En cuanto a los barcos que decoran el gabinete, cada uno tiene nombre propio y Lolita Palma los conoce todos: algunos sólo de oídas, pues se vendieron, desguazaron o perdieron en el mar antes de que ella naciera. De otros pisó las cubiertas siendo niña en compañía de sus hermanos, vio las velas desplegadas por la bahía en viaje de ida o vuelta, escuchó los nombres sonoros, devotos y a menudo enigmáticos —
El Birroño, Bella Mercedes, Amor de Dios
—, en innumerables conversaciones familiares: éste viene retrasado, aquél tuvo temporal del noroeste, al otro le dio caza un corsario entre Azores y San Vicente. Todo ello con referencias a puertos y cargamentos: cobre de Veracruz, tabaco de Filadelfia, cueros de Montevideo, algodón de La Guaira... Nombres de lugares lejanos, tan habituales en esta casa como puedan serlo la calle Nueva, la iglesia de San Francisco o la Alameda de la ciudad. Cartas de corresponsales, consignatarios y asociados llenan gruesos legajos que se archivan en el despacho principal de la casa, situado en la oficina de la planta baja, junto al almacén. Puertos y naves: palabras vinculadas a la esperanza o la incertidumbre desde que Lolita Palma tiene memoria. Sabe que de esos barcos, de su fortuna en las singladuras, de su carácter ante calmas y temporales, de su intrepidez marinera y la viveza de sus tripulaciones para esquivar peligros de mar y tierra, depende desde hace tres generaciones la prosperidad de los Palma. Incluso uno de ellos —
Joven Dolores
— lleva su nombre. O lo llevó, hasta hace poco. Un barco afortunado, por otra parte. Tras una rentable vida de travesías, primero para un comerciante carbonero inglés y luego para los Palma, rinde ahora su vejez, marinera pacíficamente amarrado, ya sin nombre ni bandera, en un desguace cercano a la punta de la Clica, junto al caño de la Carraca, sin haber sido nunca víctima de la furia del mar ni de la codicia de piratas, corsarios o pabellones enemigos, ni ensombrecer hogar alguno con lutos de viudas o huérfanos.
Junto a la puerta del gabinete, un reloj-barómetro inglés de pie de nogal da tres graves campanadas que casi al mismo tiempo repiten, más argentinos y lejanos, otros relojes de la casa. Lolita Palma, que acaba de concluir su carta, espolvorea la tinta de las últimas líneas y la deja secar.
Al cabo, ayudándose de una plegadera, dobla en cuatro solapas la hoja de papel —que es valenciano, blanco y grueso, de extrema calidad— y, tras escribir la dirección en el envés, enciende un fósforo Lucifer y lacra los pliegues con cuidado. Lo hace despacio, tan minuciosamente como ejecuta todos los actos de su vida. Luego coloca la carta en una bandeja de madera taraceada con hueso de ballena y se pone en pie entre el roce de la bata de casa —seda china traída de Filipinas, oscura y suavemente estampada— que le llega hasta los pies, calzados con chinelas de raso. Al levantarse, pisa un ejemplar del
Diario Mercantil
que ha caído al suelo, sobre la estera de Chiclana. Lo recoge y pone sobre otros que hay en una mesita de servicio:
El Redactor General, El Conciso,
alguno extranjero, inglés o portugués, con fecha atrasada.
Canta una criada joven abajo, regando los helechos y geranios del patio en torno al brocal de mármol del aljibe. Tiene buena voz. La canción —copla de moda en Cádiz, romance imaginario de una marquesa y un contrabandista patriota— suena más clara y precisa cuando Lolita Palma abandona el gabinete, recorre dos de los cuatro lados de la galería acristalada del piso principal y sube por la escalera de mármol blanco dos plantas más, hasta la azotea. Allí es intenso el contraste con la penumbra del interior. El sol de la tarde reverbera en los muretes encalados de la terraza y calienta las baldosas de barro cocido, con la ciudad extendiéndose alrededor a modo de laboriosa colmena blanca incrustada en el mar. La puerta de la torre situada en un ángulo está abierta; y tras subir otra escalera más estrecha, de caracol y con peldaños de madera, Lolita Palma se encuentra en lo alto del mirador, semejante al que tienen muchas casas de Cádiz; sobre todo, aquellas cuya actividad familiar —consignatarios, armadores, comerciantes— se relaciona con el puerto y la navegación. Desde esas torres es posible reconocer las embarcaciones que vienen de arribada; y, a medida que se acercan, distinguir con ayuda de largavistas las señales izadas en los penoles de sus vergas: códigos privados con los que cada capitán previene al propietario o correspondiente en tierra de las circunstancias del viaje y la carga que transporta. En una ciudad comercial como ésta, donde el mar es camino universal y cordón nutricio en tiempo de paz como de guerra, hay fortunas que se hacen en un golpe de suerte u oportunidad aprovechada, competidores que pueden arruinarse o enriquecerse por media hora más o menos en averiguar a quién pertenece el barco que llega y qué avisos transmiten sus banderas.
