Read El Espejo Se Rajó De Parte A Parte Online
Authors: Agatha Christie
—Sí, sobre todo tratándose de un vestido nuevo.
—Me pregunto qué hará Arthur Badcock con los vestidos de Heather —murmuró Gladys—. Aquél quedaría muy bien una vez limpio. De lo contrario, como tenía mucho vuelo, podría estrechar la falda y quitarle la parte manchada. ¿Tú crees que Arthur Badcock se molestaría mucho si le pidiese que me lo vendiera? Apenas tendría que tocarlo... y el género es precioso.
—¿No te... daría reparo? —preguntó Cherry, con un titubeo.
—¿Qué?
—Tener un vestido que llevaba una mujer al morir en esas circunstancias.
Gladys se la quedó mirando, asombrada.
—No había pensado en eso —confesó.
Y tras reflexionar unos instantes, exclamó con renovada animación:
—No creo que importe. Al fin y al cabo, toda la ropa que se compra de segunda mano suele pertenecer a personas difuntas, ¿no es eso?
—Sí, pero no es lo mismo.
—Eres demasiado quisquillosa —repuso Gladys—. Es un azul maravilloso y un género de muy buena calidad. En cuanto a ese detalle raro —prosiguió, pensativa—, creo que mañana por la mañana entraré en Gossington Hall, de paso para mi trabajo, para comentarlo con el señor Giuseppe.
—¿El mayordomo italiano?
—Sí. Es guapísimo, con unos ojos centelleantes que enamoran. Tiene un genio terrible. Cuando vamos a ayudarle unas pocas de nosotras, nos regaña de lo lindo. Pero, en realidad, ninguna se molesta, aparte de que, cuando quiere, es simpatiquísimo... —agregó con una risita—. En fin, de todos modos, pienso decírselo y preguntarle qué debo hacer.
—No veo la necesidad —objetó Cherry.
—Bien..., fue muy raro —insistió Gladys, aferrándose a su adjetivo favorito con aire retador.
—Creo —espetó Cherry— que lo que quieres es una excusa para ir a hablar con el señor Giuseppe... Y te aconsejo que seas prudente, muchacha. ¡Ya sabes cómo son estos latinos! ¡Ardientes y apasionados como pocos!
Gladys suspiró, embelesada.
Cherry contempló la rolliza y pecosa cara de su amiga y llegó a la conclusión de que sus advertencias eran innecesarias. A buen seguro, el señor Giuseppe tenía mejor carne que echar al asador.
—¡Ajá! —exclamó el doctor Haydock—. ¿Conque destejiendo, eh? —agregó, mirando alternativamente a miss Marple y a un montón de esponjosa lana blanca.
—Me aconsejó usted que destejiera si no podía tejer —alegó miss Marple.
—Y, al parecer, ha tomado usted el consejo al pie de la letra.
—Me equivoqué en la medida al empezar la prenda y, en consecuencia, me he visto obligada a deshacerla toda. Es un patrón muy complicado, ¿sabe usted?
—¿Qué son para usted los patrones complicados? Nada en absoluto.
—Supongo que, dada mi mala vista, debiera atenerme a labores sencillas.
—Se aburriría usted mucho. Bien, me satisface que siguiera usted mi consejo. —¿Acaso no lo hago siempre, doctor Haydock?
—Siempre que le conviene —repuso el médico.
—Dígame, doctor, ¿eran realmente las labores de punto lo que tenía usted en el magín cuando me dio ese consejo? —inquirió miss Marple, guiñando un ojo.
—¿Cómo le va el desentrañamiento del crimen? —soltó el médico, devolviéndole el guiño.
—Temo que estoy perdiendo facultades —lamentóse miss Marple, meneando la cabeza con un suspiro.
—Tonterías —replicó el doctor Haydock—. No pretenderá usted hacerme creer que no ha sacado conclusiones.
—Por supuesto. Y muy categóricas.
—¿Cómo, por ejemplo?
