El Espejo Se Rajó De Parte A Parte (8 page)

BOOK: El Espejo Se Rajó De Parte A Parte
5.53Mb size Format: txt, pdf, ePub

—No, nada de eso —repuso Cherry—. Era una persona muy amable, dispuesta en todo momento a ayudar a los demás. Pero estaba convencida de que sabía siempre lo que convenía hacer, sin contar para nada con la opinión ajena. Yo tenía una tía así. Recuerdo que le gustaba con delirio la torta de semillas aromáticas, tanto, que solía hacerlas para llevárselas a sus amistades, sin tomarse nunca la molestia de averiguar si les gustaban o no. Como usted sabe, hay personas que no pueden soportar el sabor de la alcaravea. Pues bien, Heather Badcock era un tipo así.

—Sí —convino miss Marple, pensativa—; probablemente, sí. Yo también conocí a una persona de esa laya. Esa clase de gente —añadió— vive en peligro... sin saberlo.

Cherry la miró, asombrada.

—¡Qué observación más rara! —exclamó, al fin—. No comprendo exactamente lo que quiere usted decir.

En aquel momento, entró miss Knight, anunciando:

—Al parecer, la señora Bantry ha salido sin decir a dónde iba.

—Ya me figuro a dónde ha ido —dijo miss Marple—. Viene para acá; voy a levantarme.

2

Apenas miss Marple se hubo acomodado en su silla favorita junto a la ventana, llegó la señora Bantry, un poco jadeante.

—Tengo mucho que contarle, Jane —farfulló.

—¿Sobre la fiesta? —preguntó miss Knight—. ¿Asistió usted a ella, verdad? Yo estuve un momento allí a primera hora de la tarde. La tienda donde servían el té estaba abarrotada. Había un gentío imponente. Lo cierto es que me llevé una desilusión, pues no conseguí ver a Marina Gregg.

Luego, sacudiendo un poco de polvo acumulado en una mesa, agregó, animadamente:

—Y, ahora, estoy segura de que ustedes dos desean charlar un poco a sus anchas, ¿me equivoco?

Dicho esto, salió de la habitación.

—Por lo visto, no sabe nada de lo ocurrido —coligió la señora Bantry.

Después, escrutando a su amiga con penetrante mirada, añadió:

—En cambio, creo que usted sí está enterada, Jane.

—¿Se refiere usted a la muerte de ayer?

—Usted siempre lo sabe todo —suspiró la señora Bantry—. No sé cómo se las arregla.

—Pues lo mismo que todo el mundo, querida —masculló miss Marple—. Me entero sin querer. Mi asistenta, Cherry Baker, me trajo la noticia. Supongo que dentro de un rato el carnicero se lo contará a Knight.

—¿Y qué opina usted? —inquirió la señora Bantry.

—¿Qué opino yo de qué? —preguntó miss Marple.

—Vamos, Jane, no se haga la tonta. Sabe usted perfectamente a qué me refiero. Se trata de esa mujer... no recuerdo su nombre...

—Heather Badcock —aclaró miss Marple.

—Llegó a la fiesta llena de vida y animación. Yo estaba allí a su llegada. Y un cuarto de hora más tarde, se sienta en una silla, dice que no se encuentra bien, da unas boqueadas y se muere. ¿Qué opina usted de eso?

—No se puede juzgar al buen tuntún —replicó miss Marple—. Ante todo, se requiere la opinión de un médico.

—Va a haber una investigación y una autopsia —declaró la señora Bantry, con un ademán de asentimiento—. Eso indica lo que opinan las autoridades sobre el caso, ¿no?

—No, no indica nada —replicó miss Marple—. Cualquiera puede sentirse mal y morir repentinamente. Y, en tal caso, hay obligación de hacer la autopsia para averiguar la causa de la muerte.

—Hay más que eso —inspiró la señora Bantry.

—¿Cómo lo sabe usted? —preguntó miss Marple.

—El doctor Sandford telefoneó a la policía de regreso a su casa.

—¿Quién se lo ha dicho? —inquirió miss Marple, con gran interés.

