El Espejo Se Rajó De Parte A Parte (26 page)

BOOK: El Espejo Se Rajó De Parte A Parte
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—Todavía no.

—Parece una pesadilla. ¿Nos ha dado permiso para marcharnos?

—Ha dicho que... debemos aguardar.

—¿Por qué? Debemos marcharnos. ¿No le has dado a entender que no puedo seguir aguardando, día tras día, a que alguien me mate? Es grotesco.

—Tomarán toda clase de precauciones, —Eso dijeron antes. ¿Y evitaron con ello la muerte de Ella y Giuseppe? ¿No te das cuenta? Al fin, conseguirán liquidarme... Estoy segura de que aquél día había algo en mi café en el estudio... ¡Ojalá no lo hubieses tirado! Si lo hubiéramos guardado, podríamos haberlo hecho analizar y ahora sabríamos a qué atenernos...

—¿Y qué habríamos conseguido con eso?

Marina lo miró de hito en hito, con las pupilas extremadamente dilatadas.

—No te comprendo —dijo al fin—. Si la policía hubiese sabido a ciencia cierta que alguien intentaba envenenarme, nos habría dejado marchar.

—No lo creas.

—¡No puedo continuar así! No puedo... No puedo... Debes ayudarme, Jason. Debes hacer algo. Estoy asustada, terriblemente asustada... Tengo un enemigo aquí. Y no sé quién es... Podría ser... cualquiera. Alguien de los estudios... o de la casa. Alguien que desea mi muerte... Pero, ¿quién? ¿Quién? Primero pensé que era Ella. Es más: estaba casi segura. Pero ahora...

—¿Pensaste que era Ella? —interrogó Jason, pasmado—, Pero ¿por qué?

—Porque me odiaba... sí, me odiaba. ¿A qué se debe que los hombres nunca os dais cuenta de esas cosas? Estaba locamente enamorada de ti. No obstante, apuesto a que tú jamás te percataste de sus sentimientos. Pero no pudo ser Ella, porque Ella está muerta. ¡Oh, Jinks, Jinks! ¡Ayúdame...! ¡Sácame de aquí! ¡Llévame a un sitio seguro... seguro!

Desesperada, se puso en pie y procedió a pasearse de un lado a otro de la estancia, nerviosa y retorciendo las manos.

Como buen director cinematográfico, Jason contemplaba con admiración aquellos apasionados y torturados ademanes. Debía recordarlos. ¿Para Hedda Gabler quizá? De pronto, con un sobresalto, recordó que aquella a quien observaba era su mujer.

—No te preocupes, Marina —musitó acercándose a ella y rodeándola con sus brazos—. Velaré por ti.

—Debemos marcharnos de esta horrible casa... ahora mismo. La detesto... la detesto...

—Atiende, querida. No podemos marcharnos inmediatamente.

—¿Por qué? ¿Por qué?

—Porque —susurró Jason Rudd— las muertes traen complicaciones... Y hay que obrar con sensatez. ¿Qué conseguiríamos huyendo?

—Mucho. Alejarnos de esta persona que me aborrece.

—Si existe esa persona, puede seguirte a cualquier parte.

—¿Insinúas... insinúas... que nunca me libraré de ella, que nunca volveré a estar segura?

—Amor mío... todo se arreglará. Yo cuidaré de ti. Yo velaré por ti.

—¿De veras, Jinks? —balbució Marina, abrazándose a él—, ¿Procurarás que no me pase nada?

Al tiempo que hablaba, la estrella abandonóse a sus brazos y él la tendió suavemente en el diván.

—Soy una cobarde —murmuró Marina—, una cobarde... ¡Si supiera quién es esa persona... y por qué intenta asesinarme!... Dame las píldoras, las amarillas... no las pardas. Debo tomar algo para calmarme...

—Por amor de Dios, Marina, no abuses de ellas.

—Está bien... está bien... A veces ya no me hacen efecto...

Sus ojos posáronse en el rostro de Jason.

—¿Velarás por mí, Jinks? —inquirió con una tierna y exquisita sonrisa—. Júrame que lo harás...

