Read El Espejo Se Rajó De Parte A Parte Online
Authors: Agatha Christie
—¿En qué concepto lo tienen?
—Lo consideran el mejor director o productor o lo que sea que ha existido.
—¿Ningún rumor de que ande liado con alguna otra estrella o mujer en general?
—No —replicó Tom Tiddler, algo asombrado—. Ni la menor insinuación sobre semejante cosa. ¿Por qué? ¿Cree usted en esa posibilidad?
—No sé qué pensar —suspiró Dermot—. Marina Gregg está convencida de que aquella dosis letal había sido preparada para ella.
—¿De veras? ¿Y está en lo cierto?
—Casi lo aseguraría —contestó Dermot—. Ahora bien, lo curioso es que sólo se lo ha dicho a su médico. Ni una palabra a su marido.
—¿Cree usted que se lo hubiera dicho si...?
—Sólo me pregunto —interrumpió Craddock—, si no habrá considerado la idea de que su marido sea responsable. La actitud del doctor ha sido un poco peculiar. Es posible que me lo haya imaginado, pero no lo creo.
—En los estudios no corren rumores sobre esto —declaró Tom—. De lo contrario, los hubiese oído.
—Y ella, ¿tampoco está enredada con otro hombre?
—No; al parecer, vive consagrada a Rudd.
—¿Ningún detalle interesante sobre su pasado?
—Nada comparado con lo que se puede leer en las revistas de cine cualquier día de la semana —repuso Tiddler, sonriendo.
—Creo que tendré que leer algunas para ambientarme —declaró Dermot.
—¡Hay que ver las cosas que dicen e insinúan! —exclamó Tiddler.
—Me pregunto —murmuró Dermot, pensativo— si mi amiga miss Marple lee revistas de cine.
—¿Se refiere usted a la anciana que vive en la casa junto a la iglesia?
—A la misma que viste y calza.
—Tiene fama de perspicaz —contestó Tiddler—. Dicen que no ocurre nada aquí que no llegue a oído de miss Marple. Es posible que no sepa gran cosa de esos cineastas, pero probablemente podrá darle antecedentes de los Badcock.
—No es tan fácil como antes —repuso Dermot—. En este lugar está naciendo una nueva sociedad con la moderna urbanización. Los Badcock residían en ella desde su llegada al pueblo.
—No he oído apenas nada relativo a la gente del pueblo —masculló Tiddler—. Me he concentrado en la vida amorosa de las estrellas de cine y en varias cosas por el estilo.
—Conste que ha traído usted muy poca información —gruñó Dermot—. Y sobre el pasado de Marina Gregg. ¿Ha averiguado algo?
—En sus buenos tiempos, se casó varias veces, como la mayoría de las artistas. Dicen que a su primer marido no le gustó ser rechazado, pero lo cierto es que era un individuo muy vulgar. Se dedicaba a corredor de fincas o algo parecido.
—¿Qué más?
—El hombre en cuestión no brillaba por lo atractivo, de modo que ella se libró de él y contrajo nuevo matrimonio con un conde o príncipe extranjero. La cosa se deshizo pronto, pero, por lo visto, no llegó la sangre al río. Ella se limitó a desecharlo y a casarse con el número tres, un astro de cine llamado Robert Truscott. Esta boda fue calificada de apasionada y romántica. La esposa de él se resistía a soltarle, pero al fin no tuvo más remedio que resignarse. Al parecer, su ex marido tuvo que pasarle una cuantiosa asignación. Según mis informes, todos los divorciados están a la cuarta pregunta a consecuencia de tener que pagar tanto dinero a sus ex esposas.
—¿Pero la cosa fue mal?
—Sí. Colijo que la desengañada fue ella. No obstante, uno o dos años después, surgió un nuevo romance, esta vez con un tal Isidore no sé cuántos, un dramaturgo. —Una vida muy exótica —comentó Dermot—. En fin, ésta ha sido nuestra jornada. Mañana tendremos que forzar la marcha.