—El viejo Briggs —respondió la señora Bantry—. Mejor dicho, no fue él directamente. Como usted sabe, va a cuidar el jardín del doctor Sandford a última hora de la tarde, y mientras recortaba unos arbustos cerca del despacho, oyó telefonear al doctor al cuartelillo de policía de Much Benham. Briggs se lo dijo a su hija, ésta se lo contó a la mujer del cartero y ésta me lo ha dicho a mí —concluyó la señora Bantry.

—Según veo —contestó miss Marple, con una sonrisa— Saint Mary Mead no ha cambiado mucho desde antaño. Sigue siendo lo que era.

—En el fondo, nunca cambiará —convino la señora Bantry—. Bien, miss Marple, dígame, ¿qué opina usted ahora?

—Naturalmente, uno piensa en el marido —murmuró miss Marple, pensativa—. ¿Estaba él también en la fiesta? —Sí. Ahora bien. ¿No cree usted en la posibilidad de un suicidio?

—No —repuso miss Marple, en tono terminante—. Heather Badcock no era mujer de suicidarse. —¿Cómo la conoció usted, Jane?

—Un día fui a dar un paseo por el Ensanche y me caí cerca de su casa. Estuvo amabilísima conmigo. Era la personificación de la amabilidad.

—¿Vio usted al marido? ¿Tenía aspecto de ser capaz de envenenarla?

Y al ver que miss Marple esbozaba un ademán de protesta, apresuróse a añadir:

—Ya sabe usted a qué me refiero. ¿Le recordó a usted al mayor Smith o a Bartie Jones o algún antiguo conocido suyo que envenenase o intentase envenenar a su mujer?

—No, no me recordó a nadie. En cambió ella sí. —¿Quién... la señora Badcock?

—Sí... Me recordó a cierta persona llamada Alison Wilde.

—¿Y cómo era Alison Wilde?

—No tenía idea de lo que era el mundo —murmuró miss Marple, pausadamente—. No conocía en absoluto a la gente. Nunca reflexionó sobre ella. Y, naturalmente, no podía protegerse contra posibles percances.

—Si quiere que le sea franca, no entiendo una sola palabra de lo que está usted diciendo —contestó la señora Bantry.

—Es muy difícil de explicar con exactitud —profirió miss Marple, con aire de disculpa—. En realidad, la cosa proviene de un excesivo egocentrismo, y conste que con esto no quiero significar egoísmo. Una persona puede ser amable, desinteresada e incluso precavida. Pero si es como Alison Wilde, nunca sabe a ciencia cierta lo que hace. Y, en consecuencia, nunca sabe lo que puede sucederle.

—¿Puede usted aclararlo un poco más? —instó la señora Bantry.

—Bien, tal vez lo entendería mejor con un ejemplo. Lo que voy a contarle no es real, sino invención mía.

—Soy toda oídos —murmuró la señora Bantry.

—Bien, suponga usted que un día entra en una tienda, pongamos por caso, y sabe que la propietaria tiene un hijo con propensión a la delincuencia juvenil. Imagine que éste se halla allí escuchando mientras usted cuenta a su madre que tiene algún dinero en su casa, o quien dice dinero, dice cubiertos de plata o una joya. La cosa la excita o satisface tanto, que experimenta usted la necesidad de comentarla. Y, por añadidura, a lo mejor también menciona el detalle de que piensa usted salir cierta noche, y agrega que nunca cierra la puerta con llave. Le interesa a usted tanto lo que está diciendo, lo que está contando a la mujer, porque lo tiene metido en la cabeza. Y luego sucede que aquella noche en cuestión vuelve usted a su casa porque ha olvidado algo, sorprende al granujilla robando y éste se vuelve contra usted y la golpea.

—Esto puede suceder a casi todo el mundo hoy día —comentó la señora Bantry.

