El Espejo Se Rajó De Parte A Parte (4 page)

BOOK: El Espejo Se Rajó De Parte A Parte
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—Desde luego, no está hecho para mí —declaró la señora Bantry—. Después de enamorarse de un hombre, casarse con él, amoldarse a sus gustos y formar un hogar confortable, me parece una locura echarlo todo a rodar y empezar otra vez.

—Yo, naturalmente, como soltera, no puedo atreverme a opinar —aventuró miss Marple, con un pequeño carraspeo remilgado—. Pero lo considero lamentable.

—Tengo la impresión de que, en realidad, no pueden evitarlo —disculpó la señora Bantry, vagamente—. ¡Tienen que vivir tan de cara al público! La conocí —añadió—, me refiero a Marina Gregg, naturalmente, durante mi estancia en California.

—¿Qué tal era? —inquirió miss Marple con bien marcado interés.

—Encantadora —afirmó la señora Bantry—. Muy natural y equilibrada.

Luego, tras una pausa, la mujer agregó con expresión pensativa:

—Es una especie de máscara.

—¿El qué?

—Eso de aparecer equilibrada y natural. Hay que aprender a serlo y después ponerlo en práctica a todas horas. Imagine usted por un momento el infierno qué debe ser no poder mandar nunca a paseo a nadie y exclamar: «¡Por amor de Dios, déjeme en paz!» Casi me atrevería a decir que esa gente tiene que organizar francachelas y orgías en defensa propia.

—Ha tenido cinco maridos, ¿no es eso? —interrogó miss Marple.

—Por lo menos. El primero no cuenta para nada. Siguió un príncipe o conde extranjero, y luego otro artista de cine, Robert Truscott, si no recuerdo mal. Este tercer matrimonio parecía cimentado en un gran amor, pero sólo duró cuatro años. Después se casó con Isidore Wright, el dramaturgo. Ese fue un matrimonio bastante serio y sosegado, y Marina tuvo un hijo, cosa que, al parecer, siempre había deseado, hasta el punto de intentar la adopción de varios niños sin hogar. Por eso lo superaba todo. Era algo consistente, la Maternidad con mayúscula. Lo malo es que luego, según tengo entendido, la criatura resultó tonta o rara, y, después de esto, Marina pasó una gran depresión nerviosa y empezó a darse a las drogas y a rechazar primeros papeles.

—Parece que sabe usted muchas cosas de ella —comentó miss Marple.

—Es natural —repuso la señora Bantry—. Cuando compró Gossington me interesé por ella. Se casó con su actual marido hace unos dos años y, según dicen, ahora vuelve a estar muy centrada. Él es productor o director. No estoy segura. Siempre me confundo. Estaba enamorado de ella cuando ambos eran muy jóvenes, pero entonces él era un don nadie. En cambio, ahora creo que es muy famoso. Se llama Jason... Jason no sé cuántos... Jason Hudd, mejor dicho, Rudd. Sí, eso es. Han adquirido Gossington porque cae cerca de... —la señora Bantry titubeó— ¿de Elstree? —aventuró.

—No creo —replicó miss Marple meneando la cabeza—. Elstree está en el norte de Londres.

—Se trata de los nuevos estudios. Ya recuerdo: Hellingforth. Siempre me ha parecido un nombre finlandés, ¿verdad? Está a unas seis millas de la Ronda del Mercado. Creo que Marina va a hacer una magnífica película sobre Isabel de Austria.

—¡Pero qué enterada está usted de la vida privada de las estrellas! —exclamó miss Marple—. ¿Dónde se documentó, en California?

