada dulzura.
—Pero el matrimonio no es eso, inspector jefe. No puede crear un estado de éxtasis indefinido. Podemos considerarnos afortunados si logramos gozar de una vida pródiga en afecto, serena satisfacción y sobria felicidad.
Y tras una pausa, añadió:
—¿Acaso es usted casado, inspector?
—No —repuso Dermot Craddock—. Hasta el presente no he tenido esa buena, o mala, fortuna.
—En nuestro mundo, el mundo del cine, el matrimonio es un riesgo resultante de la misma profesión. Las estrellas de cine se casan con frecuencia. Unas veces, felizmente, otras veces, desastrosamente, pero pocas permanentemente. En ese aspecto, no creo que Marina haya tenido desmedidos motivos de queja; pero, dado su temperamento, ese aspecto de la vida ha adquirido a sus ojos una enorme trascendencia. Está obsesionada con la idea de que es desgraciada y todo le sale mal. Siempre ha buscado desesperadamente los mismos motivos: amor, felicidad, afecto, seguridad. Ardía en deseos de tener hijos. Según opinión médica, la propia fuerza de esa ansiedad frustraba su deseo. Un médico muy eminente le aconsejó que adoptase a un niño, diciendo que sucede a menudo que, cuando se mitiga el deseo de maternidad mediante la adopción de un niño, nace un hijo propio. Entonces, Marina adoptó nada menos que a tres niños. Por espacio de una temporada, gozó de bastante dicha y serenidad, pero, con todo, no estaba satisfecha. Imagínese usted su alegría cuando, once años atrás, descubrió que iba a ser madre. Imposible describir su alborozo. Gozaba de buena salud y los médicos le aseguraron que, según todos los indicios, la cosa iría bien. Como usted probablemente sabe, el resultado fue una tragedia. El niño, un muchacho, nació mentalmente deficiente, imbécil. Un verdadero desastre. Marina sufrió una gran conmoción y estuvo muchos años enferma, recluida en un sanatorio. Su restablecimiento fue lento, pero se repuso. Poco después, nos casamos y ella empezó a sentir de nuevo interés por la vida y a abrigar esperanzas de felicidad. Al principio, resultóle difícil obtener un contrato cinematográfico de categoría. Todo el mundo dudaba de que su salud soportase el esfuerzo. Tuve que pelear mucho para conseguirlo —confesó Jason Rudd apretando fuertemente los labios—. Por fin, lo logré. Ya hemos empezado a filmar la película. Entretanto, compramos esta casa y procedimos a reformarla. Apenas hace quince días, Marina me dijo que era muy feliz y presentía que, al fin, iba a emprender una vida hogareña tranquila y feliz, al margen de sus pasadas tribulaciones. Me sentí algo nervioso, porque, como de costumbre, sus esperanzas eran demasiado optimistas. Con todo, no cabía duda de que era feliz. Sus síntomas nerviosos desaparecieron, dando paso a una calma y una serenidad inusitadas en ella. Todo marchó bien hasta...
El hombre se interrumpió. Por fin, con voz súbitamente amarga, exclamó:
—¡Hasta que sucedió esa desgracia! ¡Hasta que aquella mujer le dio por morir... aquí! Eso solo bastaba para producir una conmoción. No podía arriesgarme, y estaba resuelto a no arriesgarme, a que Marina supiese que alguien había atentado contra su vida. Eso hubiera provocado una segunda postración nerviosa, acaso fatal. Era de temer que produjese otro colapso mental. ¿Comprende usted... ahora?
—Respeto su punto de vista —convino Craddock—, pero permita que le haga una pregunta: ¿no pasa usted por alto un aspecto de la cuestión? Da usted la impresión de estar convencido de que hubo una tentativa de envenenar a su esposa. ¿No subsiste ese peligro? Si un envenenador fracasa, ¿no es posible que repita su intento?
—Naturalmente, he considerado esa posibilidad —admitió Jason Rudd—; pero confío en que, puesto que, como quien dice, estoy prevenido, puedo tomar toda clase de precauciones para proteger a mi esposa. Velaré por ella y dispondré las cosas de manera que otras personas hagan lo propio. A mi modo de ver, lo importante es que ella ignore que la amenaza un gran peligro, —¿Y usted cree —aventuró Dermot precavidamente— que lo ignora?
—Desde luego. No tiene ni idea.
—¿Está usted seguro de ello?
—Absolutamente seguro. ¿Cómo va a ocurrírsele semejante cosa?
—Sin embargo, se le ha ocurrido a usted —observó Dermot.
—Eso es diferente —repuso Jason Rudd—. Lógicamente, era la única solución. Pero mi mujer no es lógica, y por otra parte, no podría imaginar que hubiese alguien deseoso de quitarla de en medio. Semejante posibilidad no le cabría en la cabeza.
—Es posible que esté usted en lo cierto —dijo Dermot, pausadamente—; pero esa cuestión nos enfrenta con otras varias preguntas. Una vez más permítame preguntarle sin rodeos: ¿de quién sospecha usted?
—No puedo decírselo.
—Discúlpeme, señor Rudd, ¿qué quiere usted decir con eso, que no lo sabe o que no quiere decírmelo?
—Que no lo sé —apresuróse a declarar Jason Rudd—. Me parece tan imposible como, a buen seguro, se le antojaría a ella, que exista alguien capaz de detestarla hasta ese punto. Por otra parte, dada la evidencia de los hechos, eso es exactamente lo que cabe suponer. —¿Tiene usted inconveniente en exponerme esos hechos?
—Ninguno. Las circunstancias son clarísimas. Yo llené dos vasos de daiquiri, preparado ya en un jarro, y se los llevé a Marina y a la señora Badcock. Ignoro lo que hizo esta última. Presumo que fue a hablar con algún conocido. Mi esposa mantenía su bebida en la mano. En aquel momento llegaron el alcalde y su señora. Marina depositó el vaso aún intacto sobre una mesa y saludó a los recién llegados. Siguiéronse más saludos. Un viejo amigo a quien no habíamos visto en años, varias personas del pueblo y una o dos de los estudios. Entretanto, el vaso con el combinado permaneció sobre la mesa situada a la sazón a nuestras espaldas, pues ambos nos habíamos adelantado un poco a lo alto de la escalera. Los fotógrafos tomaron una o dos fotografías de mi esposa hablando con el alcalde, a petición de los representantes del periódico local, lo cual constituía sin duda una satisfacción para todo el pueblo. Entonces, yo serví unos refrescos a algunos de los recién llegados. El vaso de mi esposa debió de ser envenenado en aquel intervalo. No me pregunte cómo se realizó la cosa. No debió resultar tarea fácil. Por otra parte, es curioso comprobar cuan pocas personas se percatan de lo que sucede a su alrededor cuando alguien tiene la desfachatez de hacer algo abierta y fríamente. Me pregunta usted si abrigo sospecha; todo cuanto puedo decirle es que pudieran haberlo hecho al menos veinte personas. Los invitados iban de acá para allá, formando pequeños grupos, conversando o dirigiéndose de vez en cuando a echar un vistazo a las reformas efectuadas en la casa. Había, pues, movimiento, constante movimiento. He pensado mucho, me he devanado los sesos, pero no he dado con nada, absolutamente con nada, que enderece mis sospechas hacia una persona determinada.