—¿Qué hay que hacer?
—Comprobar una lista que tengo aquí. De los veinte nombres raros que figuran en ella deberemos eliminar unos cuantos y, de los que queden, buscar a X.
—¿Tiene usted idea de quién pueda ser ese X?
—Ni por asomo; es decir, cómo no sea Jason Rudd.
Y esbozando una aviesa e irónica sonrisa, añadió:
—Tendré que ir a ver a miss Marple para que me informe sobre los asuntos locales.
Miss Marple procedía a poner en práctica sus propios métodos de investigación. —Es usted muy amable, señora Jameson, muy amable. No sabe cuánto se lo agradezco.
—¡Bah! No tiene importancia, miss Marple. Me encanta hacerle este favor. Me figuro que le interesan a usted las últimas.
—No especialmente —repuso miss Marple—. De hecho, creo que preferiría ojear algunos números atrasados.
—Bien, aquí los tiene —ofreció la señora Jameson—. Hay un buen montón y le aseguro que no las echaremos de menos. Puede tenerlas el tiempo que quiera. Lo malo es que pesan demasiado y no podrá usted llevarlas. Oye, Jenny, ¿cómo va esa permanente?
—Perfectamente, señora Jameson. La señora ya tiene el pelo aclarado y ahora está en el secador.
—En este caso, querida, deberías acompañar a miss Marple y llevarle estas revistas. No se preocupe, miss Marple, no es ninguna molestia. Siempre constituye una satisfacción para nosotras prestarle algún favor.
Miss Marple se dijo que la gente era, en verdad, muy amable, particularmente cuando conocía a una persona de toda la vida. Tras muchos años de regentar una peluquería, la señora Jameson había tomado la resolución de secundar la causa del progreso repintando la muestra de su tienda y adoptando el pomposo nombre de «Diana, Peluquera». Por lo demás, el establecimiento siguió como siempre, cubriendo con idéntica rutina las necesidades y acometía la tarea de cortar y modelar el pelo a la joven generación, que aceptaba sin grandes reconvenciones la medianía resultante. Pero el grueso de la clientela de la señora Jameson lo constituía un puñado de anticuadas damas maduras que sólo salían satisfechas de aquella peluquería.
—¡Caramba! —exclamó Cherry a la mañana siguiente, mientras se disponía a pasar un ruidoso aspirador por la salita, como seguía llamándola mentalmente—. ¿Qué es todo esto?
—Estoy tratando de instruirme un poco sobre el mundo cinematográfico —declaró miss Marple, dejando a un lado Novedades de la pantalla y tomando un Entre las estrellas—. Es interesantísimo. ¡Me recuerda tantas cosas!
—¡Qué vidas más fantásticas llevan esos artistas! —exclamó Cherry. —Vidas muy peculiares —comentó miss Marple—. Peculiarísimas. Todo esto me recuerda muchísimo las cosas que solía contarme una amiga mía. Era enfermera de un hospital. Idéntica simplicidad de perspectiva, e infinidad de chismes y rumores. Y apuestos doctores produciendo estragos al por mayor.
—Parece que le ha entrado a usted muy de repente ese interés —observó Cherry.
—Hoy me resulta difícil hacer media —murmuró miss Marple—. Tengo la vista muy cansada. Claro está que la letra de estas revistas es pequeñísima, pero siempre me cabe el recurso de echar mano de una lupa.
Cherry la miró curiosamente.
—Es usted una persona sorprendente —dijo, al fin, la muchacha—. ¡Cuántas cosas le interesan!
—A mí me interesa todo —afirmó miss Marple.
—¿Es posible que emprenda usted el estudio de temas nuevos a su edad?
—En realidad, no son temas nuevos —repuso miss Marple, meneando la cabeza—. Lo que me interesa es la naturaleza humana, ¿sabe usted?, y la naturaleza humana abarca por igual a las estrellas de cine, a las enfermeras de hospital, a los vecinos de Saint Mary Mead y a los habitantes del Ensanche —añadió, pensativa.