—Pues no —respondió la señora Bantry—. En realidad me informo a través de las chocantes revistas que leo en la peluquería. A la mayoría de las estrellas no las conozco, ni siquiera de nombre; pero, como he dicho antes, me interesaba saber detalles de Marina Gregg y su marido por su adquisición de Gossington. Hay que ver qué cosas dicen esas revistas. Me figuro que la mitad o las tres cuartas partes de lo que cuentan es mentira. No creo que Marina Gregg sea ninfomaníaca. Probablemente ni siquiera toma drogas y lo más seguro es que se marchara una temporada a descansar y no sufriera ninguna depresión. De lo que no cabe duda es de que va a venir a vivir aquí. —La semana próxima, según tengo entendido —precisó miss Marple.

—¿Tan pronto? Me consta que ha cedido Gossington para una gran fiesta que debe celebrarse el día veintitrés a beneficio del Cuerpo de Ambulancias de San Juan. Supongo que han hecho muchas reformas en la casa.

—Prácticamente la han dejado desconocida —declaró miss Marple—. De hecho, hubiera sido mucho más sencillo, y a buen seguro, más barato, derribarla y construir otra nueva.

—Me figuro que han puesto cuartos de baño.

—Según mis informes, seis. Y un patio de palmeras, una piscina y ventanas artísticas figurando cuadros. Además, han transformado el despacho y la biblioteca de su difunto esposo en una sola habitación para destinarla a sala de música.

—Arturo se revolverá en su tumba. Ya sabe usted que detestaba la música. El pobre era insensible a los sonidos musicales. ¡Había que ver su cara cuando algún buen amigo nuestro nos llevaba a la ópera! Probablemente su espíritu volverá a importunarles.

Y, tras una pausa, la mujer agregó bruscamente:

—¿Ha insinuado alguien la posibilidad de que en Gossington haya fantasmas?

—No los hay —aseguró miss Marple, meneando la cabeza con convicción.

—Eso no impide que la gente diga lo contrario —observó la señora Bantry.

—Nadie ha insinuado nunca semejante cosa... En realidad, la gente no es tonta, y menos en los pueblos.

La señora Bantry echóle una rápida ojeada.

—Siempre ha sido usted de esta opinión, Jane, y, sin duda, tiene razón.

De pronto añadió con una sonrisa:

—Marina Gregg me preguntó, muy amable y delicadamente, si no me resultaría penoso ver mi antigua casa ocupada por extraños. Le aseguré que no me molestaría en absoluto. Tengo la impresión de que no se lo creyó del todo. Pero, al fin y al cabo, como usted sabe, Jane, Gossington no era nuestro hogar. No fuimos educados allí en nuestra infancia. Y, en realidad, eso es lo que cuenta. Era simplemente una finca con un poco de caza y pesca que compramos cuando Arturo se retiró, por considerarla una casa bonita y fácil de administrar. ¿Cómo es posible que pensáramos semejante cosa? ¡Con todas aquellas escaleras y pasillos! ¡Sólo necesitábamos cuatro criados! ¡Sólo cuatro! ¡Qué tiempos aquellos! ¡Ja, ja, ja!

Súbitamente agregó:

—¿Cómo fue lo de su caída? Esa miss Knight no debiera haberla dejado ir sola.

—No fue culpa de la pobre miss Knight. Le di una lista de recados y entonces yo...

—¿Se escapó deliberadamente? Ya comprendo. En fin, Jane, le aconsejo que no vuelva a hacerlo. Es peligroso a su edad.

—¿Cómo se ha enterado usted?

La señora Bantry esbozó una sonrisa.

—Es imposible guardar secretos en Saint Mary Mead. Usted misma me lo ha dicho muchas veces. Lo supe a través de la señora Meavy.

—¿La señora Meavy? —repitió miss Marple, turbada.

—Viene diariamente. Vive en el Ensanche.

—¡Ah, en el Ensanche!

Sobrevino la pausa habitual.

—¿Qué hacía usted en el Ensanche? —inquirió la señora Bantry curiosamente.

—Sólo intentaba verlo, observar cómo era la gente.

—¿Y qué impresión sacó de ésta?

—Me pareció igual que todo el mundo. No sé exactamente si el descubrimiento me desilusionó o si, por el contrario me tranquilizó.