—Si el vaso de combinado fue envenenado aquel día, y conste que no acabo de comprender cómo pudo llevarse a cabo semejante cosa... —A lo mejor, el asesino tenía el veneno preparado en un cuentagotas —sugirió Haydock.
—¡Qué profesional es usted! —exclamó miss Marple, con admiración—. Pero, aun así, me parece muy raro que nadie lo viera.
—Según eso, el crimen no sólo fue cometido, sino visto cometer, ¿no es eso?
—Sabe usted perfectamente lo que quiero significar —masculló miss Marple.
—Por consiguiente, el asesino tenía que correr ese albur —infirió Haydock.
—Desde luego. Eso es incuestionable. Pero, según mis informes, obtenidos preguntando a éste y al de más allá, calculo que había por lo menos dieciocho o veinte personas en el lugar. Y tengo para mí que entre veinte personas, alguna debió percatarse del acto del asesino.
—Eso me parece a mí también —asintió Haydock—. Pero, evidentemente, ninguna lo vio.
—No estoy tan segura —musitó miss Marple, pensativa.
—¿Qué cree usted exactamente?
—Verá usted. Hay tres posibilidades. Parto de la base de que al menos una persona vio algo, una de las veinte. Considero razonable mi suposición.
—Opino que se está usted precipitando —repuso Haydock—. Sospecho que va usted a salirme con uno de esos horribles problemas de probabilidades en que, por ejemplo, seis hombres tienen sombreros blancos y otros seis sombreros negros, y hay que averiguar, por cálculo matemático, cuántas probabilidades hay que se mezclen los sombreros y en qué proporción. Si empieza a pensar cosas de este estilo, está usted perdida. ¡Téngalo por seguro!
—No pensaba nada semejante —replicó miss Marple—. Me limitaba a pensar que es posible...
—Sí —interrumpió Haydock, pensativo—, se da usted mucha maña en hacer suposiciones. Siempre se la ha dado.
—Como iba diciendo —prosiguió miss Marple—, es posible que, entre veinte personas, cuando menos, una fuera observadora.
—Me doy por vencido —suspiró Haydock—. Veamos esas tres posibilidades.
—Temo que tendré que exponerlas algo esquemáticamente —advirtió miss Marple—. Todavía no lo he pensado bien. Sin duda, el inspector Craddock y, probablemente, Frank Cornish antes que él, habrán interrogado a todos los presentes en la recepción, de modo que lo natural, habría sido que quienquiera que vio algo, lo hubiese dicho en seguida.
—¿Es ésa una de las posibilidades?
—No, de ningún modo —repuso miss Marple—, por la sencilla razón de que no ha sucedido. Lo que debe usted tener en cuenta es lo siguiente: Si alguien vio algo, ¿por qué no ha dicho nada? —Soy todo oídos.
—Posibilidad número uno —empezó miss Marple con las mejillas arreboladas de animación—. La persona que lo vio no se dio cuenta de lo que veía. Eso significa, naturalmente, que era una persona estúpida, alguien capaz de utilizar los ojos, mas no el cerebro. Una de esas personas que si les preguntasen: «¿Vio usted a alguien echar algo en el vaso de Marina?», contentaría: «No»; pero si les dijesen: «¿Vio a alguien poner la mano sobre el vaso de Marina?», responderían: «¡Sí, desde luego!» —Reconozco —comentó Haydock, echándose a reír— que nunca tomamos en consideración la posibilidad de que haya un retrasado mental entre nosotros. De acuerdo, acepto la posibilidad Número Uno. El necio vio el acto, pero no captó su significado. Vamos por la segunda.
—Ésta es muy descabellada, pero opino que también es una posibilidad. Y consiste en que el autor del hecho pudiera haber sido una persona cuya acción de echar algo en un vaso hubiese parecido natural.
—¡Eh, aguarde un momento! Explíquese con más claridad.
