—Morteros, dice.
—Eso es. De mayor calibre que el modelo Dedòn: catorce pulgadas.
Víctor aparta la mosca de un manotazo. Con el gesto apunta el brusco cuartelero, vulgar bajo los alamares y entorchados del uniforme.
—Olvídese de los putos morteros. ¿Me oye?
—Perfectamente, Excelencia.
—Si el emperador dice que usemos obuses, se usan obuses y no hay más que hablar.
Alza el capitán Desfosseux una mano, pidiendo cuartel. Un minuto más, tan sólo. Porque en tal caso, argumenta, debe hacer una pregunta al señor mariscal. ¿Quiere Su Excelencia que las bombas estallen en Cádiz, o basta con que caigan allí?... Dice eso y se queda callado, esperando. Tras una breve vacilación y cambiando un vistazo con sus generales, Víctor responde que no entiende a dónde quiere llegar el capitán. Entonces éste señala de nuevo el mapa del caballete y responde que necesita saber si lo que se busca es causar daños reales en la ciudad, o minar la moral de la gente con la caída de bombas. Si da igual que éstas exploten o no. Si bastaría con daños relativos.
El desconcierto del mariscal es evidente. Se rasca la nariz, allí donde se detuvo la mosca.
—¿Qué entiende por daños relativos?
—El impacto de una bomba maciza o inerte de ochenta libras, que rompiera cosas e hiciera ruido.
—Mire, capitán —Víctor ya no parece irritado—. Lo que yo quiero es arrasar esa maldita península y luego tomarla a la bayoneta con mis granaderos... Pero ya que resulta imposible, pretendo al menos que el
Monitor
publique en París, sin mentir, que le estamos sacudiendo a toda la ciudad de Cádiz. De punta a punta.
Ahora es Desfosseux quien sonríe al fin. Por primera vez. Tampoco es una mueca descarada, impropia de su rango y situación. Se trata sólo de un esbozo discreto. Prometedor.
—He hecho unas pruebas con un obús de diez pulgadas que dispara balas especiales. O en realidad muy simples: sin pólvora para estallar. Ni espoleta, ni carga. Unas de hierro macizo y otras rellenas con plomo. Parecen interesantes en cuanto al alcance, si logro resolver algún problema secundario.
—¿Y eso qué daño hace al caer?
—Rompe cosas. Con suerte, acierta en algún edificio. A veces mata o lisia a alguien. Hace mucho ruido. Y quizá logre cien o doscientas toesas más de alcance.
—¿Eficacia táctica?
—Ninguna.
Víctor cambia un vistazo con el general Lesueur, que lo confirma todo con un gesto, muy sobrado, aunque Desfosseux sabe que no tiene ni idea de lo que hablan. El carácter real de las últimas pruebas con Fanfán lo conocen sólo el teniente Bertoldi y él.
—Bueno. Algo es algo. Suficiente para el
Monitor,
de momento. Pero no abandone a los clásicos. Siga trabajando en los obuses con bombas convencionales, las espoletas y demás. Nunca está de sobra ponerle una vela a Cristo y otra al diablo.
Se levanta el duque. Por reflejo automático, se estiran todos. Al oír el ruido de la silla, el general Ruffin deja de mirar por la ventana.
—Y otra cosa, capitán. Estalle o no estalle: si logra colocar una bomba encima de la iglesia de San Felipe Neri, donde se reúne ese consejo de bandoleros que allí llaman Cortes, lo asciendo a comandante. ¿Me oye?... Tiene mi palabra.
Tuerce el gesto el general Lesueur, y Víctor lo advierte.
—¿Qué pasa? —lo interpela altanero—. ¿No le parece bien?
—No es eso, mi general —se excusa el otro—. El capitán Desfosseux ya ha rechazado dos veces un ascenso como el que Su Excelencia le ofrece.
Dice eso y mira al interesado con transparente mezcla de sentimientos: algo de celos y un resquemor suspicaz. En su mundo de militar profesional, cualquier individuo que se niega a ascender resulta sospechoso. Se trata de una contradicción manifiesta con el espíritu al uso entre los veteranos del Imperio: ascender en grado y honores desde soldado raso hasta que uno pueda, como el duque de Bellune y el propio general Lesueur, saquear tierras, pueblos y ciudades bajo su mando y enviar el botín a su residencia en Francia. Tres décadas de gloria republicana, consular e imperial, tragando fuego sin poner mala cara, son perfectamente compatibles con morir rico y, si es posible, en la cama. Una razón más, en fin, para desconfiar de quien, como Desfosseux, pretende desfilar con música propia. De no ser por su reconocida destreza técnica, Lesueur lo habría mandado hace tiempo a pudrirse en un reducto, en los insalubres caños que rodean la isla de León. Pisoteando fango.
—Vaya —comenta Víctor—. Un individualista, por lo que veo. Tal vez nos mira por encima del hombro a los que sí ascendemos.
Otro silencio tenso. Lógico, por otra parte. Roto por una carcajada del mariscal. El toque Víctor.
