Read El Espejo Se Rajó De Parte A Parte Online
Authors: Agatha Christie
—Se expresa usted admirablemente, querido muchacho —encomió miss Marple.
—Voy a darle un pequeño resumen de lo que han dicho, y, luego, examinaremos la lista.
En efecto, tras hacer un pequeño sumario de sus informaciones, sacó la lista en cuestión y dijo a su interlocutora:
—Debe de ser uno de éstos. Mi padrino, sir Henry Clitering, me contó que antaño tenía usted un club aquí, llamado el Club del Martes por la Noche. Cenaban ustedes juntos y luego alguien explicaba una historia sobre algún suceso real de índole misteriosa. El misterio sólo lo conocía el narrador del relato, e, indefectiblemente, a decir de mi abuelo, usted lo adivinaba. Ello me ha inducido a venir a verla esta mañana, con la esperanza de que adivine usted algo por mí.
—Estimo que es una manera muy frívola de expresarlo —reprobó miss Marple—, Pero, ante todo, quisiera formularle una pregunta.
—Adelante.
—¿Qué sabe usted de los niños?
—¿Niños? Sólo hay uno. Un niño anormal internado en un sanatorio de América. ¿Se refiere usted a él?
—No —replicó miss Marple—, No me refiero a él. Desde luego, es un caso muy triste, una de esas tragedias de quien nadie es responsable. No, me refiero a los niños que menciona uno de estos artículos —añadió, dando unas palmaditas a las revistas esparcidas ante ella—. A los chiquillos que adoptó Marina Gregg, dos niños y una niña, según tengo entendido. En uno de los casos, una madre con muchos hijos y poco dinero para mantenerlos, residente en nuestro país, la escribió preguntando si podía hacerse cargo de uno de ellos. El hecho originó una oleada de falso sentimentalismo y abundaron los comentarios sobre la abnegación de la madre y el maravilloso hogar, educación y porvenir que iba a tener el niño. En cuanto a los otros dos, apenas he averiguado nada. Creo que uno de ellos era un refugiado extranjero y el otro niño, un niño americano. Marina Gregg los adoptó en diferentes épocas. Me gustaría saber qué ha sido de ellos.
—Es raro que haya pensado usted en eso —comentó Dermot Craddock. mirándola curiosamente—. Yo también me he preguntado por ellos. ¿Pero cómo los relaciona...?
—Bien, según mis informes, ya no viven con ella ahora, ¿verdad?
—Me figuro que quedaron debidamente atendidos —murmuró Craddock—. De hecho, creo que las leyes de adopción exigen ese requisito. Probablemente, tenían asignada alguna dote, como garantía.
—De modo que cuando Marina se... cansó de ellos —musitó miss Marple, marcando una pequeña pausa antes de la palabra «cansó»—, los despachó. Y ellos tuvieron que marcharse después de haber sido educados en un ambiente lujoso con todas las comodidades, ¿no es eso?
—Probablemente —asintió Craddock—. No lo sé con exactitud —agregó, sin cesar de mirarla con curiosidad.
—Los niños sienten profundamente, ¿sabe usted? —prosiguió miss Marple— Mucho más profundamente de lo que se imagina la gente que los rodea. La sensación de ser herido, rechazado, es algo que no se supera por el mero hecho de gozar de unas ventajas. La educación, una vida confortable, una asignación segura o una iniciación en alguna profesión no compensan esa falta. Tales casos pueden engendrar un resentimiento.
—Sí, pero, a pesar de todo, ¿no le parece un poco descabellado pensar...? Bien, ¿qué cree usted exactamente?
—No he ido tan lejos como se figura —aseguró miss Marple—. Sólo me pregunto dónde estarán ahora y qué edad tendrán. A juzgar por lo que he leído, ya deben ser mayores.
—Yo puedo averiguarlo —dijo Dermot Craddock, pausadamente. —¡Oh! No quisiera molestarle en ningún sentido. Tampoco sugiero que mi pequeña idea sea digna de ser tenida en cuenta.