—Me da la impresión de que hoy día —declaró miss Marple—, la gente siempre añade cosas a lo que come y bebe; En mis tiempos se consideraba de muy mala educación tomar medicinas con las comidas, casi tanto como sonarse la nariz en la mesa. Por eso se evitaba. Si uno tenía que tomar píldoras o comprimidos, o bien una cucharada de algo, salía del comedor para hacerlo. Ahora es muy frecuente. Cuando estuve en casa de mi sobrino Raymond, observé que algunos de sus invitados traían consigo una porción de tubos y frasquitos con píldoras y tabletas. Las toman entre comidas, o antes o después de las mismas. Llevan aspirinas y otras zarandajas en el bolso de sobremesa. ¿Comprende usted a qué me refiero?
—¡Oh, sí! —exclamó el doctor Haydock—. Ahora la entiendo perfectamente y su razonamiento me parece muy interesante. Insinúa que alguien...
Pero, interrumpiéndose, instó:
—Por favor, expóngalo usted a su modo.
—Insinúo —accedió miss Marple—, que sería muy posible, audaz pero posible, que alguien hubiese cogido aquel vaso como si fuera el suyo y echado en su interior la droga abiertamente, en cuyo caso la gente no hubiera dado importancia al hecho.
—Con todo, el culpable o la culpable no tenía la certeza de que su proceder iba a ser acogido con semejante indiferencia —objetó Haydock.
—No —convino miss Marple—; existía un riesgo, un peligro, pero cabía la posibilidad de soslayarlo. Y, finalmente —prosiguió la anciana—, pasemos a la tercera posibilidad.
—Así, pues —resumió el doctor—, quedamos en que la posibilidad Número Uno es un retrasado mental y la Número Dos, un temerario. Ahora vayamos por la Número Tres.
—Alguien vio lo sucedido, pero se lo ha callado.
—¿Por qué razón? —preguntó Haydock, frunciendo el ceño—. ¿Sugiere usted algún chantaje? En este caso...
—En este caso —atajó miss Marple—, ese proceder es muy peligroso.
—Ciertamente —convino el doctor, escrutando a la plácida anciana, sentada con la blanca prenda de lana en el regazo—. Y dicho sea de paso, ¿considera esta tercera posibilidad la más probable? —No —replicó miss Marple— No me atrevería a decir tanto. De momento no tengo suficientes elementos de juicio. A menos —agregó, cautelosamente—, que se cometa otro asesinato.
—¿Cree usted que va a morir otra persona?
—Espero que no —repuso miss Marple—. Dios quiera que no. ¡Pero sucede tantas veces, doctor Haydock! Eso es lo malo. ¡Sucede tantas veces!
Ella Zielinsky colgó el receptor y, sonriendo para sus adentros, salió de la cabina de teléfono público, muy satisfecha de sí misma.
—¡Caramba con el sabelotodo del inspector Craddock! —pensó—. ¡Le doy quince y raya en su profesión! Variaciones sobre el tema: «¡Hurra, todo ha sido descubierto!» Con profundo deleite, imaginóse las reacciones recientemente experimentadas por la persona al otro lado del hilo, ¿qué impresión le habría producido aquel débil susurro amenazador: «Yo lo vi todo...», percibido a través del receptor telefónico?
La secretaria rióse en silencio, con las comisuras de los labios formando una cruel curva felina. Un estudiante de psicología hubiérase sentido atraído por su actitud. Jamás había experimentado aquella sensación de poder, Apenas se daba cuenta del grado de intensidad que alcanzaba en ella aquel sentimiento...
Al pasar ante East Lodge, advirtió que la señora Bantry, trabajando como de costumbre en el jardín, le agitaba la mano.
—¡Diablos de vieja! —se dijo Ella, consciente de que la señora Bantry la seguía con la mirada mientras ascendía por la calzada.
Sin ningún motivo determinado, le vino a la memoria una frase muy conocida:
Tanto va el cántaro a la fuente...
Tonterías. Nadie sospecharía que era ella la persona que había susurrado aquellas palabras amenazadoras...
