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Authors: Agatha Christie
Marina Gregg y su marido, el productor cinematográfico Jason Rudd, han comprado la casa de los Bantry. Los nuevos inquilinos deciden dar una fiesta a beneficio del hospital local a la que asisten todas las fuerzas vivas de la población. En el transcurso de la fiesta muere Mrs. Badcock, al parecer a causa de un ataque. Pero miss Marple desconfía, ya que la salud de la difunta era excelente, y decide tirar de los hilos para deshacer la madeja del misterio.
Agatha Christie
El Espejo Se Rajó De Parte A Parte
ePUB v1.0
Ormi20.08.11
Título original:
The Mirror Crack'd from Side to Side
Traducción: María Dolores Raich de Ullán
Agatha Christie, 1962
Edición 1980 - Editorial Molino - 254 páginas
ISBN: 8427202636
Voló la telaraña y flotó lejos;
El espejo se rajó de parte a parte;
—La maldición ha caído sobre mí
—exclamó la dama de Shalott.
ALFRED TENNYSON.
En un orden alfabético convencional relacionamos a continuación los principales personajes que intervienen en esta obra:
ALLCOCK
: Concejal del Ayuntamiento del lugar donde se desenvuelve la novela.
BADCOCK
(Arthur): Negociante en fincas y terrenos.
BADCOCK
(Heather): Esposa del anterior.
BAIN
(Mary): Vecina de los Badcock.
BAKER
: (Cherry): Asistenta de Jane Marple.
BANTRY
: Viuda de un coronel y amiga de miss Marple.
BREWSTER
(Lola): Esposa del tercer marido de mrs. Gregg.
CRADDOCK
(Dermot) Inspector jefe de policía.
FENN
(Ardwyck): Cineasta, antiguo amor de mrs. Gregg.
GILCHRIST
(Maurice): Médico de Marina.
GREGG
(Marina): Notable actriz de cine.
GIUSEPPE
: Mayordomo de Marina y su esposo.
HAYDOCK
: Médico de miss Marple.
KNIGHT
(miss): Dama de compañía de miss Marple.
MARPLE
(Jane): Una otoñal aficionada al detectivismo.
PRESTON
(Hailey): Empleado de Rudd.
RUDD
(Jason): Productor de cine.
TIDDLER
(Tom): Sargento de policía.
ZIELINSKY
(Ella): Secretaria de Rudd.
Miss Jane Marple hallábase sentada junto a la ventana. Ésta daba a su jardín, en otro tiempo fuente de orgullo para ella. En la actualidad, las cosas habían cambiado. La vista de aquel jardín producíale una sensación de malestar. De un tiempo a aquella parte, tenía prohibido el trabajo de jardinería. Nada de agacharse, cavar ni plantar. Todo lo más, podía podar un poco, con suma moderación. El viejo Laycock iba tres veces por semana y a no dudar, hacía lo que podía. Dábase, empero, la circunstancia de que eso (que no era mucho) resultaba suficiente para su mentalidad, más no así para la de su patrona. Miss Marple sabía exactamente lo que deseaba en ese sentido y, a tal efecto, daba las debidas Instrucciones a su empleado. Entonces, el viejo Laycock ponía de manifiesto su particular idiosincrasia, consistente en acoger con entusiasmo las órdenes recibidas y en no cumplirlas después.
—De acuerdo, señorita Pondremos las margaritas allí y las campánulas a lo largo del muro, y, como usted dice, eso es lo primero que habrá de hacerse la próxima semana.
Las... excusas de Laycock semejaban siempre razonables y ofrecían grandes puntos de contacto con las del capitán George de Tres hombres en una barca para no hacerse a la mar. En el caso del citado capitán, el viento era siempre desfavorable, ora soplando lejos de la costa, ora en la propia costa, ora precedente del incierto oeste, ora del aún más traicionero este. El pretexto de Laycock era el tiempo, demasiado seco, demasiado húmedo, anegado en agua o bajo la amenaza de una helada. O bien la necesidad de atender primero a otra cosa más importante, según él (por lo regular relacionada con las berzas o las coles de Bruselas, hortalizas que le gustaba cultivar en ingentes cantidades). Sus principios de jardinería eran en extremo rudimentarios y ningún patrono, por conocedor que fuese de la materia, podía desarraigárselos.
