—Si se arriman mucho, mato a uno y los otros se quedarán atrás.
Por el rabillo del ojo ve al capitán Virués sacar la pistola que lleva al cinto, junto al sable, y dejarla a mano, por si las moscas. El militar es hombre fogueado, así que Mojarra cree innecesario advertirle que no amartille el arma hasta el último momento, pues en el silencio de las salinas cualquier sonido se oye desde lejos. De todas formas, Mojarra prefiere que los franceses encuentren pronto su pato y vuelvan a las trincheras. Los asuntos de tiros se sabe cómo empiezan, pero no cómo acaban; y al salinero no le gusta la idea de regresar a las líneas españolas, que distan casi media legua de tierra de nadie, con los gabachos detrás, por aquel laberinto pantanoso de esteros, canalizos y fangales. Cuatro horas le ha llevado guiar a su acompañante por el caño de San Fernando para estar al alba en el lugar adecuado: un punto de observación donde el militar pueda hacer dibujos de las fortificaciones enemigas en el reducto llamado de los Granaderos. Luego, ya tranquilos en la retaguardia, esos apuntes se convertirán en mapas y planos detallados, para cuya confección, según le han contado a Mojarra —sus competencias no van más allá de patear barro en las salinas—, el capitán Virués se maneja con mano maestra.
—Se van. Ya tienen su bicho.
Los tres franceses se retiran con las mismas precauciones, mirando en torno con los fusiles dispuestos. Por su cauta forma de moverse, Mojarra deduce que son veteranos —seguramente fusileros del 9.° regimiento de infantería de línea, que guarnece las trincheras más próximas— acostumbrados a recibir sorpresas de las guerrillas de escopeteros que operan a lo largo de la línea fortificada que defiende la isla de León, más allá de las vueltas y revueltas del canal de Sancti Petri y el caño de la Cruz. Lo del 9.° de línea lo sabe porque hace un mes degolló cerca de allí a un francés que estaba agachado haciendo una necesidad, y pudo ver la placa del chacó.
—Vamos. Sígame a seis o siete pasos.
—¿Estamos lejos? —Casi encima.
Tras incorporarse un poco para observar el terreno, Felipe Mojarra se adelanta despacio, semiagachado y fusil en mano, a lo largo del ramal del canalizo cuya agua le cubre media pierna. El salitre espeso de esa agua dejaría a cualquier hombre descalzo, en pocas horas, los pies en carne viva; pero él nació en las salinas. Sus pies, curtidos por toda una vida de cazador furtivo, tienen callo de piel amarillenta y dura como el cuero viejo, capaz de caminar sin lastimarse sobre guijarros o espinos. Mientras avanza con precaución, Mojarra oye el suave chapoteo de las botas militares de su acompañante. A diferencia de él, que lleva un calzón corto por las rodillas, camisa de tela basta, chaquetilla corta de bayeta y navaja de palmo y medio de hoja metida en la faja, el capitán viste uniforme azul con solapas y cuello morados, donde lleva los castilletes del cuerpo de ingenieros. Es un buen mozo que medirá, calcula Mojarra, cerca de los seis pies de estatura, con treinta y tantos años largos, trigueño de pelo y bigote, correcto de modales. Al salinero no le choca que este oficial se empeñe siempre —es el quinto reconocimiento que realizan juntos— en vestir el uniforme completo, sin otra comodidad que la ausencia del corbatín reglamentario. Pocos son los militares españoles que renuncian a parecerlo cuando participan en acciones irregulares. En caso de ser capturados, el uniforme garantiza que los franceses los tratarán de igual a igual, como prisioneros de guerra; suerte muy distinta a la que corren los paisanos, como sería el caso del propio Mojarra. Ahí da igual de qué te vistas. Si caes en manos francesas, lo normal es una soga al cuello y una rama de árbol, o una bala en la cabeza.
—Cuidado, mi capitán. Pase por el otro lado... Eso es. Si se mete ahí, se hunde entero. Ese fango se traga a un jinete con caballo y todo.
Felipe Mojarra Galeote tiene cuarenta y seis años y es natural de la isla de León, de la que sólo ha salido para ir a Chiclana, a los Puertos o a la ciudad de Cádiz, donde una hija suya, Mari Paz, trabaja de sirvienta en una casa buena, de gente rica del comercio. A esa hija y a tres más, todas hembras —el único chico murió antes de cumplir los cuatro años—, además de mantener a una mujer y a una suegra anciana y medio inválida, las ha criado con los trabajos de salinero y cazador furtivo en las marismas y caños del lugar, donde conoce cada recodo mejor que sus propios pensamientos. Como todos los que en tiempo de paz se buscaban la vida en este paraje, Mojarra lleva un año alistado en la compañía de escopeteros de las salinas: tropa irregular, organizada por el vecino de la Isla don Cristóbal Sánchez de la Campa. Allí pagan algo de vez en cuando y dan de comer. Además, al salinero no le gustan los franceses: roban el pan de los pobres, ahorcan a la gente, violentan a las mujeres y son enemigos de Dios y del rey.
—Ahí tiene el reducto gabacho, mi capitán.
