Read El Espejo Se Rajó De Parte A Parte Online
Authors: Agatha Christie
—Le aseguro —intervino Jason Rudd— que estoy realmente perplejo. Todo ese asunto se me antoja fantástico. A veces lo considero una broma, una broma con pésimos resultados, puesta en práctica por una persona que no se imaginaba que entrañase tanto peligro...
El tono de su voz era ligeramente interrogante. Tras una pausa, el hombre, musitó, meneando la cabeza:
—No. Ya veo que esa idea no le convence.
—Me interesa formular otra pregunta —masculló Dermot Craddock—. Supongo que recuerdan la llegada del señor y la señora Badcock. Éstos se presentaron inmediatamente después del vicario. Tengo entendido, miss Gregg, que usted les dispensó la misma cordial acogida que a los demás invitados. Pero, según informes de un testigo ocular, apenas saludó a la pareja, usted miró por encima del hombro a la señora Badcock y vio algo que pareció alarmarla, ¿Es verdad eso? Y en caso afirmativo, ¿qué era lo que vio?
—Eso no es cierto —apresuróse a replicar Marina—. ¿Por qué iba a alarmarme?
—Eso es lo que desearíamos saber —suspiró Dermot Craddock pacientemente—. Mi testigo insiste mucho sobre ese punto, ¿sabe usted?
—¿Quién es su testigo? ¿Qué dice haber visto?
—Miraba usted hacia la escalera —explicó el policía—. En aquel momento subían por ella un periodista, los señores Grice, antiguos vecinos de este lugar, el señor Ardwyck Fenn, recién llegado de los Estados Unidos, y miss Lola Brewster. ¿Fue la vista de algunas de estas personas lo que la alteró, miss Gregg?
—Le aseguro que no estaba alterada —espetó Marina casi a voz en grito.
—Y, no obstante, olvidó usted momentáneamente a la señora Badcock. Ésta le dijo algo a lo cual usted no respondió por hallarse abstraída en la contemplación de otra persona o cosa.
Entonces Marina, sobreponiéndose, declaró en tono rápido y convincente:
—Me explicaré: en realidad, esto tiene explicación. Si supiese usted algo del arte interpretativo, lo comprendería sin dificultad. Llega un momento, incluso cuando se sabe uno muy bien el papel (de hecho suele suceder precisamente cuando uno se sabe muy bien el papel) en que se actúa maquinalmente, Sonríe, hace los gestos y ademanes adecuados, pronuncia las palabras con las habituales inflexiones. Pero su pensamiento está ausente. Y, de improviso, sobreviene un horrible lapso en que uno no sabe dónde se halla ni recuerda las frases que debe pronunciar. Lo que, en nuestro lenguaje denominamos quedarse en blanco. Pues bien, eso es lo que me sucedió. No soy muy fuerte. Mi marido puede decírselo. Llevo una temporada muy activa, desplegando un gran esfuerzo de nervios con esta nueva película. Mi deseo era que la fiesta constituyese un éxito y tuve empeño en mostrarme amable, acogedora y cordial con todo el mundo. Pero una acaba repitiendo las mismas cosas mecánicamente, por la sencilla razón de que la gente siempre dice lo mismo, a saber, los grandes deseos que tenían de conocernos, o lo afortunados que fueron una vez por el mero hecho de vernos a la entrada de un teatro de San Francisco o de viajar en el mismo avión. Total, majaderías. Pero hay que mostrarse amable y contestar adecuadamente. Pues bien, como le decía, acaba uno haciéndolo automáticamente. No necesita pensar lo que va a decir porque lo ha repetido ya infinidad de veces con anterioridad. Creo recordar que, de pronto, me invadió una oleada de cansancio. En una palabra, tuve un lapso. Luego, advertí que la señora Badcock había estado contándome una larga historia, de la cual no me enteré, y que, al presente, me miraba ávidamente al ver que yo no respondía ni hacía los comentarios de rigor. Mi actitud obedeció a simple fatiga.
—Simple fatiga —repitió Dermot Craddock pausadamente—. ¿Insiste usted en eso, miss Gregg?