Consistían en beberse infinidad de tazas de té, dulce y fuerte, como estímulo para realizar el esfuerzo, barrer insistentemente las hojas en otoño y sembrar considerable cantidad de sus plantas favoritas en verano, particularmente ásteres y salvias, para «conseguir un bonito efecto», según propia expresión. Era profundamente partidario de fumigar los rosales para preservarlos del pulgón pero mostrábase tardío en poner manos a la obra. Y cuando le rogaban que cavase unos surcos bien profundos para los guisantes de olor, salía con que había que ver los suyos, asegurando que no era de extrañar que hubiesen florecido antes de tiempo después del excelente tratamiento a que los había sometido el año anterior.
A decir verdad, el hombre mostrábase adicto a sus patronos y accedía a sus caprichos en el dominio de la horticultura (con tal que no requiriesen excesivo trabajo), pero, a su modo de ver, las hortalizas constituían la verdadera esencia de la vida como, por ejemplo, una col escarolada o un poco de rizado de brécol. Las flores, en cambio, eran cosas de capricho que las damas se complacían en cultivar, a falta de otra cosa mejor que hacer. De hecho, el viejo solía demostrar su afecto regalando esquejes de las mencionadas variedades de ásteres y salvias, como asimismo lobelias y crisantemos de estío.
—He trabajado una temporada en algunas casas nuevas del Ensanche. La gente quiere jardines vistosos. Como les sobran plantas, he traído unas pocas para ponerlas en lugar de esos anticuados rosales.
Recordando estos detalles, miss Marple desvió la vista del jardín y tomó su labor de punto.
Había que afrontar el hecho: Saint Mary Mead no era lo que había sido. Naturalmente, en cierto modo, ya nada era lo que había sido en otro tiempo. Cabía achacarlo a la guerra (o mejor dicho, a las dos guerras) a la nueva generación, a la emancipación de la mujer, a la bomba atómica o simplemente, al gobierno; más, en realidad, lo único que sucedía era que la gente madura envejecía. Miss Marple, mujer en extremo sensata, estaba convencida de ello. El hecho de que notase más aquella diferencia en Saint Mary Mead obedecía a la circunstancia de haber vivido allí tantos años.
El viejo núcleo de Saint Mary Mead seguía en pie. Allí estaba aún «El Verraco Azul», la iglesia, la vicaría, el pequeño niño de la reina Ana y las casas georgianas, entre las cuales figuraba la suya. La casa de miss Hartnell continuaba allí, al igual que miss Hartnell, luchando con denuedo contra el progreso. Miss Wetherby había muerto y, al presente, su casa estaba habitada por el director del Banco y su familia, tras haber sido remozada con la aplicación de una buena capa de pintura azul intenso en todas las puertas y ventanas. La mayor parte de las demás viejas mansiones albergaban gente nueva, pero su aspecto apenas había variado gracias a que sus compradores habíanlas adquirido porque les gustaba lo que el corredor de fincas denominaba «encanto del viejo mundo». Los nuevos propietarios limitáronse, pues, a agregar otro cuarto de baño y a gastar un dineral en cañerías, cocinas eléctricas y lavaplatos.
