El asedio (8 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El asedio
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—No me dore la píldora, don Emilio —ella ríe de nuevo, sin soltar su brazo—. Le ruego que vaya al grano.

Mirada del otro al suelo, entre las puntas de los zapatos bien lustrados. Nueva ojeada a los libros. Al fin la encara, resuelto.

—Estoy armando un corsario... He comprado una patente en blanco.

Al decirlo guiña un ojo con aire cómico, como si esperase un golpe. Luego la observa, inquisitivo. Ella mueve la cabeza. También lo veía venir, pues el asunto es antiguo entre ambos, muy hablado. Y sobre la patente había oído rumores. El viejo zorro. Sabe usted de sobra, apunta el gesto, que no me gusta esa clase de inversiones. No quiero mezclarme según en qué. La guerra y esa gente.

Sánchez Guinea alza una mano objetora, a medio camino entre la disculpa y la protesta amistosa.

—Son negocios, hija mía. Esa gente es la misma con la que tratas cada día en los barcos mercantes... Y la guerra te afecta como a todos.

—Detesto el pirateo —le ha soltado el brazo y sostiene el bolso con ambas manos, a la defensiva—. Hemos tenido que sufrirlo muchas veces, a nuestra costa.

Razona el otro, con argumentos. Calor sincero. De buen consejo. Un corsario no es un pirata, Lolita. Sabes que se rige por ordenanzas estrictas. Recuerda que tu querido padre pensaba de otra manera. El año seis armamos uno a medias, y nos fue de perlas. Ahora es el momento. Hay primas de captura, incentivos. Cargas enemigas a las que echar el guante. Todo legal, transparente como el cristal. Sólo es cuestión de poner capital, como haré yo. Simples negocios. Un riesgo marítimo más.

Lolita Palma observa el reflejo de ambos en la vitrina. Sabe que su interlocutor no la necesita. No de manera urgente, al menos. Es una oferta amistosa. Oportunidad casi familiar para un asunto rentable. No falta en Cádiz quien podría invertir en la empresa; pero entre otros asociados posibles, Sánchez Guinea la prefiere a ella. Chica lista, seria. Respeto y confianza. Crédito. La hija de su amigo Tomás.

—Déjeme pensarlo, don Emilio.

—Claro. Piénsatelo.

El capitán Simón Desfosseux está incómodo. Los generales no son su compañía favorita, y hoy tiene a varios cerca. O encima. Todos pendientes de sus palabras, lo que no contribuye a relajarle el ánimo: el mariscal Víctor, el jefe de estado mayor Semellé, los generales de división Ruffin, Villatte y Leval, y el jefe superior de Desfosseux, comandante de la artillería del Primer Cuerpo, general Lesueur, sucesor del difunto barón de Senarmont. Le cayeron todos a media mañana, cuando al duque de Bellune se le ocurrió darse una vuelta de inspección por el Trocadero desde su puesto de mando de Chiclana, bien escoltado de húsares del 4.° regimiento.

—La idea es cubrir la totalidad del recinto urbano —está explicando Desfosseux—. Hasta el momento ha sido imposible, pues trabajamos en el límite, haciendo frente a varios problemas. El alcance, por una parte, y la combustión de las mechas por la otra... Este es un inconveniente serio, pues mis órdenes son poner en la ciudad bombas que estallen, de tipo granada. Para eso hace falta la espoleta de retardo; y es tanta la distancia a cubrir, que muchas bombas revientan antes de alcanzar el objetivo...

Hemos diseñado una nueva espoleta cuya mecha arde más despacio y no se apaga durante el recorrido.

—¿Ya está disponible? —se interesa el general Leval, jefe de la 2.a división, acantonada en Puerto Real.

—Lo estará en pocos días. Teóricamente supera los treinta segundos, pero no siempre es exacta. A veces la misma fricción del aire acelera la combustión de la espoleta... O la apaga.