—No cuesta nada comprobar ese punto —insistió Dermot Craddock, tomando su agenda—. Y ahora, ¿desea usted consultar mi pequeña lista?
—En realidad no creo que eso me proporcione ninguna pista. No conozco a toda esa gente.
—Pero puedo darle algún detalle sobre ella —objetó Craddock—. Veamos. En primer lugar, Jason Rudd, el marido. (Los maridos son siempre sumamente sospechosos.) Todo el mundo dice que Jason Rudd adora a su mujer. Esto, en sí, resulta sospechoso, ¿no cree usted?
—No veo por qué —repuso miss Marple con dignidad.
—Ha procurado por todos los medios ocultar el hecho de que su mujer fuera objeto de un ataque. No hizo la menor alusión de esta sospecha a la policía. No comprendo por qué nos tiene por tan lerdos. Hemos considerado esa posibilidad desde el principio. De todos modos, ha dado la excusa de que la cosa podía llegar a oídos de su mujer y sobrecogerla de terror.
—¿Es Marina capaz de sentir pánico?
—Sí, está neurasténica, tiene lunas y estados de ánimo muy dispares y sufre depresiones nerviosas.
—Eso significa falta de valor —objetó miss Marple.
—Por otra parte —prosiguió Craddock—. Si sabe que fue objeto de un ataque, también es posible que sepa quién fue el autor del mismo.
—¿Insinúa usted que sabe quién lo hizo, pero no quiere revelar lo sucedido?
—Me limito a insinuar la posibilidad. Ahora bien; si así es, ¿a qué viene su silencio? Da la sensación de que no quiere que el motivo, la raíz de todo esto, llegue a oídos de su marido.
—No cabe duda que su razonamiento es muy interesante —comentó miss Marple.
—Aquí hay otros pocos nombres. Entre ellos, el de Ella Zielinsky, una joven extremadamente lista y competente.
—¿Enamorada del marido? —inquirió miss Marple.
—Casi lo aseguraría —respondió Craddock—. Pero, ¿qué la induce a pensar en eso?
—Nada. Es lo corriente. Según esto, me figuro que esa señorita no siente mucha simpatía por la pobre Marina Gregg.
—De lo que se infiere un posible móvil de asesinato —coligió Craddock.
—La mayoría de las secretarias y empleadas están enamoradas del marido de su patrona —declaró miss Marple—; pero pocas, muy pocas, intentan envenenarla.
—Con todo, debemos tener en cuenta las excepciones —insistió Craddock—. Había también dos fotógrafos locales y uno de Londres, amén de dos representantes de la prensa. Ninguno de ellos parece culpable, pero, con todo, nos cercioramos. Estaba asimismo presente la ex esposa del segundo o tercer marido de Marina Gregg. Según referencias, no le gustó que Marina le quitase el marido. No obstante, de eso hace ya once años, y por tanto, es improbable que la mujer hiciese una visita a este lugar en aquella coyuntura con el propósito de envenenar a Marina. Figura también en la lista un hombre llamado Ardwyck Fenn, en otro tiempo íntimo amigo de Marina. Llevaba años sin verla. Nadie sabía que se hallase en Inglaterra y su aparición en la fiesta constituyó una gran sorpresa.
—A buen seguro, Marina tuvo un sobresalto al verlo.
—Es posible...
—Un sobresalto... y acaso un susto.
—«La condenación ha caído sobre mí» —retiró Craddock—. Ésa es la idea. Había también el joven Hailey Preston, yendo de acá para allá para atender a los invitados. Habla por los codos, pero en resumidas cuentas, resulta que no vio ni oyó nada, ni tampoco sabe nada. Y así lo ha declarado, acaso con excesiva ansiedad. En fin, ¿le sugiere algo la lista?
—Pues, no —repuso miss Marple—. Aunque lo cierto es que aporta una serie de interesantes posibilidades. De todos modos, sigo interesada en saber algo más acerca de los niños.