—No acierto a ver la semejanza existente entre una estrella de cine y yo — replicó Cherry, riendo—. ¡Por desgracia! Me figuro que lo que la ha inducido a usted a emprender ese estudio es la presencia de Marina Gregg y su marido en Gossington Hall.
—Eso y el triste acontecimiento ocurrido allí —masculló miss Marple.
—¿Se refiere usted a lo de la señora Badcock? Fue una desgracia muy grande. —¿Qué opinan de ello en el...?
Miss Marple se interrumpió con la «E» de Ensanche a flor de labios, Por último, rectificando la pregunta, inquirió:
—¿Qué opinan de ello usted y sus amigos?
—Es difícil precisarlo —contestó Cherry—. Parece un crimen, ¿no cree usted? aunque la policía, con su habitual astucia, no lo diga abiertamente. Con todo, tiene todo el aire de un asesinato.
—Yo tampoco acierto a clasificarlo de otro modo —convino miss Marple.
—Tratándose de Heather Badcock no puede ser suicidio —declaró Cherry.
—¿La conocía a fondo?
—No, nada de eso. Muy superficialmente. Era bastante entrometida, siempre en plan de obligarla a una a asociarse a esto o a lo otro, a asistir a reuniones, etcétera, etcétera. Demasiada energía. Creo que a veces, su marido estaba un poco harto de su carácter.
—Al parecer, la señora Badcock no tenía verdaderos enemigos.
—La gente solía cansarse un poco de ella en ocasiones. Pero el caso es que no tengo idea de quién pueda haberla asesinado, excepto el marido. Y éste es un individuo muy pacífico. Claro está que las apariencias engañan, como dice el refrán. He oído decir que Crippen era un hombre muy simpático y que Haigh, aquel que conservaba a sus víctimas en ácido, era encantador. De modo que cualquiera sabe lo que hay detrás de las personas, ¿no le parece?
—¡Pobre señor Badcock! —murmuró miss Marple.
—La gente dice que estaba muy nervioso y trastornado en la fiesta aquel día antes de sobrevenir la desgracia, pero la gente siempre habla por hablar en estos casos. A mi modo de ver, ahora tiene mucho mejor aspecto que en el curso de los últimos años. Parece más activo y animado.
—¿De veras? —interrogó miss Marple.
—En realidad, nadie lo considera culpable —aseguró Cherry—. Ahora bien, si no fue él el autor del hecho, ¿a quién cabe imputárselo? A veces, no puedo menos de pensar que acaso fue un accidente. Ocurren muchos accidentes. Hay quien se figura una autoridad en setas, sale a coger algunas, las mezcla con un hongo venenoso y se pone a morir apenas lo come. ¡Y menos mal si el médico llega a tiempo!
—Los combinados y las copas de jerez no se prestan tanto a causar accidentes — repuso miss Marple.
—No sé qué decirle —insistió Cherry—. Es posible que alguien tomase una botella por otra y echase su contenido en la coctelera. Una vez, unos conocidos míos tomaron una dosis de D. D. T. concentrado. Estuvieron a las puertas de la muerte, —¿Accidente? —repitió miss Marple, pensativa—. Sí, no cabe duda que parece la mejor solución. Confieso que, en el caso de Heather Badcock, no puedo creer que se tratase de un crimen premeditado. No digo que sea imposible. No hay nada imposible. Pero no lo parece. No, opino que la verdad se halla oculta aquí — concluyó, manipulando las revistas y tomando otra de ellas.
—¿Insinúa usted que está buscando una anécdota curiosa sobre alguien?
—No —replicó miss Marple—. Me limito a buscar alusiones a personas o a su manera de vivir, en una palabra: algún detalle revelador.