—A todo el mundo, no —replicó miss Marple—. La mayoría de la gente tiene el sentido de la protección. Comprende cuándo es imprudente decir o hacer algo en presencia de cierta persona o personas, debido al carácter de esas personas. Pero, como he dicho, Alison Wilde nunca pensó en nadie más que en sí misma... Era de esa clase de personas que le cuentan a una lo que han hecho, lo que han visto, lo que han experimentado y lo que han oído, sin aludir jamás a lo que dicen o hacen otras personas. Paro ellas la vida es una senda única, con una sola dirección: su avance por ella. Los demás les parecen... un cero a la izquierda.

Y tras una pausa, agregó:

—Creo que Heather Badcock pertenecía a esa clase de personas.

—¿Supone usted que podría haberse metido en algún lío sin darse cuenta? — interrogó la señora Bantry.

—Y sin percatarse del peligro que corría —corroboró miss Marple—. Es la única posible causa de su asesinato que se me ocurre. Es decir, sí, como suponemos, se trata efectivamente de un crimen.

—¿No cree usted que, a lo mejor, se dedicaba a hacer a alguien objeto de un chantaje? —sugirió la señora Bantry, intrigada.

—¡No, de ningún modo! —aseguróle miss Marple—. Era una buena mujer, incapaz de una cosa así. Lo cierto —añadió, algo contrariada—, es que todo se me antoja muy inverosímil. Supongo que no se trata de...

—Siga usted —apremió la señora Bantry.

—Me preguntaba si no podría haber sido uno de esos crímenes que se cometen por error —musitó miss Marple, pensativa.

En aquel momento, abrióse la puerta y el doctor Haydock entró presurosamente en la estancia, seguido de miss Knight.

—¡Vaya! —exclamó el doctor, mirando a las dos ancianas—. ¿Ya están ustedes comentando el caso? He venido a ver cómo seguía su salud —agregó, dirigiéndose a miss Marple—. Pero no necesito preguntarlo. Salta a la vista que ha adoptado usted el tratamiento que le sugerí el otro día. Ya me doy cuenta.

—¿Qué tratamiento, doctor?

El doctor Haydock señaló la labor de punto depositada en la mesa junto a miss Marple.

—Destejer —profirió—. Acierto, ¿verdad?

Miss Marple guiñó levemente un ojo, a la discreta manera de una anciana.

—Está usted muy de broma doctor Haydock —exclamó.

—No puede usted engañarme, mi querida paciente. La conozco hace muchos años. Sobreviene una muerte repentina en Gossington Hall y, al punto, se desatan todas las lenguas de Saint Mary Mead, ¿no es eso? Se sugiere la posibilidad de un crimen mucho antes de que nadie sepa el resultado de la encuesta judicial. —¿Cuándo se efectuará esa indagación? —preguntó miss Marple.

—Pasado mañana —respondió el doctor Haydock—, aunque supongo que para entonces ustedes habrán revisado ya toda la historia y llegado a una conclusión. En fin — agregó—, no debo perder el tiempo. Es inútil entretenerse con una paciente que no necesita mis servicios. Tiene usted las mejillas sonrosadas, los ojos brillantes y la expresión animada. Empieza a encontrarse en su elemento. No hay nada como tener un interés en la vida. Me marcho.

Y, dicho esto, salió de la estancia.

—Preferiría que me atendiera él que Sandford en caso de apuro —murmuró la señora Bantry.

—Y yo también —convino miss Marple—. Además, es un buen amigo —añadió, pensativa—. Tengo la impresión de que ha venido a darme la señal de que puedo empezar a actuar.

—Según eso, se trata de un crimen —coligió la señora Bantry, cambiando una mirada con su interlocutora—. Al menos, eso creen los médicos.

Miss Knight trajo unas tazas de café. Por una vez en la vida, ambas damas sentíase demasiado impacientes para acoger con agrado aquella interrupción.

Apenas miss Knight se hubo retirado, miss Marple profirió:

—Vamos a ver, Dolly, usted estaba en la fiesta, ¿no?

—Prácticamente fui testigo del hecho —declaró la señora Bantry, con modesto orgullo.

—Magnífico —celebró miss Marple—. Eso significa que podrá usted contarme exactamente lo que sucedió desde el momento de la llegada de Heather Badcock.