Pausa. Los generales, cuajados de bordados hasta el cuello de las casacas, lo miran atentos, aguardando. El mariscal sentado, los otros de pie, como Desfosseux. En un caballete, un gran plano de la ciudad y otro de la bahía. A través de las ventanas abiertas del barracón se oyen las voces de los zapadores que trabajan en la explanada de la nueva batería. Hay moscas revoloteando en un rectángulo de sol sobre las tablas del suelo, en torno a una cucaracha aplastada. En los barracones y trincheras del Trocadero las hay a miles: cucarachas y moscas. También ratas, chinches, piojos y mosquitos para equipar a todo el ejército imperial.

—Eso nos lleva a otro problema: el alcance. Se me exige una cobertura de tres mil toesas, que bastaría para cubrir casi toda el área urbana, cruzando la ciudad de parte a parte. Con los medios de que dispongo no puedo garantizar este alcance en más de dos mil trescientas toesas; teniendo en cuenta, además, que los vientos de la bahía influyen mucho en distancia y trayectoria... Eso nos permite cubrir un área que va de aquí a aquí.

Señala lugares en la zona oriental de la ciudad: la Puerta de Mar, las proximidades de la Aduana. No cita nombres porque sabe que todos conocen el mapa: llevan un año estudiándolo y mirándolo con catalejos. Su dedo índice recorre la línea exterior de las murallas sin adentrarse mucho en el trazado urbano: sólo algunas calles del barrio del Pópulo, junto a la Puerta de Tierra. Es lo que hay, confirma el dedo que se mueve despacio sobre el papel. Luego, Desfosseux retira la mano y se queda mirando a su jefe directo, el general Lesueur. Sugiriendo que el resto es cosa suya, mi general, mientras pide sin palabras permiso para irse de allí. Quitarse de en medio y volver a la regla de cálculo, el telescopio y las palomas mensajeras. A lo suyo. Pero no se va, por supuesto. Sabe que el mal rato empieza precisamente ahora.

—Los barcos enemigos fondeados en el puerto están dentro de ese alcance —pregunta el general Ruffin—. ¿Por qué no se les bate también?

François Amable Ruffin, comandante de la 1.a división, es un individuo flaco y serio, de mirada ausente. Veterano de Austerlitz y Friedland, entre otras. Un tipo sensato, con buena fama entre la tropa. Joven para su grado, cuarenta años justos. Bravo. De los que mueren pronto y lo llevan escrito en alguna parte. A los barcos no se les bate, responde Desfosseux, porque se encuentran demasiado lejos: los ingleses un poco hacia fuera y los españoles un poco hacia dentro. Unos y otros pegados a la ciudad, por así decirlo. Nada fácil acertar a esa distancia. Son tiros de fortuna, sin precisión. A la buena de Dios. Una cosa es que las bombas caigan en la ciudad a voleo, aquí o allá, y otra alcanzar un punto preciso. Eso es imposible de garantizar. Observen el edificio de la Aduana, por ejemplo. Aquí. Donde está la Regencia insurrecta. Ni un impacto.

—Con los medios de que disponemos —concluye—, alcance extremo y precisión resultan imposibles.

Está a punto de añadir algo. Duda en hacerlo, y el general Lesueur, que ha estado escuchando en silencio con los demás, adivina la intención y enarca una ceja a modo de advertencia. No te metas en jardines, dice el aviso del comandante de la artillería. No te compliques la vida ni me la compliques a mí. Esto es una inspección de rutina. Diles lo que quieren oír, que del resto me encargo yo. Punto.

—Descartada la precisión y centrándonos en el alcance, creo que podríamos obtener mejores resultados con morteros, y no con obuses.

Lo ha dicho. Y no se arrepiente, aunque ahora Lesueur lo fulmina con la mirada.