Y enfrascóse de nuevo en la lectura de las revistas, en tanto Cherry se llevaba el aspirador al piso. Miss Marple leía con semblante atento y arrebolado, mas, a causa de su ligera sordera, no oyó los pasos que hollaban el sendero del jardín en dirección a la ventana del salón. De hecho, no levantó la vista hasta que se cernió una leve sombra sobre la página que estaba leyendo. Dermot Craddock la miraba, sonriente, desde el exterior.
—Entregada a sus quehaceres domésticos, ¿eh? —bromeó el policía.
—¡Cuánto me alegra verle, inspector Craddock! Es usted muy amable en dedicar parte de su precioso tiempo a venir a visitarme. ¿Le apetece una taza de café, o prefiere una copa de jerez?
—Lo de la copa de jerez me parece de perlas —decidió Dermot—. No se mueva. La pediré al entrar.
Y dirigiéndose a la puerta lateral, no tardó en reunirse con mis Marple.
—Dígame —murmuró—, ¿Le sugiere alguna idea todo ese material?
—Demasiadas —respondió miss Marple—. No suelo sorprenderme a menudo, pero esto me sorprende un poco.
—¿A qué se refiere usted? ¿A la vida privada de las estrellas?
—¡Oh, no! —repuso miss Marple—. ¡De ningún modo! Todo eso se me antoja muy natural, dadas las circunstancias, el dinero y las oportunidades brindadas por la promiscuidad. No, eso es, en cierto modo, natural. Me refiero a la forma en que se divulgan esas vidas. Yo soy algo chapada a la antigua, ¿sabe usted?, y, francamente, creo que eso no debiera permitirse.
—Son noticias —dijo Dermot Craddock—, y, por tanto, muchas obscenidades pueden presentarse so capa de simples comentarios.
—Ya sé —refunfuñó miss Marple—. Y a veces eso me saca de mis casillas. Supongo que me considera usted una estúpida por leer todas estas revistas. Pero hay que ambientarse, y naturalmente, aquí encerrada en casa, no puedo enterarme de todo cuanto quisiera.
—Eso es precisamente lo que he pensado —sonrió Dermot Craddock—. Por eso he venido a informarla.
—¡Pero, muchacho! ¡Disculpe usted lo que voy a decirle! ¿Cree usted que sus superiores aprobarían su proceder?
—¿Y por qué no? —profirió Dermot—. Aquí tengo una lista. La lista de las personas que estaban en el rellano durante el corto intervalo transcurrido entre la llegada de Heather Badcock y su fallecimiento. Hemos eliminado a algunas de ellas, acaso precipitadamente, aunque no lo creo. Entre los eliminados figura el alcalde y señora, el regidor no sé cuántos y señora, y otros muchos habitantes de la localidad. Con todo, hemos retenido al marido. Me parece recordar que siempre ha sospechado usted de los maridos.
—Con frecuencia, son manifiestamente sospechosos —corroboró miss Marple, con aire de disculpa—, y lo manifiesto suele ser cierto.
—Estoy completamente de acuerdo con usted —convino Craddock.
—¿Pero a qué marido se refiere, querido muchacho?
—¿A cuál se figura usted? —inquirió Dermot, observándola atentamente.
Miss Marple lo miró, a su vez.
—¿A Jason Rudd? —aventuró la anciana.
—¡Ajajá! —afirmó Craddock—. Advierto que nuestras mentes trabajan al unísono. No creo que fuese Arthur Badcock, porque no creo que Heather Badcock fuese la presunta víctima. Opino que ésta era Marina Gregg.
—Es muy posible —asintió miss Marple.
—Por consiguiente —prosiguió Craddock—, como ambos estamos de acuerdo sobre este punto, resulta que el campo de la investigación se expande considerablemente. Decirle a usted quiénes estaban allí aquel día, lo que vieron, o dicen haber visto, y dónde se hallaban, o dicen haberse hallado, es algo que podría haber observado usted personalmente si hubiese asistido a la recepción. En consecuencia, mis superiores, como usted los llama, no podrían oponerse a que discutiera este asunto con usted. ¿Está usted de acuerdo?