—Treinta y dos —precisó Tizón, que había investigado el asunto—. Y sólo estallaron once.
—Es natural. Llegan de lejos, con las mechas apagadas por el mucho tiempo que están en el aire. Otras veces se quedan cortas, y la granada explota a medio camino. ¡Y eso que han probado con toda clase de espoletas!... Yo mismo las estudio cuando podemos recuperarlas: metales y maderas diferentes hasta aburrir, y por lo menos diez clases distintas de mixtos para inflamar las cargas.
—¿Hay diferencias técnicas entre unas bombas y otras?
La cuestión, explicó el artillero, no eran sólo las granadas que llegaban a Cádiz, sino los cañones que las disparaban. Tres eran los tipos generales: normales de tiro tenso, morteros y obuses. Con casi media legua de distancia entre la Cabezuela y las murallas de la ciudad, los primeros no servían. Su alcance era insuficiente y la bala iba al mar. Por eso los franceses recurrían a piezas de batir que tiraban por elevación, con trayectoria curva, como en el caso de los morteros y los obuses.
—Según sabemos, los de enfrente hicieron los primeros ensayos con morteros a finales del año pasado: piezas de ocho, nueve y once pulgadas, traídas de Francia, cuyas granadas no llegaron ni a cruzar la bahía. Fue entonces cuando recurrieron a un tal Pere Ros para fundir nuevos morteros... ¿Le suena el fulano, comisario?
Asintió Tizón. Por sus informes y contactos, estaba al corriente de que ese tal Ros era un juramentado josefino español, catalán de Seo de Urgel, antiguo alumno de la Real Fundición de Barcelona y de la academia de Segovia. Ahora, empleado en Sevilla con el cargo de supervisor de la fábrica de artillería, estaba al servicio de los franceses.
—Fue a Pere Ros —siguió contando Viñals— a quien los gabachos encargaron siete morteros de doce pulgadas del sistema Dedòn, de plancha y recámara esférica. Pero los Dedòn son de fundición complicada y muy imprecisos de tiro. El primero que trajeron de Sevilla no dio resultado, así que se suspendió la fabricación... Recurrieron entonces al diseño Villantroys; que, como sabe, son los obuses a los que tanta publicidad se dio en diciembre, cuando nos tiraban con ellos desde la Cabezuela: piezas de ocho pulgadas que no sobrepasaron las dos mil toesas; que en medidas nuestras son unas tres mil cuatrocientas varas... Y encima, a cada cañonazo disminuía su alcance.
—¿Por qué?
—Al necesitar demasiada pólvora para el disparo, el oído del fogón terminaba estropeándose, tengo entendido. Un desastre... Hasta coplas les hicieron aquí.
—¿Con qué disparan ahora?
El artillero encogió los hombros. Después sacó del bolsillo de la casaca un paquete de picadura y papel de fumar, y se puso a liar un cigarrito.
—De eso ya no estamos seguros. Una cosa es saber cosas viejas por los desertores y espías, y otra estar al corriente de lo último... Sólo tenemos confirmado que ese renegado catalán está fundiendo nuevos obuses bajo la dirección del general Ruty. De diez pulgadas, parece. Las granadas que ahora llegan a Cádiz son de ese calibre.
—¿Y por qué llevan plomo dentro?
Viñals rascó un mixto Lucifer y empezó a echar humo.
—No todas. En la punta del muelle cayó hace tres semanas una de hierro macizo, o casi. Otras llevan carga normal de pólvora, y son las que menos alcanzan y más fallan. Lo del plomo es un misterio, aunque cada cual tiene sus ideas.
—Cuénteme las suyas.
El otro acabó de beberse el café y llamó al mozo. Uno más, dijo. Con un chorrito de aguardiente dentro, como digestivo. En Puntales no andamos bien del estómago.
—Los franceses —prosiguió— tienen la mejor artillería del mundo. Llevan años de guerra y experimentos. Y no olvide que Napoleón mismo es artillero. Tienen los mejores teóricos en ese campo. Yo diría que lo de usar plomo es experimental. Buscan mayor alcance.
—Pero ¿por qué plomo?... No lo entiendo.
—Porque es el más pesado de los metales. Con él dentro, la mayor gravedad específica del proyectil permite alargar la parábola de tiro. Tenga en cuenta que la distancia que una granada puede recorrer es cuestión de densidades y pesos. Sin olvidar la fuerza de la carga de pólvora impulsora y las condiciones ambientales. Todo influye, vamos.
—¿Y la forma de tirabuzón?
—Los fragmentos los retuerce la explosión misma. El plomo se vierte fundido dentro de la recámara, en delgadas capas. Al estallar, éstas se rompen y rizan... De todas formas, no se deje engañar por los resultados. No es fácil trabajar a la distancia que lo hacen ellos. Dudo que un artillero español fuese capaz. No por falta de ideas o talento, claro... Tenemos gente muy buena en la teoría y en la práctica. Hablo de falta de medios. Los gabachos deben de estar gastándose una fortuna... Cada una de las granadas que nos meten en la ciudad tiene que costarles un dineral.