—Eso está fuera de lugar —replica éste en tono seco—. La prueba que se hizo en noviembre con el mortero Dedòn de doce pulgadas fundido en Sevilla fue un desastre... Los proyectiles ni siquiera alcanzaron las dos mil toesas.

El mariscal Víctor se ha echado atrás en el respaldo de la silla y mira a Lesueur con autoridad. Este es un viejo artillero que se las sabe todas: minucioso y ordenancista, de los que sólo entran cuando saben por dónde irse. El mariscal y él se conocen desde el sitio de Tolón, cuando Víctor aún se llamaba Claude Perrin y ambos bombardeaban reductos realistas y barcos españoles e ingleses en compañía de su colega el capitán Bonaparte. Dejemos explicarse al artista, dice el gesto sin palabras. A ti te tengo cerca todos los días y éste es el que sabe, o al menos así me lo venden. Para eso hemos venido. Para que me cuente. De modo que Lesueur cierra la boca y el duque de Bellune se vuelve hacia Desfosseux, invitándolo a continuar.

—Advertí en su momento que el Dedòn no era la pieza adecuada —prosigue el capitán—. Era de plancha y recámara esférica. Muy incierto en la dirección y peligroso de manejo. Las treinta libras de pólvora que necesitaba calzar eran demasiadas: no se inflamaba toda a la vez, y la menor potencia de salida reducía el alcance... Hasta los cañones convencionales lo superaban en eso.

—Una chapuza típica de Dedòn —dice el mariscal.

Ríen todos, falderos, menos Desfosseux y Ruffin, que mira absorto por la ventana como si buscara presagios particulares afuera. El general Dedòn es hombre odiado en el ejército imperial. Inteligente teórico y artillero consumado, su origen noble y sus maneras irritan a los correosos soldados salidos de la tropa con la Revolución, como es el caso del propio Víctor, que empezó de tambor hace treinta años en Grenoble, ganó el sable de honor en Marengo y reemplazó a Bernadotte en Friedland. Todos procuran desacreditar los proyectos de Dedòn y sepultar sus morteros en el olvido.

—Sin embargo, la idea básica era correcta —apunta Desfosseux, con aplomo profesional.

El silencio que viene a continuación es tan espeso que hasta el general Ruffin se vuelve a mirar al capitán, vagamente interesado. Por su parte, Lesueur ya no enarca sólo una ceja admonitoria a su subordinado. Ahora alza las dos, y los ojos lo taladran, furiosos. Prometedores.

—El problema de la combustión parcial de grandes cargas de pólvora también lo tienen otras piezas —prosigue impertérrito Desfosseux—. Por ejemplo, los obuses Villantroys, o los Ruty.

Más silencio. El duque de Bellune estudia a Desfosseux mientras entrelaza unos dedos, pensativo, en el abundante pelo gris de su cabeza leonina, que le cuida un peluquero español de Chiclana. El capitán sabe que mencionar con poco respeto esos obuses es mentar la madre a los cañoncitos mimados del asedio. Su superior, Lesueur, lleva tiempo pregonando las bondades técnicas de esas piezas. Alentando de forma estúpida, en el estado mayor, esperanzas que Desfosseux considera injustificadas.

—Hay una diferencia fundamental —dice el mariscal—. El emperador opina que el arma adecuada para batir Cádiz son los obuses... Fue él personalmente quien nos envió los diseños del coronel Villantroys.

Zumbido de moscas. Todas las miradas se clavan en Desfosseux, que traga saliva. Qué hago aquí, se pregunta. Embutido en este uniforme de cuello incómodo y manteniendo conversaciones absurdas, en vez de estar en Metz enseñando Física. Maldita sea mi estampa. En el más lejano rincón de España, jugando a soldaditos con espadones cuajados de galones que sólo esperan oír lo que les conviene. O lo que creen les conviene. Con ese cochino de Lesueur, que lo sabe tan bien como yo, pero me deja a los pies de los caballos.