De pronto, Ella Zielinsky estornudó.
—¡Maldito romadizo! —gruñó la joven.
Al entrar en su despacho, vio a Jason Rudd de pie junto a la ventana.
—¿Dónde se había metido usted? —inquirió su jefe, volviéndose a mirarla.
—Tenía que hablar con el jardinero. Había... —mas, al ver el rostro de su interlocutor, Ella se interrumpió bruscamente. Luego, tras un titubeo, interrogó con viveza—: ¿Qué ocurre?
Los ojos de Jason Rudd parecían más hundidos que nunca. Toda la jovialidad de su rostro de clown había desaparecido. Saltaba a la vista que estaba en tensión. Ella Zielinsky lo había visto tenso en otras ocasiones, mas nunca como entonces.
—¿Qué ocurre? —repitió.
—Vea usted el análisis de aquel café —farfulló él hombre, tendiéndole una hoja de papel—. El café que Marina no quiso tomar porque, según ella, tenía un gusto raro.
—¿Lo mandó usted analizar? —preguntó la joven, sobrecogida—. ¡Pero si lo echó usted al fregadero! ¡Lo vi con mis propios ojos!
La ancha boca de Rudd esbozó una sonrisa.
—Soy muy hábil en los juegos de manos, Ella, ¿no lo sabía usted? Pues, sí. Tiré casi todo el contenido de la taza, pero guardé un poco para llevarlo a analizar.
Ella Zielinsky leyó el papel que tenía en la mano.
—¿Arsénico? —musitó, con incredulidad.
—Sí, arsénico.
—¿De modo que Marina tenía razón en asegurar que notaba un gusto amargo?
—No. El arsénico no sabe a nada. Pero su instinto no se equivocaba.
—¡Pensar que nosotros la tomamos por histérica!
—¡Y lo está, no cabe duda! ¿Quién no lo estaría en su lugar? Como aquel que dice vio caer muerta a una mujer a sus plantas. Por añadidura recibe una serie de notas amenazadoras, una tras otra... Hoy no ha llegado ninguna, ¿verdad?
Ella Zielinsky hizo un ademán negativo.
—¿Quién introduce en la casa esos mensajes? En realidad, no creo que resulte difícil hacerlo con tantas ventanas abiertas. Cualquiera podría colarse.
—¿Insinúa usted que deberíamos tener la casa cerrada a piedra y lodo? ¡Nos asaríamos de calor! Al fin y al cabo, hay un hombre apostado en el jardín.
—Sí, y, por otra parte, no quiero asustar a Marina más de lo que está. Las notas amenazadoras carecen de importancia. Pero el arsénico, Ella, el arsénico, es diferente.
—Aquí en la casa nadie puede envenenar la comida.
—¿Está usted segura, Ella?
—Si alguien lo hiciera, sería descubierto. Ninguna persona sin autoridad para...
—La gente es capaz de todo por dinero, Ella —interrumpió Jason Rudd.
—¡Menos asesinar!
—Incluso eso. A lo mejor sin darse cuenta de lo que hace... Los criados...
—Estoy segura de que el servicio es de nuestra total confianza.
—Giuseppe, por ejemplo. No sé si me fiaría mucho de él en cuestión de dinero... Lleva bastante tiempo con nosotros, pero...
—¿Por qué se atormenta usted de ese modo, Jason?
Éste desplomóse en el sillón e, inclinándose hacia delante, dejó pender sus largos brazos entre las rodillas.
—¿Qué quiere usted que haga? —murmuró, pausadamente—. ¡Dios mío! ¡Qué desgracia!
Ella Zielinsky guardó silencio, mirándole desde su silla.
—Marina era feliz aquí —prosiguió Jason, como hablando consigo mismo, al tiempo que contemplaba fijamente la alfombra a través del espacio que mediaba entre sus rodillas.
De haber levantado la vista, tal vez le hubiera sorprendido la expresión que asomaba al rostro de su secretaria.