A solas, recordando en su despacho la conversación con el capitán de artillería, Rogelio Tizón estudia el plano de Cádiz como quien interroga a una esfinge. Demasiado poco, piensa. O demasiada nada. Es el suyo el tantear de un ciego. Cañones, obuses, morteros. Bombas. Plomo, como el tirabuzón que ahora saca de un cajón del escritorio y sopesa entre los dedos, sombrío. Demasiado vago. Demasiado inaprensible, lo que busca. Lo que cree buscar. Es confusa, y quizás injustificada, la sospecha de un vínculo secreto entre bombas y muchachas asesinadas. Por más vueltas que le da, sigue sin un indicio, ni una huella real. Sólo tirabuzones retorcidos como presentimientos. Gravedad específica, en palabras del capitán Viñals. La sensación de estar asomado, llenos los bolsillos de plomo, al borde de un pozo oscuro. Y eso es todo. Nada que le sirva. Sólo aquel plano de la ciudad extendido sobre la mesa, extraño tablero de ajedrez donde la mano de un jugador improbable mueve piezas cuyo carácter no alcanza Tizón a comprender. Nunca le había ocurrido antes. A sus años, esa incertidumbre lo asusta. Un poco. También lo enfurece. Mucho.
Airado, devuelve el trozo de plomo al cajón y lo cierra de golpe. Luego da un puñetazo sobre la mesa, tan fuerte que hace saltar algunas gotas del tintero, salpicando un ángulo del mapa. Mierda de Dios, blasfema. Y de su madre. Al oír el ruido, el secretario que trabaja en la habitación contigua asoma la cabeza por la puerta.
—¿Ocurre algo, señor comisario?
—¡Métase en sus asuntos!
El secretario retira la cabeza como un ratón asustado. Sabe reconocer los síntomas. Tizón se mira las manos apoyadas en el borde de la mesa. Son anchas, callosas, duras. Capaces de causar dolor. Cuando es preciso, también ellas saben hacerlo.
Un día llegaré al final, concluye. Y alguien pagará caro todo esto.
Con mucho cuidado, Lolita Palma sitúa en una sección del herbario las tres hojas de amaranto, junto a un dibujo coloreado, hecho por ella misma, de la planta completa. Cada hoja tiene dos pulgadas y termina en una pequeña espinita de color claro, lo que permite clasificarlas sin dificultad como
Amaranthus spinosus.
Nunca había tenido otras antes; los ejemplares llegaron hace pocos días de Guayaquil, en un paquete con otras hojas y plantas secas remitidas por un corresponsal local. Ahora siente el placer del coleccionista satisfecho por una adquisición reciente. Felicidad suave, la suya. Razonable. Una vez seca la gotita de goma que fija cada ejemplar a la cartulina, Lolita pone una hoja de papel fino encima, cierra el herbario y lo coloca vertical en el estante de un gran armario acristalado, junto a otros semejantes atestados de bellos nombres que designan tesoros singulares de la Naturaleza:
Crisantemo, Ojo de buey, Centaura, Pascalia.
El estudio botánico, contiguo al gabinete de trabajo situado en el piso principal de la casa, es modesto pero suficiente para sus necesidades de aficionada: confortable, bien iluminado por una ventana que da a la calle del Baluarte y otra abierta al patio interior. Hay en la estancia cuatro gavetas grandes con los cajones etiquetados según el contenido, una mesa de trabajo con un microscopio, lupas y utensilios adecuados, y una librería con obras de consulta, entre ellas un Linneo, una
Descripción de las plantas
de Cavanilles, el
Theatrum Florae
de Rabel, el
Icones plantarum rariorum
de Jacquin-Nikolaus y un ejemplar en gran folio, coloreado, de
Plantes de l'Europe,
de Merian. También, en el balconcito acristalado en forma de invernadero que da al patio, tiene dispuestas varias macetas con nueve clases distintas de helechos traídos de América, las Islas del Sur y las Indias Orientales. Otras quince variedades adornan en grandes tiestos el patio de abajo, los balcones donde nunca incide la luz del sol y otros lugares umbríos de la casa. El helecho, la
fílice
de los antiguos, en el que ni los autores clásicos ni los modernos estudiosos de la botánica supieron nunca situar la localización del sexo masculino —hasta su existencia es hoy mera conjetura—, fue siempre la planta predilecta de Lolita Palma.
Mari Paz, la doncella, aparece en la puerta del gabinete.
—Con su permiso, señorita. Están abajo don Emilio Sánchez Guinea y otro caballero.
—Dile a Rosas que los atienda. Bajaré enseguida.
Quince minutos después, tras pasar por el vestidor de su alcoba para arreglarse un poco, baja abotonándose un spencer de raso gris sobre camisa blanca y basquiña verde oscuro, cruza el patio y entra en la parte de la casa destinada a oficinas y almacén.
—Buenos días, don Emilio. Qué agradable sorpresa.