—Sí. No comprendo por qué no me cree usted.
—Señor Rudd —profirió el policía, volviéndose al aludido—. Tengo para mí que usted me confiará la seguridad de su esposa. Alguien ha atentado contra su vida y enviado una serie de cartas amenazadoras. Eso significa que existe una persona culpable que estuvo aquí el día de la fiesta y probablemente sigue entre ustedes, alguien en estrecho contacto con esta casa y con sus costumbres. Esa persona quienquiera que sea, puede estar algo desequilibrada. No se trata ya de una mera cuestión de amenazas. Los hombres amenazados viven muchos años, dice el dicho. Lo mismo vale para las mujeres. Pero, en este caso, la citada persona no se limitó a amenazar, sino que llevó una tentativa deliberada de envenenar a miss Gregg. ¿No comprende usted que, dadas las circunstancias, esta tentativa se repetirá? Sólo hay un modo de contar con cierta seguridad. Facilitarme todas las pistas posibles. No pretendo que sepa usted quién es esa persona, pero estimo que, sin duda, puede usted aventurar una suposición, o tiene una vaga idea de su posible identidad, ¿No quiere usted decirme la verdad? O si, como es muy posible, ignora usted la verdad, ¿por qué no induce a su esposa a contarme lo que sepa? Se lo pido con mi mejor intención, por su propia seguridad.
—Ya has oído lo que ha dicho el inspector —murmuró Jason Rudd, volviendo lentamente la cabeza hacia su mujer—. Es posible que tú sepas algo que yo ignoro. Si así es, déjate de tonterías, por amor de Dios. Si abrigas la menor sospecha respecto a alguien, dínoslo ahora.
—¡Te repito que no sospecho de nadie! —gimió Marina levantando la voz—. Debes creerme.
—¿De quién tenía usted miedo aquel día? —inquirió Dermot.
—Insisto en que no tenía miedo de nadie.
—Atienda, miss Gregg. Entre las personas que se hallaban en lo alto de la escalera o subiéndola en aquel momento, figuraban dos amigos cuya presencia la sorprendió a usted, pues llevaba mucho tiempo sin verlos y no esperaba su visita en aquella ocasión. Dichos amigos eran el señor Ardwyck Fenn y miss Brewster. ¿Sintió usted algo especial cuando, inesperadamente, los vio subir la escalera? Usted no los esperaba, ¿verdad?
—No, ni siquiera teníamos idea de que estuviesen en Inglaterra —intervino Jason Rudd.
—Estuve encantada —declaró Marina—, realmente encantada.
—¿Encantada de ver a miss Brewster?
—Bien... —vaciló la estrella, lanzándole una ojeada algo recelosa.
—Según mis informes —insistió Craddock—, Lola Brewster estuvo casada con su tercer marido, Robert Truscott, ¿no es eso?
—En efecto.
—Él se divorció de ella para casarse con usted.
—¡Sí, eso lo sabe todo el mundo! —soltó Marina con impaciencia—. ¡No pretenderá haberlo descubierto usted! La cosa trajo bastante cola a la sazón, pero no llegó la sangre al río, —¿Formuló miss Brewster amenazas contra usted?
—Pues en cierto modo, sí. Pero un momento, a ver si sé explicarme. Nadie toma en serio esa clase de amenazas. Fueron en una fiesta. Lola había bebido mucho. De haber tenido una pistola probablemente me hubiera disparado un tiro a quemarropa. Afortunadamente, no la tenía. ¡Pero todo eso ocurrió hace muchos años! ¡Esos sentimientos no perduran! Son arrebatos pasajeros, ¿verdad, Jason?
—Por supuesto —convino Jason Rudd—. Además, puedo asegurarle, señor Craddock, que el día de la fiesta, Lola Brewster no tuvo oportunidad de envenenar la bebida de mi esposa. Estuve casi todo el tiempo a su lado. La idea de que Lola viniera inopinadamente a Inglaterra, después de un largo período de amistad, y se presentara en nuestra casa con ánimo de envenenar a mi esposa, es completamente absurda.