—¿El de los Granaderos? ¿Estás seguro?
—Aquí no hay otro. A doscientos pasos.
Tumbado boca arriba en un pequeño lomo de arena, el fusil entre las piernas, Mojarra observa al militar, que ha sacado de la cartera sus instrumentos de trabajo, y desplegando el catalejo cubre con barro el latón y la lente, dejando en ésta sólo un pequeño espacio limpio en el centro. Luego, arrastrándose media vara hasta la cresta del caballón, lo dirige hacia las posiciones enemigas. La precaución no está de más, porque el cielo amanece despejado, sin una nube, y al sol que empieza a dorar el horizonte le falta poco para asomar entre Medina Sidonia y los pinares de Chiclana. Es la hora que el capitán Virués prefiere para tomar sus apuntes; pues, como le ha dicho a Mojarra alguna vez, la luz horizontal resalta más los detalles y las formas.
—Voy a ver si hay moros en la costa —susurra el salinero.
Se arrastra fusil en mano, e incorporándose de rodillas entre los salados y esparragueras que crecen a lo largo del caballón, explora los alrededores: pequeñas dunas de arena, matojos, cañaverales, montones de fango y lucios de costra blanca donde la sal cruje al pisarla. Ni rastro de franceses fuera del fortín. Cuando regresa, el militar ha puesto a un lado el catalejo y trabaja con el lápiz en su cuaderno de apuntes. Una vez más, Mojarra admira la buena mano que tiene para esas cosas, la manera rápida y precisa en que traslada al papel las líneas del baluarte, los muros elevados con fango, los cestones, fajinas y bocas de cañones en las troneras. Un paisaje que, con pocas variaciones, se repite de trecho en trecho a lo largo del arco de doce millas que, desde el Trocadero al castillo de Sancti Petri, acerroja la isla de León y la ciudad de Cádiz. A ese arco ofensivo corresponde en paralelo la línea española: una espesa red de baterías que cruzan sus fuegos y enfilan los caños, haciendo imposible un asalto directo de las tropas imperiales.
Una corneta suena en el fortín. El salinero asoma un poco la cabeza y ve ascender a lo alto de un mástil una bandera roja, blanca y azul que queda colgando, flácida. Hora de desayunar. Mete una mano en el zurrón-canana y saca un pedazo de pan duro, que se pone a roer tras remojarlo con unas gotas de agua de la calabaza.
—¿Qué tal va eso, mi capitán?
—Estupendo —el militar habla sin levantar la cabeza, atento al dibujo—... ¿Y por ahí cerca?
—Balsa de aceite. Todo sigue tranquilo.
—Muy bien. Media hora más y nos vamos.
Mojarra observa que el curso del agua en el pequeño canalizo cercano empieza a correr suavemente y descubre sus márgenes. Eso indica que la marea está yendo a menos allá lejos, en la bahía. La vaciante. El chinchorro que dejaron milla y media atrás estará pronto con su fondo plano varado en el fango. Dentro de unas horas, en el último tramo de vuelta a la Carraca, van a tener la corriente en contra, y eso hará más incómodo el regreso. Son cosas propias de la curiosa guerra que se libra en las salinas. Los flujos y reflujos del agua, relacionados con la pleamar y bajamar del Atlántico próximo, acentúan el carácter peculiar que tienen aquí las operaciones militares: incursiones de guerrillas, fuego de contrabatería, fuerzas sutiles de lanchas cañoneras que, con muy poco calado, maniobran con sigilo en este laberinto de marismas, canales y caños.
El primer rayo de sol, rojizo y horizontal, pasa entre los arbustos e ilumina al capitán Virués, que sigue concentrado en sus apuntes. Alguna vez, en los momentos de inacción —la campaña de madrugones de Felipe Mojarra y su compañero abunda en pausas pacientes y cautelosas esperas—, el salinero le ha visto dibujar otras cosas tomadas del natural: una planta, una anguila, un cangrejo de las salinas. Siempre con la misma rápida habilidad. Una vez, en Año Nuevo, cuando tuvieron que esperar a que cayera la noche para alejarse sin ser vistos de la batería que los franceses tienen instalada en el recodo de San Diego —eso los obligó a pasar el día tiritando de frío, escondidos en un molino de sal en ruinas—, el capitán se entretuvo dibujando al propio Mojarra, que salió bastante ajustado: las grandes patillas de boca de hacha compitiendo con unas cejas espesas, las arrugas profundas en la cara y la frente, la expresión obstinada, seca, del hombre criado bajo el sol y el viento, entre la áspera sal de los caños. Un retrato que el capitán Virués regaló a su compañero al volver a las líneas españolas; y que éste, satisfecho del parecido, tiene puesto en un viejo marco sin cristal, en su humilde casa de la Isla.
Suenan tres cañonazos franceses a lo lejos —media legua hacia la parte alta del caño Zurraque— y al momento responde la contrabatería española del otro lado. El duelo se prolonga un rato mientras algunas avocetas sobresaltadas vuelan sobre las salinas, y al cabo todo vuelve al silencio. Con el lápiz entre los dientes, el capitán Virués ha cogido el catalejo y estudia de nuevo la posición enemiga, enumerando detalles en voz baja como para fijárselos en la memoria. Luego vuelve al cuaderno. Incorporándose a medias, Mojarra echa otro vistazo alrededor para comprobar que todo sigue en calma.