De nuevo el policía la miró curiosamente.
—Parece que no ceja usted en su empeño, ¿eh? —bromeó—. De acuerdo, lo averiguaré.
—Supongo que no cabe la posibilidad de que fuera el alcalde, ¿verdad? —preguntó el inspector Cornish, ávidamente, golpeando ligeramente la lista con el lápiz.
—Le gustaría, ¿eh? —exclamó Dermot Craddock, sonriendo.
—Confieso que sí —suspiró Cornish—. Es un viejo hipócrita y presumido. Tiene embaucado a todo el mundo. Va por ahí dándoselas de santo y lleva años entregado al robo y al soborno.
—¿Y no ha podido usted desenmascararle?
—No —replicó Cornish—. Es demasiado hábil para dejarse atrapar. Está siempre del lado derecho de la ley.
—Convengo en que la idea es muy tentadora —sonrió Dermot—; pero temo que tendrá usted que apartar esa agradable perspectiva de su pensamiento, Frank.
—Ya sé, ya sé —gruñó Cornish—. Es un posible sospechoso, pero con muy pocas probabilidades de ser el verdadero culpable. ¿Qué otros sospechosos hay?
Ambos hombres examinaron la lista una vez más. Figuraban en ella otros ocho nombres.
—¿Estamos completamente de acuerdo en que no falta nadie aquí? —interrogó Craddock, en tono inquisitivo.
—Creo que puede usted estar seguro de que no se ha omitido a nadie —contestó Cornish—. Después de la señora Bantry, llegó el vicario, seguido de los Badcock. A la sazón, había ocho personas en la escalera. El alcalde y su mujer, Joshua Grice y señora, procedentes de Lower Farm, Donald McNeil, del Herald & Argus, de Much Benham, Ardwyck Fenn, de los Estados Unidos, miss Lola Brewster, estrella cinematográfica de idéntica procedencia. Además, había una fotógrafo de Londres con la cámara dispuesta en un ángulo de la escalera. Si, como usted sugiere, esa «mirada petrificada» fue motivada por alguien que subía la escalera, debe usted limitarse a escoger entre ese grupo. El alcalde queda descartado, por desgracia. Lo mismo digo de los Grice; creo que nunca se han ausentado de Saint Mary Mead. Eso reduce el número a cuatro. El periodista local, nada. La fotógrafo de Londres llevaba ya media hora allí. No se comprende, pues, que Marina reaccionase tan tarde al verla. Tras esa eliminación, ¿quién queda en la lista?
—Los siniestros forasteros de América —dijo Craddock, esbozando una sonrisa.
—Usted lo ha dicho.
—Convengo en que son, con mucho, nuestros mejores sospechosos —murmuró Craddock—. Se presentaron inesperadamente. Ardwyck Fenn era un antiguo amor de Marina Gregg, el cual a la sazón, venía acompañado de Lola Brewster, que había estado casada con el tercer marido de Marina Gregg, el cual se divorció de ella para casarse con la estrella. Sin embargo, colijo que no fue un divorcio en extremo amistoso.
—Me inclino a considerarla la sospechosa número uno —dijo Cornish.
—¿De veras, Frank? ¿Después de un lapso de quince años y de haberse vuelto a casar dos veces desde entonces?
Cornish replicó que nunca sabe uno a qué atenerse con las mujeres. Dermot aceptó la observación como frase proverbial, pero declaró que no la consideraba ni mucho menos infalible.
—No obstante, ¿conviene usted en que el culpable pudiera ser uno de los dos?
—Es posible. Con todo, no estoy del todo convencido. ¿Qué me dice usted del personal contratado para servir las bebidas?