—Más bien me inclino por lo primero.

—No. Creo que de hecho, me tranquilizó. Ello permite... bien, permite reconocer ciertos tipos, de forma que, cuando ocurre algo, se comprende perfectamente el porqué.

—¿Se refiere usted a... asesinato?

Miss Marple mostróse sorprendida.

—No sé por qué motivo da usted por sentado que estoy pensando en crímenes todo el día.

—Tonterías, Jane. ¿Por qué no se descara de una vez y confiesa que es una criminalista?

—Porque no es verdad —replicó miss Marple, con vehemencia—. Lo único que sucede es que conozco un poco la naturaleza humana, cosa perfectamente natural después de haber vivido toda la vida en un pueblecito.

—Probablemente tiene usted un poco de razón en esto —murmuró la señora Bantry, pensativa—, aunque apuesto a que la mayoría de la gente no estaría de acuerdo con usted. Su sobrino Raymond solía decir que este lugar era un remanso de paz.

—¡Pobrecillo Raymond! —exclamó miss Marple, indulgentemente—. ¡Ha sido siempre tan cariñoso! Sepa usted que paga los servicios de miss Knight.

El recuerdo de miss Knight cambió el curso de sus pensamientos. Así, pues, levantándose, suspiró.

—En fin, será mejor que regrese.

—Supongo que no ha venido usted andando.

—De ningún modo. He venido en Inch.

Esta enigmática declaración fue acogida con absoluta naturalidad. En tiempos muy lejanos, el señor Inch había sido el propietario de dos berlinas que aguardaban a los trenes en la estación local y solían también ser alquiladas por las damas del pueblo para ir «de visita» a tés, o a acompañar a sus hijas de vez en cuando a disfrutar de diversiones tan frívolas como el baile. Con el tiempo, Inch, un hombre jovial y coloradote de setenta años y pico, cedió el puesto a su hijo, conocido por el nombre de «el joven Inch» (pese a que, a la sazón, contaba ya cuarenta y cinco primaveras), si bien el viejo Inch continuó llevando a las damas ancianas que consideraban a su hijo demasiado joven e irresponsable. A fin de amoldarse a los tiempos modernos, el joven Inch sustituyó los coches de caballos por automóviles, pero como no era muy ducho en mecánica, con el tiempo traspasó el negocio a un tal señor Bardwell. No obstante, el apellido Inch subsistió. Más adelante, el señor Bardwell vendió el negocio al señor Roberts, pero en la guía telefónica el nombre oficial de la casa seguía siendo «Servicio de Taxis Inch», y las damas más ancianas de la comunidad continuaban empleando la expresión «ir en Inch», aplicada a sus viajes en coches de alquiler, como si fueran una especie de Jonás y los Inch otras tantas ballenas.

2

—Ha venido el doctor Haydock —declaró miss Knight en tono reprobatorio—. Le he dicho que había usted ido a tomar el té con la señora Bantry. Ha prometido que volverá mañana.

Y ayudando a miss Marple a despojarse de sus prendas de abrigo, espetó con aire acusador:

—Supongo que estamos cansadas.

—Tal vez usted sí —repuso miss Marple—. Yo, no.

—Venga usted a ponerse cómoda al lado del fuego —instó miss Knight, sin prestar atención a la indirecta, como de costumbre. («No hay que hacer mucho caso de lo que dicen los viejos —solía decir—. Yo me limito a seguirles la corriente»)—. Y ahora, vamos a ver, ¿le apetece una taza de «Ovaltina» o prefiere «Horlicks» para variar?

Tras darle las gracias, miss Marple expresó el deseo de tomar una copita de jerez seco. Miss Knight pareció desaprobar la elección.

—No sé qué diría el doctor si lo supiera —masculló al regresar con la copa.

—En este caso tendremos que preguntárselo mañana por la mañana —decidió miss Marple.