—Siempre —declaró Jason Rudd—. Hasta el fin.

Marina miróle sorprendida.

—Lo dices con una expresión tan rara...

—¿Rara? ¿Cómo quieres decir?

—No puedo explicártelo. Como... como un clown sonriendo a algo terriblemente triste o invisible a los ojos de los demás.

Capitulo XXI

Al día siguiente, el inspector Craddock acudió a ver a miss Marple con aire muy fatigado y deprimido. —Tome asiento y póngase cómodo —insistió la anciana—. Salta a la vista que ha pasado usted horas muy duras.

—No me gustaría ser derrotado —gruñó el inspector Craddock—. Dos asesinatos en veinticuatro horas es un poco exagerado. ¡En fin! ¡Eso significa que soy más inútil que lo que imaginaba! Déme una taza de té, tía Jane, con una rebanadita de pan con mantequilla, y apacigüe mi ánimo con esos viejos recuerdos de Saint Mary Mead.

—Vamos, mi querido muchacho —instó miss Marple, emitiendo un compasivo ruidillo con la lengua—, no se ponga así. Además, no creo que sólo quiera té con pan y mantequilla. Cuando tienen una desilusión, los caballeros prefieren algo más fuerte que el té.

Como de costumbre, miss Marple pronunció la palabra «caballero» como el que describe una especie extraña.

—Yo le aconsejaría un buen vaso de whisky con soda —propuso la anciana.

—¿De veras, tía Jane? Bien, no digo que no.

—Y se lo prepararé yo misma —declaró miss Marple, levantándose.

—¡Oh, no! ¡De ningún modo! Déjemelo hacer a mí! ¡O bien llame usted a esa miss no sé cuántos!

—No me interesa que miss Knight venga a estorbarnos aquí —replicó miss Marple—. No traerá el té hasta dentro de veinte minutos. Disponemos, pues, de un rato de paz y tranquilidad. Ha sido usted muy listo de venir por la ventana y no por la puerta anterior. Así podremos estar un ratito a nuestras anchas.

La anciana dirigióse a un aparador instalado en una esquina de la sala y sacó de su interior una botella, un sifón de agua de soda y un vaso.

—Está usted llena de sorpresas —exclamó Dermot Craddock—. No tenía idea de lo que guardaba usted en este armario. ¿Está usted segura de no tener una secreta afición a la bebida, tía Jane?

—Vamos, vamos —amonestóle miss Marple—. Jamás he sido partidaria de la abstinencia absoluta de bebidas alcohólicas. Una bebida fuerte es siempre aconsejable en caso de susto o accidente. Resulta inapreciable en tales ocasiones. Y también cuando se presenta de improviso un caballero. ¡Aquí tiene usted! —exclamó la anciana, tendiéndole su remedio con aire de sereno triunfo—. Y no se tome la molestia de bromear más. Tome asiento ahí y descanse un poco.

—Apuesto a que en sus tiempos debía de haber magníficas esposas —suspiró Dermot Craddock.

—Estoy segura, querido muchacho, que hoy día consideraría usted el tipo de joven a que acaba de referirse poco adecuado para compañera. Las muchachas de antaño no eran intelectuales y muy pocas de ellas poseían títulos universitarios o distinciones académicas.

—Hay cosas preferibles a las distinciones académicas —repuso Dermot—. Una de ellas saber cuándo un hombre desea tomar un whisky con soda y ofrecérselo.

Miss Marple sonrióle afectuosamente.

—Vamos —instó—, cuéntemelo todo. Mejor dicho, todo, cuanto le permita el secreto profesional.

—Probablemente sabe usted tanto como yo. Y no me sorprendería que se guardase usted algo para su capote. ¿Qué me dice usted de su guardiana, su querida miss Knight? ¿No sería posible que fuese ella la autora del crimen?

—¿Y por qué iba a hacer miss Knight semejante cosa? —inquirió miss Marple, sorprendida.

—Porque es la persona menos sospechosa contestó Dermot—. Con frecuencia suele cumplirse esa máxima.