—Según esto, ¿desearía usted la famosa «mirada petrificada»? Bien, hemos comprobado por encima esa cuestión. Una firma abastecedora de la Ronda del Mercado tuvo a su cargo el refrigerio servido en el jardín. Por lo que respecta a la recepción ofrecida en la casa, el encargado del servicio era Giuseppe, el mayordomo, juntamente con dos muchachas del pueblo empleadas en la cantina de los estudios. Las conozco a ambas. No brillan por su inteligencia, pero son inofensivas.
—Total que rebate usted mi hipótesis, ¿no es eso? En fin, iré a interpelar al periodista. Es posible que él viera algo revelador. Luego, en Londres, a ver a Ardwyck Fenn, Lola Brewster y la fotógrafo..., ¿cómo se llamaba? ¡Ah, sí! Margot Bence. También cabe la posibilidad de que ella reparase en algo.
Cornish asintió en silencio. Luego, mirando a Craddock con curiosidad, masculló:
—Lola Brewster es mi sospechosa preferida. Sin embargo, usted no parece tan convencido como yo de su presunta culpabilidad.
—Considero las dificultades —repuso Dermot, pausadamente.
—¿Qué dificultades?
—Las que supone echar veneno en el vaso de Marina sin que nadie la viese, —Eso vale para todos los presentes, ¿no cree? Era una temeridad.
—Convengo en que era una locura, pero lo habría sido más por parte de Lola que por parte de los demás.
—¿Por qué? —inquirió Cornish.
—Porque era una invitada importante. Lola es una figura muy conocida. Sin duda, todo el mundo estaba pendiente de ella.
—Tiene usted razón —admitió Cornish.
—A buen seguro, los del pueblo se tocaron con el codo al verla, y cabe suponer que, tras saludar a Marina Gregg y a Jason Rudd, Lola Brewster pasó al cuidado de los secretarios. No, Frank, no hubiera sido fácil. Por hábil que hubiera sido, alguien la habría visto. Ése es el escollo, el gran escollo.
—No obstante, permítame insistir. ¿No existía ese escollo por igual para todo el mundo?
—No —replicó Craddock—. De ningún modo. Tomemos, por ejemplo, a Giuseppe, el mayordomo, ocupado en servir las bebidas y ofrecerlas a los invitados. Hubiera podido echar un pellizco o una o dos tabletas de «Calmo» en el vaso con suma facilidad.
—¿Giuseppe? —reflexionó Frank Cornish—. ¿Usted cree que lo hizo?
—No tengo motivos para creerlo —dijo Craddock—; pero quizá podríamos hallar un móvil, una razón sólida que le hubiese impedido hacerlo. Sí, podría ser el culpable. Lo mismo digo de cualquiera de los miembros del servicio. Desgraciadamente, no se hallaban en el lugar, aunque cabe la posibilidad de que alguien se hubiese incorporado deliberadamente a la firma abastecedora para llevar a cabo ese designio.
—¿Cree usted que fue un hecho tan premeditado como eso?
—Todavía no sabemos nada concreto —masculló Craddock, contrariado—. Ignoramos por completo el punto de partida, y seguiremos ignorándolo hasta que sonsaquemos a Marina Gregg o a su marido. Sin duda, ellos saben o sospechan, pero no quieren decirlo. Tenemos mucho camino por recorrer.
Y tras una pausa, Dermot Craddock prosiguió:
—Prescindiendo de la «mirada petrificada», que podría haber sido pura coincidencia, hay otras personas que pudieran haberlo hecho fácilmente. Por ejemplo, Ella Zielinsky, la secretaria, ocupada, asimismo, en llenar vasos y en servírselos a los invitados. A buen seguro, nadie la miraba con particular interés. Lo mismo cabe decir de aquel joven larguirucho llamado... ¡caramba! ¡Ahora resulta que no recuerdo su nombre! Vamos a ver, ¿Hailey... Hailey Preston? Sí, eso es. La recepción pudiera haber representado una magnífica oportunidad para ambos. De hecho, si uno de los dos hubiese querido eliminar a Marina Gregg, habría podido hacerlo con mucha más impunidad en el curso de una recepción pública.
—¿Alguna otra persona?