La salita de recibir es añeja y confortable. Contigua al despacho principal y las oficinas de la planta inferior, está rodeada por un friso de madera barnizada, con estampas marinas enmarcadas en las paredes —paisajes de puertos franceses, ingleses y españoles—, y amueblada con butacas, un sofá, un reloj de péndulo High & Evans y un mueble estrecho con cuatro estantes llenos de libros de comercio. El sofá lo ocupan Sánchez Guinea y un hombre más joven, moreno y tostado de piel. Ambos se levantan al verla entrar, dejando sobre una mesa las tazas de porcelana china donde Rosas, el mayordomo, acaba de servirles café. Lolita se sienta en su lugar de costumbre, una butaca tapizada en vaqueta vieja que perteneció a su padre, e invita a los dos hombres a ocupar de nuevo el sofá.
—¿Qué de bueno lo trae por aquí?
Dirige la pregunta al viejo amigo de la familia, pero observa al otro hombre: unos cuarenta años, pelo y patillas negras, ojos claros, vivos. Quizá inteligentes. No muy alto, pero ancho de hombros bajo la casaca azul —algo raída en los codos y filos de las mangas, advierte— con botones de latón dorado. Manos firmes y recias. Un marino, sin duda. Lleva demasiado tiempo en contacto con ese mundo como para no reconocer a la gente de mar al primer vistazo.
—Quiero presentarte a este caballero.
Don Emilio lo hace de forma breve, práctica, yendo al grano. Capitán don José Lobo, antiguo conocido mío. Ahora en Cádiz y sin empleo, por diversas circunstancias. La casa Sánchez Guinea planea asociarlo a un negocio en curso. Ya sabes. Ese del que hablamos hace poco en la calle Ancha.
—¿Nos disculpa un momento?
Los dos la imitan cuando se levanta de la butaca, invitando a don Emilio a pasar con ella al despacho privado. Desde el umbral, antes de cerrar la puerta, Lolita Palma dirige un último vistazo al marino, que sigue de pie en el centro de la salita: su aire parece circunspecto, pero la expresión es tranquila, amable. Casi divertida por la situación. Ese individuo, piensa ella brevemente, es de los que sonríen con los ojos.
—¿A qué viene esta emboscada, don Emilio?
Protesta el viejo comerciante. Nada de eso, hija mía. Sólo quería que conocieses a mi hombre. Pepe Lobo es capitán experimentado. Sujeto de valor, competente. Buen momento para emplearlo, porque está sin trabajo y dispuesto a embarcarse en cualquier madera que flote. Tenemos a medio armar una balandra con la patente de que te hablé el otro día, y a finales de mes estará en condiciones de hacerse a la mar.
—Le dije que no me mezclo con corsarios.
—No tienes que mezclarte. Sólo participar. Yo me encargo de lo demás. Pasado mañana deposito la fianza de armamento.
—¿Qué barco es?
Lo describe Sánchez Guinea con énfasis de comerciante satisfecho de su compra: balandra francesa de ciento ochenta toneladas que capturó un corsario de Algeciras y subastaron allí hace veinte días. Vieja, pero en buen estado. Puede llevar ocho cañones de a seis libras. Rebautizada
Culebra
porque se llamaba
Colbert.
Comprada por veinte mil reales. El armamento —velas y jarcia nueva, armas ligeras, pólvora y munición— llevará cosa de diez mil más.
—Haremos campañas cortas: desde San Vicente hasta Gata, o Palos como mucho. Con poco riesgo y mucha posibilidad de beneficios. Es dinero en el bolsillo, créeme... Los dos tercios del armador los llevaríamos a medias tú y yo. El otro tercio, para el capitán y la tripulación. Todo escrupulosamente legal. Lolita Palma mira hacia la puerta cerrada.
—¿Qué más hay de ese hombre?
—Tuvo mala suerte con sus últimos viajes, pero es buen marino. Ya corrió el Estrecho durante la última guerra. Mandaba una goleta de seis cañones con la que hizo una campaña rentable. Lo sé porque yo era uno de los propietarios... Al final tuvo un golpe de mala suerte: una corbeta inglesa lo capturó cerca del cabo Tres Forcas.
—Creo que alguna vez me habló de él... ¿No se fugó de Gibraltar?
Sánchez Guinea emite una risa ladina, aprobadora. El recuerdo de aquello parece regocijarlo.
—Ese mismo. Estaba preso y escapó con otros, robando una tartana. Desde hace cuatro años navega en barcos mercantes... Hace poco tuvo desacuerdos con su último armador.
—¿Quién era el armador?
—Ignacio Ussel.
El nombre lo pronuncia el viejo comerciante enarcando las cejas, y se la queda mirando entre inquisitivo y cómplice. Toda Cádiz está al corriente de que la casa Palma e Hijos tiene agravios pendientes con esa firma. Durante la crisis del año 96, Tomás Palma estuvo a punto de arruinarse por una deslealtad de Ignacio Ussel, que le hizo perder tres fletes importantes. La hija no lo ha olvidado.
—Tenemos una patente de corso firmada por la Regencia para dos años —prosigue Sánchez Guinea—, un barco en condiciones, un capitán capaz de reunir buena tripulación, y una costa enemiga por la que van y vienen barcos franceses o procedentes de zonas ocupadas. ¿Qué más se puede pedir?... Hay, también, recompensas por presas tomadas al enemigo, aparte del valor de los barcos y su carga.