—De ningún modo —repuso miss Marple con vehemencia—. He sostenido una y mil veces (y no sólo ante usted, mi querido Dermot, si me permite llamarlo así), que el criminal es siempre la persona más sospechosa. A menudo pensamos en la esposa o el marido y, en efecto, el culpable suele ser el uno o el otro.

—¿Se refiere usted a Jason Rudd? —preguntó el policía meneando la cabeza—. No, ese hombre adora a Marina Gregg.

—Hablaba en general —replicó miss Marple con dignidad—. Primero, la persona aparentemente asesinada fue la señora Badcock. No bien se preguntaba uno quién podía ser el culpable, la primera respuesta que se le ocurría era, naturalmente, el marido. Por consiguiente, era preciso considerar esa posibilidad. Después decidimos que el verdadero blanco del crimen era Marina Gregg, y una vez más, tuvimos que buscar la persona más íntimamente relacionada con Marina, esto es, el marido. Porque no cabe duda que con mucha frecuencia los maridos ansían deshacerse de sus esposas, aunque a veces, por supuesto, se contentan con desearlo sin pasar a los hechos. Pero convengo con usted, mi querido muchacho, en que Jason Rudd quiere realmente, con todo su corazón, a Marina Gregg. Pudiera ser una hábil ficción, pero no lo creo. Aparte de que no parece tener ningún motivo para deshacerse de ella, si quisiera casarse con otra mujer, no tendría problema. Al parecer, el divorcio es la cosa más natural entre las estrellas de cine. Tampoco parece existir la posibilidad de un beneficio práctico. Jason Rudd no es ningún pobre. Tiene una carrera propia y, según mis informes, triunfa en ella en toda la línea. Por tanto, debemos ir más lejos. No obstante, reconozco que es difícil, sumamente difícil.

—En efecto —convino Craddock—. Y sospecho que debe entrañar particulares dificultades para usted porque el mundo cinematográfico le es absolutamente desconocido. Ignora los escándalos y las animosidades locales.

—Sé algo más de lo que usted se figura —replicó miss Marple—. He estudiado con mucha atención varios números de Confidencial, Vida Cinematográfica, Ecos del Cine, y Tópicos Cinematográficos. Dermot Craddock no pudo menos de echarse a reír.

—No sabe usted —declaró— cuánto me divierte verla ahí sentada contándome en qué ha consistido su curso de literatura.

—Me pareció interesantísima —aseguró miss Marple—. Esas revistas no están muy bien escritas, que digamos, pero son distraídas. Con todo, me ha desilusionado el hecho de que sean tan parecidas a las de mis tiempos. Moderna Sociedad, Páginas escogidas y otras. Chismografía al por mayor. Escándalos a granel. Una gran preocupación por quién está enamorado de quién y otras zarandajas por el estilo. Prácticamente, lo mismo que se estila en Saint Mary Mead y en el Ensanche. La naturaleza humana es igual en todas partes. A mi modo de ver, con ello volvemos a la cuestión de quién pudo desear la muerte de Marina Gregg hasta el punto de haber seguido mandando cartas amenazadoras y realizando nuevas tentativas de asesinato tras fracasar en la primera. Tal vez alguien un poco chiflado... —añadió golpeándose suavemente la frente.

—Si —convino Craddock—, eso parece muy indicado. Y, por supuesto, no siempre es ostensible.

—Eso me consta —asintió miss Marple con calor—. El segundo hijo de la vieja señora Pike, Alfred, parecía perfectamente cuerdo y normal. Casi en exceso prosaico, ¿comprende usted? Pero de hecho, parece ser que tenía una psicología francamente anormal, positivamente peligrosa. La señora Pike me dijo que ahora su hijo se siente absolutamente feliz y satisfecho en la Clínica Mental de Fairways. Allí lo comprenden, y los doctores lo consideran un caso interesantísimo, cosa que a él le complace en grado sumo. Si todo acabó felizmente, pero, por una vez, la buena señora estuvo a punto de ser víctima de aquella locura.