Pero, aun cuando las casas conservaban más o menos su antiguo aspecto, no podía decirse otro tanto de la calle Mayor. Allí, cuando las tiendas cambiaban de dueño, era con vistas a una inmediata y descomedida modernización. La pescadería estaba desconocida con sus nuevos y flamantes escaparates tras los cuales relucía el pescado refrigerado. En cambio, la carnicería habíase mostrado conservadora. Al fin y al cabo, la carne buena es siempre la carne buena con tal de tener dinero para pagarla. En caso contrario, hay que contentarse con las tajadas más baratas y con los pedazos duros y correosos. Barners, el abacero, seguía allí, impertérrito, por lo cual miss Hartnell, miss Marple y otras daban diariamente gracias al cielo. Aparte de lo servicial que era el dueño, en su tienda había confortables sillas para sentarse junto al mostrador, en las cuales entablábanse agradables discusiones sobre tal o cual pedazo de tocino y sobre la variedad de queso a elegir. No obstante, al final de la calle, en la antigua cestería del señor Toms, alzábase un deslumbrante supermercado para desesperación de las damas ancianas de Saint Mary Mead.
—¿A qué viene todos estos paquetes de cosas inauditas? —exclamaba miss Hartnell—. ¿Dónde se ha visto que haya que comprar esas enormes bolas de cereales para desayunar en vez de preparar a los chiquillos un desayuno decente a base de huevos con jamón? Por si fuera poco, la obligan a una a coger una cesta y dar vueltas por todo el local en busca de lo que desea, con lo cual a veces necesita un cuarto de hora para encontrar lo que quiere, y, por lo regular, empaquetado en tamaños a todas luces inconvenientes, o demasiado grandes o demasiado pequeños. Para colmo, al salir hay que hacer cola para pagar. Una calamidad. Aunque, claro está, no dudo que les parecerá de perlas a toda esa gente del Ensanche...
Al llegar a este punto, se interrumpía.
Porque, como era ya proverbial, la frase terminaba ahí. Ante la mera mención del Ensanche, punto en boca de todo el mundo, como diríamos en términos modernos.
El Ensanche tenía una entidad propia y se escribía con mayúscula.
Miss Marple profirió una viva exclamación de contrariedad. Habíase escapado otro punto de su labor. Y no era eso lo peor. Al parecer, se le había escapado hacía un buen rato sin caer en la cuenta de ello hasta el momento en que tenía que menguar para el cuello y contar los puntos. Tomó entonces una aguja libre y ladeando la labor hacia la luz, la escudriñó ansiosamente. Ni siquiera sus gafas nuevas parecían servirle de ninguna ayuda, sin duda porque —reflexionó la mujer— llegaba un momento en que los oculistas, a pesar de sus lujosas salas de espera, de sus modernísimos instrumentos, y de los potentes focos que utilizaban para examinar los ojos y de los elevadísimos honorarios que cobraban, apenas podían hacer nada por una. Miss Marple pensó con nostalgia en la buena vista que tenía unos pocos años atrás (bien, acaso no tan pocos). Desde la atalaya de su jardín, tan admirablemente situado para ver todo cuanto sucedía en Saint Mary Mead, ¡cuán poco había escapado a sus observadores ojos! Con ayuda de sus anteojos para observar a los pájaros (¡qué útil resultaba el interés por los pájaros!) había podido ver... Aquí el hilo de sus ideas se quebró y sus pensamientos retrocedieron al pasado. Evocó a Anne Protheroe con su vestido de verano dirigiéndose al jardín de la vicaría. Y al coronel Protheroe, un pobre hombre muy fastidioso y desagradable, por supuesto, pero en absoluto no merecedor de morir asesinado de aquel modo. Miss Marple meneó la cabeza y el curso de sus pensamientos se detuvo en Griselda, la linda y joven esposa del vicario. ¡Qué fiel amiga era la buena de Griselda! ¡Pensar que seguía enviándole una felicitación de Navidad todos los años! Aquel atractivo bebé suyo habíase convertido ahora en un joven mocetón con un magnífico empleo relacionado con la ingeniería. Siempre había gozado mucho desmontando sus trenes eléctricos. Más allá de la vicaría, habíase alzado en otro tiempo el portillo con los escalones seguido del senderuelo que conducía a los prados donde pastaba el ganado del granjero Giles, en los cuales se extendía ahora... ahora...