—Aprecio su punto de vista —masculló Craddock.
—Y no es eso sólo. Además, hay un hecho positivo. Lola no anduvo cerca del vaso de Marina en ningún momento.
—¿Y su otro visitante, Ardwyck Fenn?
Esa vez Dermot creyó advertir una leve vacilación por parte de su interlocutor. Finalmente, éste respondió:
—Es un viejo amigo nuestro. No le habíamos visto en muchos años, aunque de vez en cuando mantenemos correspondencia. Es una gran figura de la televisión americana.
—¿Era también un viejo amigo suyo? —preguntó Dermot Craddock a Marina.
—Sí, desde luego —farfulló ésta, algo agitada—. Siempre... siempre ha sido un buen amigo mío, pero hemos tenido muy pocas ocasiones de vernos en los últimos años.
Luego, casi atropelladamente, prosiguió:
—Si se figura usted que al ver a Ardwyck me asusté, se equivoca de medio a medio. ¿Por qué había de asustarme de él? ¿Qué motivos podía tener para temerle? Éramos grandes amigos. En realidad, tuve una agradabilísima sorpresa al verle aparecer. Sí, una gratísima sorpresa —corroboró levantando la cabeza y mirándole con expresión vehemente y retadora.
—Gracias, miss Gregg —profirió Craddock quedamente—. Si en cualquier momento se siente usted inclinada a sincerarse más conmigo, le aconsejo encarecidamente lo haga.
La señora Bantry estaba arrodillada. El día se prestaba como pocos para cavar, gracias a que la tierra hallábase seca y en excelente estado. Pero no bastaba con cavar. Había muchos cardos y amargones que era preciso eliminar. Y la señora Bantry entregóse con denuedo a este menester.
Por fin, se puso en pie, sin aliento pero triunfante, y, por encima del seto, miró hacia la calle. Le aguardaba una pequeña sorpresa: la secretaria de cabello oscuro, cuyo nombre no recordaba en aquel momento, salía a la sazón de la cabina telefónica pública situada junto a la parada del autobús de la otra acera.
¿Cómo se llamaba aquella mujer? ¿Su nombre empezaba con B o con R? No, empezaba con Z. Sí. Zielinsky, era el apellido. La señora Bantry lo recordó en el preciso momento en que Ella atravesó la calle y entró en la calzada para coches inmediata a East Lodge.
—Buenos días miss Zielinsky —saludó la anciana con voz cordial.
Ella Zielinsky tuvo un sobresalto. De hecho, más que un sobresalto semejó un respingo, el respingo de un caballo asustado. Aquella reacción sorprendió a la señora Bantry.
—Buenos días —respondió Ella.
Y apresuróse a añadir:
—He venido a telefonear. Parece que en nuestra línea hay avería, La sorpresa de la anciana fue en aumento. ¿Qué necesidad tenía Ella Zielinsky de dar explicaciones?
—¡Qué contratiempo! —comentó la señora Bantry, cortésmente—. Excuso decir que pueden ustedes venir a telefonear a mi casa a cualquiera hora que gusten.
—¡Oh... muchísimas gracias...!
Ella se interrumpió, acometida por un acceso de estornudos.
—Tiene usted un romadizo —diagnosticó la señora Bantry al punto—. Pruebe a tomar un poco de bicarbonato de sosa con agua.
—¡Bah! No es nada. Tengo un preparado muy bueno que se aplica con pulverizador. De todos modos, gracias.
Y, estornudando de nuevo, alejóse a buen paso por la calzada.
La señora Bantry la siguió con la mirada. Luego, sus ojos paráronse de nuevo en su jardín. La anciana lo contempló con aire contrariado. No se veía ninguna hierba por ninguna parte.
—Se acabó esta ocupación —murmuró la señora Bantry para sí—. No cabe duda que soy una vieja entrometida, pero me gustaría saber si...