—¿Cómo va la cosa, mi capitán?
—Acabo en diez minutos.
Asiente el salinero, satisfecho. Según cuándo, cómo y dónde, diez minutos pueden ser un mundo. Así que, arrodillado, procurando no levantar mucho bulto, se abre la portañuela del calzón y orina en el canalizo. Después saca del bolsillo el pañuelo de hierbas verde y descolorido que suele anudarse alrededor de la cabeza, se lo pone sobre la cara, acomoda el fusil entre sus piernas y se queda dormido. Como una criatura.
El despacho es pequeño, ruin, con una ventana enrejada estrecha y frontera a la calle del Mirador y a un ángulo de la Cárcel Real. En la pared hay un retrato —autor desconocido, pésima factura— de Su Joven Majestad Fernando VII. También hay dos sillas tapizadas en cuero agrietado y una mesa de despacho provista de cajones que tiene encima un juego de tintero con plumas, lápices, una bandeja de madera llena de documentos y un plano de Cádiz sobre el que se inclina Rogelio Tizón. Desde hace rato, el comisario estudia los tres lugares que tiene marcados con círculos de lápiz: la venta del Cojo en el arrecife, la esquina de la calle de Amoladores con la del Rosario, y allí donde por primera vez apareció el cuerpo de una muchacha asesinada como luego lo serían las otras: un callejón cercano a la confluencia de las calles Sopranis y de la Gloria, próximo a la iglesia de Santo Domingo, a sólo cincuenta pasos del lugar donde, el día anterior, había caído una bomba. En el plano es fácil comprobar que los tres crímenes han ocurrido en un arco que recorre la parte oriental de la ciudad, dentro del radio de acción de la artillería francesa que tira desde la batería de la Cabezuela, en el Trocadero, situada a unas dos millas y media de distancia.
Es imposible, se dice una vez más. Su razón profesional, la del policía veterano acostumbrado a guiarse por evidencias, rechaza la asociación que su instinto hace de los crímenes con los puntos de impacto de las bombas. Aquélla no es más que una hipótesis pintoresca, poco probable, entre las muchas posibles. Una vaga sospecha, desprovista de fundamento serio. Sin embargo, tan absurda idea mina las otras certezas de Tizón, causándole un estupor inexplicable. En los últimos días, interrogando a los vecinos del lugar donde hace casi medio año vino a dar la primera bomba, ha podido averiguar que ésa también estalló al caer. Y que, al modo de las otras dos, regó de fragmentos las inmediaciones: trozos de plomo idénticos al que tiene ahora en un cajón del escritorio: medio palmo de longitud, fino y retorcido, semejante a los hierros que se aplican calientes al pelo de las mujeres para peinar tirabuzones.
Con el dedo sobre el plano, siguiendo el trazado de las calles y el contorno de las murallas, Tizón recorre en su imaginación un escenario que conoce al detalle: plazas, calles, rincones que quedan en sombras al caer la noche, lugares dentro del alcance de las bombas francesas y otros que, más lejanos, quedan a salvo. Es poco lo que conoce de técnica militar, y menos aún de artillería. Sólo sabe lo que cualquier gaditano familiarizado desde niño con el Ejército, la Real Armada y los cañones asomados a las troneras de las murallas y las portas de los navíos. Por eso recurrió hace días a un experto. Quiero averiguarlo todo sobre las bombas que tiran los franceses, dijo. La razón de que unas estallen y otras no. También dónde caen y por qué. El experto, un capitán de artillería apellidado Viñals, viejo conocido del café del Correo, se lo explicó sentado junto a uno de los veladores del patio, dibujando en el mármol con un lápiz: situación de las baterías enemigas, papel del Trocadero y la Cabezuela en el asedio de la ciudad, trayectorias de las bombas, lugares dentro de su radio de alcance y lugares fuera de éste.
—Hábleme de eso —alzó una mano Tizón al llegar ahí—. De los alcances.
Sonreía el militar como quien conoce la copla. Era un individuo de mediana edad, patillas grises y mostacho frondoso, vestido con la casaca azul con cuello encarnado propia de su arma. Tres de cada cuatro semanas las pasaba en la posición avanzada del fuerte de Puntales, a menos de una milla del enemigo, bajo cañoneo constante.
—Los franceses lo tienen difícil —dijo—. Todavía no han conseguido pasar de una línea imaginaria, divisoria, que podríamos trazar de norte a sur de la ciudad. Y mire que lo procuran.
—Dígame qué línea es ésa.
De arriba abajo, explicó el artillero. Desde el arranque de la Alameda por la parte de poniente hasta la catedral vieja. Más de dos tercios de la ciudad, añadió, quedaban fuera de ese sector. Tal era la causa de que los franceses intentaran alargar sus tiros, sin conseguirlo. Por eso todas las granadas caídas en Cádiz se concentraban en la parte oriental. Tres docenas, hasta ahora, de las que muy pocas llegaban a explotar.