Al día siguiente, miss Knight recibió al doctor Haydock en el vestíbulo con agitado cuchicheo.

El anciano doctor entró en la habitación frotándose las manos, pues hacía mucho frío aquella mañana.

—Ha venido a vernos el doctor —anunció miss Knight jovialmente—. ¿Me da usted sus guantes, doctor?

—No hace falta, ahí no estorbarán —repuso Haydock, arrojándolos descuidadamente sobre una mesa—. ¡Qué mañana más desapacible!

—¿Tomaría usted una copita de jerez? —sugirió miss Marple.

—Tengo entendido que se está usted dando a la bebida. Sea como fuere, no debiera beber nunca sola.

La botella y las copas hallábanse ya en una mesita junto a miss Marple. Miss Knight se retiró de la estancia.

El doctor Haydock era un viejo amigo. Prácticamente jubilado de su profesión, atendía aún a algunos de sus antiguos pacientes.

—Me han dicho que se había caído usted —dijo tras apurar su copa—. Le advierto que eso es muy malo a su edad. También me han informado de que no quería usted avisar a Sandford.

Sandford era el colega de Haydock.

—A pesar de todo, esa enfermera suya, miss Knight, le llamó... e hizo muy bien.

—Sólo estaba un poco magullada y ligeramente trastornada. Así dijo el doctor Sandford. Podía haber aguardado perfectamente a que usted regresara.

—Atienda usted, querida. Yo no puedo seguir ejerciendo eternamente. Además, permítame que le diga que Sandford está mejor dotado que yo. Es un médico de primera categoría.

—Los médicos jóvenes son todos iguales —masculló miss Marple—. Le toman a uno la presión y, tenga lo que tenga, le recetan la última variedad de píldoras lanzadas al mercado, rosas, amarillas, castañas. Hoy día la medicina es una especie de supermercado. Todo va empaquetado.

—Merecería usted que le recetasen sanguijuelas y un purgante, y que le frotasen el pecho con aceite alcanforado.

—Eso es lo que hago cuando tengo tos —declaró miss Marple con vehemencia—. ¡No es poco aliviador!

—Lo que ocurre es que no nos gusta envejecer —murmuró Haydock—. Personalmente, lo detesto.

—Usted es un jovencito comparado conmigo —soltó miss Marple—. Además, en realidad, no me importa el hecho de envejecer. Lo que me molesta son las pequeñas indignidades que lleva consigo la vejez.

—Creo que sé a qué se refiere.

—¡No poder estar nunca solos! ¡No poder salir siquiera unos instantes por cuenta propia! Tengo incluso dificultad con mis labores de punto. ¡Con lo que me ha distraído siempre hacer calceta! Y conste que la hago de maravilla. Lo malo es que ahora se me escapan puntos constantemente y, muchas veces, ni siquiera me doy cuenta de ello.

Haydock la observó, pensativo.

Por último dijo con ojos centelleantes:

—Siempre cabe hacer lo contrario.

—¿Qué quiere decir con esto?

—Si no puede usted tejer, ¿por qué no se dedica a destejer para variar? Tome ejemplo de Penélope.

—Yo no estoy en su situación.

—Pero destejer y desenredar es una tarea muy adecuada para usted, ¿no?

Y poniéndose en pie, el doctor Haydock agregó:

—Tengo que marcharme. De recetarle algo, le recetaría un interesante caso de asesinato.

—¡Eso es una ofensa!

—¿No tengo razón? Siempre cabe guiarse por la experiencia que se tiene de las personas. Todo eso me recuerda al bueno del viejo Holmes. Me figuro que hoy día ha pasado ya a ser una pieza de museo. Pero nunca será olvidado.

Tras la marcha del doctor, miss Knight entró en la sala bulliciosamente.

—¡Caramba! —exclamó—. ¡Tenemos un aspecto mucho más animado! ¿Le ha recomendado algún tónico el doctor?

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