Craddock se devanaba los sesos buscando mentalmente la posibilidad de un paralelo entre alguna persona allegada a Marina Gregg y el hijo segundo de la señora Pike.

—Ahora pasemos al mayordomo italiano —prosiguió miss Marple—, el que fue asesinado. Según mis informes, estuvo en Londres el día de su muerte. ¿Sabe alguien qué hizo el italiano en la ciudad? Insisto, no hable usted más que en caso de considerarse autorizado a hacerlo —agregó la anciana razonablemente.

—El mayordomo llegó a Londres a las once y media de la mañana —explicó Craddock—, y nadie sabe qué hizo en la ciudad hasta que, a las dos menos cuarto, se presentó en su Banco para ingresar quinientas libras en efectivo. Puedo añadir que no hubo confirmación de su historia según la cual fue a Londres a visitar a un pariente enfermo o en apuros. Ninguno de sus parientes lo vio. —Quinientas libras es una respetable cantidad —comentó miss Marple con un cabezazo apreciativo—. Me figuro que era la primera imposición de una serie de otras muchas, ¿no?

—Eso parece —afirmó Craddock.

—Probablemente fue todo el dinero que pudo entregarle de momento la persona por él amenazada. Es posible que el italiano fingiese darse por satisfecho con él o bien lo aceptase a cuenta de otras entregas posteriores prometidas por la víctima en un inmediato futuro. Eso parece dar al traste con la idea de que el frustrado asesino de Marina Gregg pudiera haber sido una persona de condición humilde con un secreto agravio contra ella. Como, asimismo, descartar la hipótesis de que el dicho asesino fuese algún empleado de los estudios, o un criado, o jardinero. A menos —observó miss Marple— que la citada persona fuese el instrumento de alguien ajeno a esta vecindad. De ahí la visita a Londres.

—Exactamente. En Londres tenemos a Ardwyck Fenn, Lola Brewster y Margot Bence. Los tres asistieron a la fiesta. Los tres podrían haberse reunido con Giuseppe en Londres en un lugar convenido de antemano, entre las once y las dos menos cuarto. Ardwyck Fenn no estaba en su despacho durante esas horas; Lola Brewster había salido de compras y Margot Bence no se hallaba en su estudio. A propósito...

—Siga usted —instó miss Marple—. ¿Tiene algo que decirme?

—Me preguntó usted por los niños —masculló Dermot—, por los niños que Marina Gregg adoptó antes de saber que podía tener un hijo propio.

—En efecto.

Craddock le contó lo que había averiguado.

—Margot Bence —musitó miss Marple—. No sé por qué tenía el presentimiento de que la cosa tenía algo que ver con niños...

—No puedo creerlo, después de tantos años...

—Ya sé, ya sé. Es difícil creerlo. Pero, mi querido Dermot, ¿conoce usted realmente la psicología de los niños? Evoque su infancia. ¿Recuerda usted algún incidente, algún suceso que le causara a usted dolor, o una cólera desesperada, o fuese objeto de acciones que le dejaran mal sabor o apasionado resentimiento nunca igualado desde entonces? Una vez leí un libro muy sagaz, escrito por un gran escritor, el señor Richard Hughes. No recuerdo el título, pero sé que versaba sobre unos niños que habían presenciado un huracán. ¡Ah, sí, el huracán en Jamaica! Lo que más les impresionó fue su gato corriendo enloquecido por la casa. Era lo único que recordaban. Pero todo el horror, la excitación y el miedo que habían experimentado condensábanse en aquel incidente.

—Es curioso que diga usted esto —murmuró Craddock, pensativo.

—¿Por qué? ¿Le ha hecho recordar algo?

—He pensado en cuando murió mi madre. Yo tenía cinco o seis años. Estaba en el cuarto de los niños comiendo un pedazo de budín de compota de frutas. Entonces, una' de las sirvientas entró en el aposento y dijo a mi niñera: «Es horrible. La señora Craddock ha muerto en un accidente.» Y siempre que pienso en la muerte de mi madre, ¿sabe usted qué veo?

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