—Con todo el respeto hacia el criterio del emperador, creo que Cádiz debe batirse con morteros, y no con obuses.

—Con todo el respeto —repite el mariscal, sonriente.

Su sonrisa pensativa daría escalofríos a cualquier militar. Pero el capitán Desfosseux es un civil de uniforme. Soldado accidental, mientras dure el campo de experiencias. Cádiz, de momento. Le han puesto un uniforme y hecho venir de Francia para eso. Su reino no es de este mundo.

—Excelencia, hasta los fallos en las espoletas de retardo guardan relación... Las granadas que tiran los obuses obligan a unas mechas inadecuadas. La bomba de mayor diámetro que dispara el mortero, sin embargo, permite incorporar espoletas de mayores dimensiones. Además, por su mayor gravedad, permitiría que toda la pólvora se inflamase en la recámara en el momento del tiro, mejorando el alcance.

El mariscal jefe del Primer Cuerpo sigue sonriendo. Ahora su gesto, sin embargo, trasluce curiosidad. Peligrosa cuando se da en mariscales, generales y gente así.

—El emperador opina de modo diferente. No olvide que es artillero, y tiene a gala serlo... Yo también lo soy.

Asiente Desfosseux, pero no hay quien lo contenga. Siente un calor incómodo bajo la casaca, y una urgente necesidad de desabrocharse el cuello alto y rígido. En todo caso, de perdidos al río: tal vez nunca se le ofrezca otra ocasión de poner las cosas claras. No, desde luego, en un calabozo militar o ante un piquete de fusilamiento. De manera que, tras respirar un par de veces, responde que no pone en duda los méritos artilleros de Su Majestad Imperial, ni los de Su Excelencia el duque de Bellune. Precisamente por eso se atreve a decir lo que dice, sin otro amparo que su ciencia y su conciencia. Lealtad al arma de Artillería y demás. Francia sobre todo y todos. Su patria, etcétera. En cuanto a los obuses, el propio mariscal Víctor estaba presente en el Trocadero cuando se hicieron las pruebas. Y se acordará. Ninguna de las ocho piezas, disparadas a cuarenta y cuatro grados de elevación, alcanzó más de dos mil toesas. Muchos proyectiles estallaron en el aire.

—Por insuficiencia de los mixtos de las espoletas —precisa el general Lesueur, con mala intención.

—Tampoco habrían llegado a la ciudad, de cualquier modo. A cada disparo se aminoraba el alcance... Tampoco ayudaron mucho los granos del fogón.

—¿Y qué pasa con eso? —inquiere el mariscal Víctor.

—Se aflojaban con cada tiro. Eso hacía disminuir la fuerza de impulsión.

Esta vez el silencio es más largo que los anteriores. El mariscal mira con atención el mapa durante un rato. Por la ventana, hacia la que se ha vuelto de nuevo el general Ruffin, sigue oyéndose el ruido de los zapadores que trabajan afuera. Sus golpes de pico y pala. Al cabo, el mariscal aparta la vista de Cádiz.

—Se lo voy a decir de otra manera, capitán... ¿Cómo se llama? Recuérdeme su nombre, por favor.

Glups, suena. La ingestión forzada de saliva parece un pistoletazo. Una mosca —española, cojonera— revolotea por la estancia y va de general en general.

—Simón Desfosseux, Excelencia.

—Pues mire, Desfosseux... Tengo trescientas bocas de fuego de gran calibre apuntando a Cádiz, y la Fundición de Sevilla trabajando veinticuatro horas al día. Tengo mi estado mayor de artillería y lo tengo a usted; que según me aseguró el pobre Senarmont, que en paz descanse, es un genio de la teórica. He puesto a su disposición medios técnicos y autoridad... ¿Qué más necesita para meterle bombas a Manolo por el mismísimo ojete?

—Morteros, Excelencia.

La mosca se le acaba de posar en la nariz al duque de Bellune.

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