—Yo había sido invitada a entrar en la casa por orden de la superioridad —bromeó la señora Bantry.

—¿Quién la invitó a entrar?

—Un joven muy esbelto. Creo que es el secretario de Marina Gregg o algo por el estilo. Me condujo arriba. Los anfitriones estaban celebrando una especie de reunión en la escalera.

—¿En el rellano? —inquirió miss Marple, sorprendida.

—Verá usted, lo han transformado todo. Han derribado el dormitorio y la trasalcoba y ahora hay una especie de sala muy atractiva y espaciosa en su lugar.

—Comprendo. ¿Y quién estaba allí?

—Marina Gregg, muy atractiva y encantadora, con un precioso vestido gris verdoso. Y también el marido, naturalmente, y aquella mujer, Ella Zielinsky, de quien le hablé, la secretaria de la pareja. Había, asimismo, unas ocho o diez personas, unas conocidas y otras no. Estas últimas creo que eran la gente de cine. Vi al vicario y a la esposa del doctor Sandford. Éste no acudió hasta más tarde. Vi también al coronel, a la señora Clitering y al alguacil mayor. Además, creo que había algún representante de la prensa. Y una joven con una voluminosa cámara tomando fotografías.

—Prosiga usted —rogó miss Marple, con un ademán de asentimiento.

—Heather Badcock y su marido llegaron inmediatamente después de mí. Marina Gregg me acogió con frases muy amables, e hizo lo propio con... ¡ah, sí! con el vicario. Después, se presentaron Heather Badcock y su marido. Ella era la secretaria de las Ambulancias de San Juan. Alguien comentó este hecho y ensalzó su valía y su abnegada labor. Marina Gregg le dedicó unas palabras de elogio. Entonces la señora Badcock, que, por cierto, se me antojó una persona muy fastidiosa, empezó un largo discurso sobre su encuentro con Marina Gregg en algún sitio hace varios años. A decir verdad, no dio muestras de excesiva diplomacia, pues recalcó que había pasado mucho tiempo y hasta fijó la fecha en cuestión. Estoy segura de que a las actrices y estrellas de cine, y a la gente en general, no les gusta que les recuerden la edad que tienen. Aunque, sin duda, Heather Badcock lo hizo sin pensar.

—Seguramente —convino miss Marple—. No era mujer capaz de tener en cuenta esos detalles. ¿Qué más sucedió?

—Bien, la cosa no tuvo mayor importancia, salvo por el hecho de que Marina Gregg no acusó su reacción habitual.

—¿Insinúa usted que se incomodó?

—No, no, nada de eso. En realidad, no estoy segura de que oyese una palabra de la perorata. Miraba fijamente ante sí, por encima del hombro de la señora Badcock, y cuando ésta terminó su estúpida historia de cómo se había levantado de la cama, a pesar de estar enferma, para ver a Marina y pedirle un autógrafo, sobrevino un extraño silencio. Entonces, vi su rostro.

—¿Qué rostro? ¿El de la señora Badcock?

—No, el de Marina Gregg. Era como si no hubiese oído nada de lo que había dicho la señora Badcock. Miraba fijamente la pared de enfrente, con una expresión... no sé cómo explicárselo...

—Inténtelo, Dolly —instó miss Marple—. Creo que, a lo mejor ese detalle pudiera resultar importante.

—Tenía una expresión petrificada —prosiguió la señora Bantry, bregando por dar con la frase adecuada—, como si hubiese visto algo que... ¡Cielos, qué difícil es describir las cosas! ¿Recuerda usted La Dama de Shalott? El espejo se rajó de parte a parte: «La condenación ha caído sobre mí», exclamó la Dama de Shalott. Pues bien, eso me pareció. Hoy día la gente se ríe de Tennyson, pero la Dama de Shalott siempre me impresionó en mi juventud y sigue impresionándome.

Other books

The Invasion of Canada by Pierre Berton
The Witch of Watergate by Warren Adler
The Wave by Todd Strasser
Bob Skiinner 21 Grievous Angel by Jardine, Quintin