—No parece el
Marco Bruto
—dice el vigía.
Se llama Santos y es un viejo sirviente de la casa, veterano de los tiempos del abuelo Enrico, en uno de cuyos barcos lo enrolaron de pajecillo a los nueve años. Está lisiado de una mano pero todavía tiene buen ojo marinero, capaz de identificar a un capitán por su forma de bracear velas librando los bajos de las Puercas. Lolita Palma coge el telescopio de sus manos —un buen Dixey inglés, con tubo extensible de latón dorado—, lo apoya en el alféizar y estudia la embarcación lejana: aparejo de cruz, dos palos cubiertos de lona para aprovechar el poniente fresquito que lo empuja por la aleta de estribor, y también para distanciarse de otra embarcación que, en apariencia, intenta cerrarle el paso desde la punta de Rota, con dos velas latinas y un foque ciñendo el viento a rabiar.
—¿El falucho corsario? —pregunta, señalando en esa dirección.
Santos asiente mientras hace visera con la mano lisiada, donde faltan los dedos meñique y anular. En la muñeca, al extremo de la vieja cicatriz, se advierte un tatuaje borroso, descolorido por el sol y el tiempo.
—Lo han visto llegar y fuerzan vela, pero no creo que lo alcancen. Viene muy abierto de tierra.
—Puede rolar el viento.
—A esta hora, y con su permiso, doña Lolita, le escasearía como mucho tres cuartas. Suficiente para meterse en la bahía. Peor lo iba a tener el otro, de proa... Yo diría que en media hora el francés se queda atrás.
Lolita Palma mira los arrecifes de la entrada a Cádiz, que aún no cubre la marea alta. Hacia la derecha, más al interior, están los navíos ingleses y españoles fondeados entre el baluarte de San Felipe y la Puerta de Mar, con las velas aferradas y las vergas bajas.
—¿Y dices que no es nuestro bergantín?
—Para mí que no —Santos mueve la cabeza sin apartar los ojos del mar—. Más polacra, parece.
Lolita Palma vuelve a mirar por el catalejo. Pese a la buena visibilidad que proporciona el viento del oeste, no puede distinguir banderas de señales. Pero es cierto que, aunque la embarcación tiene velas cuadras, sus palos, que en la distancia parecen desprovistos de cofas y crucetas, no corresponden a un bergantín convencional como el
Marco Bruto.
La decepción la hace apartar la vista, desazonada. Demasiado retraso ya, piensa. Demasiadas cosas serias en juego. La pérdida de ese barco y su carga supondría un golpe irreparable —segundo en tres meses—, con el agravante de que, a causa del asedio francés, los caudales de propiedad privada vienen estos días a riesgo de particulares y armadores, y su pérdida no la cubre seguro alguno.
—Quédate aquí de todas formas. Hasta confirmarlo.
—Como usted mande, doña Lolita.
Santos la sigue llamando Lolita, igual que el resto de los viejos empleados y sirvientes de la casa. Los más jóvenes la llaman doña Dolores, o señorita. Pero entre la sociedad gaditana que la ha visto crecer sigue siendo Lolita Palma, la nieta del viejo don Enrico. La hija de Tomás Palma. Así es como sus conocidos siguen describiéndola en tertulias, reuniones y saraos, o se refieren a ella en el paseo de la Alameda, por la calle Ancha o en la misa de doce de domingos y festivos en San Francisco —sombrero en mano los caballeros, leve inclinación de cabeza con mantilla las señoras, curiosidad entre los refugiados de postín puestos al día—: niña de la mejor sociedad, excelente partido, que por circunstancias trágicas tuvo que hacerse cargo de la casa. Educación moderna, claro. Como casi todas las jóvenes de buena familia en Cádiz. Modesta y sin ostentaciones. Nada que ver, se lo aseguro, con esas zánganas de la nobleza rancia que sólo saben rellenar libretillas de baile con nombres de galanes y emperejilarse para cuando su papá las venda, con título incluido, al mejor postor. Porque en esta ciudad el dinero no lo tienen las antiguas familias de campanillas, sino el comercio. El trabajo es la única aristocracia respetada aquí, y a las muchachas las educamos como Dios manda: responsables de sus hermanos desde pequeñas, piadosas sin aspavientos, estudios prácticos y algún idioma. Nunca se sabe cuándo deberán ayudar en el negocio familiar, ocuparse de la correspondencia y cosas así; ni tampoco si una vez casadas o viudas tendrán que intervenir en asuntos de los que dependen muchas familias y bocas, prosperidad ciudadana aparte. Y mire usted. Sabemos de buena tinta que a Lolita en concreto —el abuelo fue conocido síndico de la ciudad y diputado del Común—, su padre le hizo estudiar aritmética, cambio internacional, reducción de pesos, medidas y monedas extranjeras, y contabilidad en libros dobles de comercio. Además, habla, lee y escribe inglés, y se defiende en francés. Hasta de botánica dicen que sabe, la niña. De plantas, flores y eso. Lástima que se haya quedado soltera.