Y tras unos instantes de vacilación la señora Bantry sucumbió a la tentación. ¡Estaba dispuesta a actuar como una vieja entrometida, aunque se hundiera el universo! Entró, pues, en la casa, tomó el receptor telefónico y marcó un número. Una dinámica voz trasatlántica respondió a la llamada, diciendo:
—Aquí Gossington Hall.
—Soy la señora Bantry, de East Lodge.
—¡Ah! ¡Buenos días, señora Bantry! Al habla Hailey Preston. Nos conocimos el día de la fiesta. ¿En qué puedo servirla?
—He pensado que acaso pueda hacerles a ustedes un favor. Si tienen el teléfono estropeado.
La sorprendida voz del joven la interrumpió.
—¿Nuestro teléfono estropeado? No, está perfectamente. ¿Quién ha dicho que no funciona?
—Debo haber cometido un error —disculpóse la anciana—. A veces entiendo las cosas mal —explicó sin inmutarse.
Y tras colgar el receptor y aguardar unos instantes, marcó otro número.
—¿Jane? Aquí Dolly.
—Hola, Dolly. ¿Qué ocurre?
—Una cosa algo rara. La secretaria de los cineastas ha telefoneado desde el teléfono público de la calle. Se ha tomado la molestia de explicarme, sin necesidad, que telefoneaba desde allí porque la línea de Gossington Hall estaba averiada. Pero yo he llamado allí, y resulta que no lo esta...
La anciana hizo una pausa en espera del comentario de su sagaz amiga.
—Realmente, es muy interesante —murmuró miss Marple, pensativa.
—¿Por qué cree usted que lo ha hecho?
—Salta a la vista... Porque no quería que la oyesen... —Exactamente.
—Y es posible que tuviese una serie de motivos para ello.
—Sí.
—Muy interesante —repitió miss Marple.
Donald McNeil era de los que no tenían inconveniente en ser interrogados. El simpático joven pelirrojo saludó a Dermot Craddock con complacencia y curiosidad.
—¿Cómo le va? —inquirió, jovialmente—. ¿Tiene usted alguna pequeña información especial para mí?
—Todavía no. Más adelante, quizá.
—¡Siempre con evasivas! Son ustedes todos iguales. Afables pero cerrados como ostras. ¿Aún no considera usted llegado el momento de invitar a alguien a «ayudarle en sus investigaciones»?
—He venido a verle a usted —sonrió Dermot.
—Su observación encierra un avieso doble sentido. ¿Sospecha usted realmente que yo asesiné a Heather Badcock? ¿Se figura que la maté en lugar de Marina Gregg o que en efecto me proponía matarla a ella?
—Conste que yo no he sugerido nada —dijo Craddock. —No, no, usted sería incapaz de semejante cosa. Ante todo, la corrección. De acuerdo. Vayamos al grano. Yo estaba allí. Tuve ocasión de hacerlo, pero, ¿tenía algún móvil? ¡Ah! ¡Eso es lo que desearía usted saber! ¿Qué móvil me impulsaba?
—Hasta ahora no me ha sido posible descubrir ninguno —repuso Craddock.
—Eso es muy consolador. Me siento más seguro. —Sólo me interesa saber lo que vio usted aquel día. —Eso ya lo sabe usted. La policía local tomó nota de todo ello. Es humillante. Estuve en el escenario de un crimen. Prácticamente lo vi cometer y, con todo, no tengo idea de quién lo perpetró. Me avergüenza confesar que el primer indicio que tuve de él fue la vista de la pobre mujer sentada en una silla dando las boqueadas. Reconozco que el hecho constituyó un magnífico relato de testigo ocular y me brindó las primicias de una noticia sensacional, etcétera. Pero le confieso que me humilla la circunstancia de no saber más. Debiera saber más. Eso sí. Estoy convencido de que la dosis no iba destinada a Heather Badcock. Ésta era una buena mujer muy charlatana, pero nadie es asesinado por eso a menos que revele secretos. Y no creo que nadie confiase secretos a Heather Badcock. No era mujer capaz de interesarse en los secretos de los demás. A mi modo de ver, era una persona que invariablemente hablaba de sí misma.