Ese
lástima que se haya quedado soltera
es la coda final, pequeña revancha —malintencionada sólo hasta límites razonables— que la sociedad gaditana, de igual a igual, toma sobre las virtudes domésticas, comerciales y ciudadanas de Lolita Palma; cuya buena posición en el mundo de los negocios no se corresponde, según es bien sabido, con alegrías privadas. Recientes desgracias le han permitido aliviarse el luto sólo en fecha cercana: dos años antes de que a su padre se lo llevara la última epidemia de fiebre amarilla, el único hermano varón, esperanza natural de la empresa familiar, murió combatiendo en Bailén. Hay otra hermana menor, casada muy joven y todavía en vida de su padre con un comerciante de la ciudad. Y la madre, naturalmente. Esa madre.
Lolita Palma deja la terraza y desciende al segundo piso. Desde un cuadro colgado en un rellano de la escalera, sobre zócalo de azulejos portugueses, un joven agraciado, vestido de solapa alta y ancha corbata negra al cuello, la observa con sonrisa amable, un poco burlona. Se trata de un amigo de su padre, corresponsal en Cádiz de una importante casa comercial francesa, ahogado en el año siete al perderse la embarcación en que viajaba sobre el bajo de la Aceitera, frente al cabo Trafalgar.
Mirando el cuadro mientras baja por la escalera, Lolita Palma desliza los dedos por el pasamanos de mármol blanco con suaves vetas. Pese al tiempo transcurrido, recuerda bien. Perfectamente. Aquel joven se llamaba Miguel Manfredi, y sonreía como en el lienzo.
Abajo, la criada —se llama Mari Paz, y asiste a Lolita como doncella— ha terminado de regar las macetas. El silencio de la tarde reina en la casa de la calle del Baluarte, a un paso del corazón de la ciudad. Se trata de un edificio de cuatro plantas con sólidos muros de piedra ostionera, doble portón claveteado de bronce dorado con llamadores en forma de navío, que suele estar abierto, y una casapuerta amplia y fresca, de mármol blanco, que conduce a la reja y al patio, en torno al que se sitúan unos almacenes para mercancías delicadas y las oficinas que vanos empleados ocupan en horas de trabajo. Llevan el resto de la casa siete criados: el viejo Santos, una sirvienta, una esclava negra, una cocinera, la joven Mari Paz, un mayordomo y un cochero.
—¿Cómo te encuentras, mamá?
—Igual.
Alcoba con luz suave, fresca en verano y templada en invierno. Crucifijo de marfil sobre la cama de hierro guarnecida de laca blanca, ventanal con balcón de reja y celosía abierto a la calle; y en él, cintas de helechos, geranios, albahaca en las macetas. Un tocador con espejo, otro espejo grande de cuerpo entero, un armario de luna. Mucho espejo y mucha caoba, todo muy gaditano. Tan clásico. Un cuadro con la Virgen del Rosario sobre una librería baja, también de caoba, con los diecisiete tomos en octavo de la colección completa de
El correo de las damas.
Dieciséis, en realidad. El decimoséptimo volumen se encuentra abierto sobre la colcha, en el regazo de la mujer que, incorporada sobre almohadones, inclina un poco la mejilla para que la bese su hija. Huele al aceite de Macasar que se aplica en las manos y a los polvos de franchipán que le blanquean la cara.
—Has tardado mucho en venir a verme. Llevo despierta un buen rato.
—Tenía trabajo, mamá.
—Tú siempre tienes trabajo.
Lolita Palma acerca una silla y se sienta junto a su madre, luego de arreglarle los almohadones. Paciente. Por un momento piensa en su infancia, cuando soñaba con recorrer el mundo a bordo de aquellos barcos de velas blancas que se iban despacio por la bahía. Después piensa en el bergantín, la polacra, o lo que sea. La embarcación desconocida que en ese momento navega desde poniente con toda la lona arriba, tensa la jarcia, esquivando la caza del corsario.
Agarrado a un obenque de mesana, Pepe Lobo observa los movimientos del falucho que intenta cortarle el paso hacia la bahía. Lo mismo hacen sus diecinueve hombres, agrupados al pie de los palos y en la proa, bajo la sombra de la mucha lona desplegada arriba. De no ser porque el capitán de la polacra —salida de Lisboa hace cinco días con bacalao, queso y manteca— conoce del mar lo caprichoso de sus tretas y favores, estaría más tranquilo de lo que está. El francés todavía se encuentra lejos, y la
Risueña
navega bien, con marejada y viento fresquito a un largo por estribor, en un bordo que la llevará, si no se tuercen las cosas, a librar las Puercas bajo el amparo de los cañones de los baluartes de Santa Catalina y la Candelaria.
—Llegaremos de sobra, capitán —dice el segundo.
Es un individuo cetrino, de piel grasienta. Gorro de lana y barba de una semana. De vez en cuando se vuelve a vigilar, suspicaz, a los dos timoneles que manejan la rueda.
—Llegaremos —insiste entre dientes, como si rezara.
Pepe Lobo levanta a inedias una mano, prudente.