—Bien, capitán. Haga su trabajo y recuerde lo de la bomba en San Felipe. Mi oferta de recompensa sigue en pie... ¿Ha pensado en otra que le cuadre más?
—Un mortero de catorce pulgadas, Excelencia.
—Fuera de aquí —el héroe de Marengo señala la puerta—. Quítese de mi vista, maldito cabrón.
El taxidermista entra temprano en la jabonería de Frasquito Sanlúcar. Ésta se encuentra en la calle Bendición de Dios, junto al Mentidero. Tienda oscura y fresca, estrecha, con ventana a un patio interior y mostrador al fondo, ante una cortina que lleva al almacén. Cajas apiladas, cajones con tapas de cristal mostrando las mercancías. Frascos para los productos finos. Colores y aromas, olor a jabones y esencias. En la pared, una estampa coloreada del rey Fernando VII y un viejo barómetro de barco largo y estrecho, de columna.
—Buenos días, Frasquito.
El jabonero viste guardapolvo gris. Es pelirrojo, con aspecto más inglés que español, pese a su apellido. Lleva lentes. Las manchas pecosas de la cara le ascienden por las entradas del pelo ensortijado y escaso.
—Buenos días, don Gregorio. ¿Qué se le ofrece?
Gregorio Fumagal —tal es el nombre del taxidermista— le sonríe al jabonero. Es cliente asiduo, pues los géneros de Frasquito Sanlúcar son los mejores y más variados de Cádiz: desde pomadas y jabones transparentes y finos de tocador, traídos del extranjero, hasta los españoles ordinarios de lavar.
—Quiero tinte para el pelo. Y dos libras del jabón blanco que me llevé el otro día.
—¿Le pareció bueno?
—Estupendo. Y tenía usted razón. Limpia perfectamente la piel de los animales.
—Se lo dije. Sale mejor que el que le servía antes. Y más económico.
Dos mujeres jóvenes entran en la tienda. No tengo prisa, dice el taxidermista, y se aparta del mostrador mientras Sanlúcar las atiende. Son vecinas del barrio, clase popular: mantoncillos de lana basta sobre sayas de anascote, pelo recogido con horquillas, cestas de la compra al brazo. Desenvueltas como suelen ser las gaditanas. Una es menuda y bonita, de piel clara y manos finas. Gregorio Fumagal las observa mientras curiosean en las cajas y sacos de género.
—Ponme media libra de ese amarillo, Frasquito.
—Ni hablar. Ése no es para ti. Demasiado sebo, niña.
—¿Y eso qué tiene de malo?
—Que es de mucha grasa. Algo cochinillo. Al poco de lavarse queda una poquita de olor... Te voy a poner de este otro, que es de sebo fino y aceite de sésamo. Un lujo.
—Seguro que también es más caro. Que te conozco.
Frasquito Sanlúcar pone cara de inocencia resignada.
—Una miaja más caro sí es. Pero tú mereces un jabón de reina mora. Alta calidad. Tronío. Por guapa. Este mismo, sin ir más lejos, es el que usa la emperatriz Josefina.
—¿De verdad?... Pues para ella. Yo no quiero jabón de gabacha.
—Quieta ahí, niña. Que no he terminado. También lo usa la reina de Inglaterra. Y la infanta Carlota de Portugal. Y la condesa de...
—Tampoco tienes cuento ni nada, Frasquito.
El jabonero ha cogido una caja y se dispone a envolverla con papel de color. Cuando los clientes son mujeres, suele empaquetar los géneros en cajas vistosas con bonitos papeles y etiquetas. Un reclamo para la tienda.
—¿Cuántas libras has dicho que te ponga, mi alma?
Al despedirse las dos jóvenes, Gregorio Fumagal se aparta para dejarles paso y se las queda mirando mientras salen.
—Disculpe, don Gregorio —lo atiende el jabonero—. Gracias por su paciencia.
—Veo que sigue teniendo buen surtido, a pesar de la guerra.
—No me quejo. Con el puerto libre no falta de nada. Hasta género francés llega. Y menos mal, porque Cádiz es una ciudad hecha a lo de afuera, y el jabón español tiene mala fama... Se dice que lo adulteramos mucho.
—¿También adultera usted?
Sanlúcar compone una mueca digna. Hay mezclas buenas y malas, responde. Y fíjese, añade señalando una caja de pastillas de un blanco inmaculado. Jabón alemán. Lleva mucha grasa porque allí no tienen aceite, pero la purifican hasta hacerla inodora. En cambio, nadie quiere jabones de tocador españoles. Ha habido mucha chapuza, y la gente no se fía. Al final siempre pagan —pagamos, se incluye el jabonero tras una pausa— justos por pecadores.
Suena un trueno sordo, distante. Bum. Apenas una vibración leve en el suelo de madera y el vidrio de la ventana. Los dos escuchan un instante, atentos.
—¿Preocupan las bombas por aquí?
—No mucho —con aire indiferente, Sanlúcar envuelve en papel de estraza las dos libras de jabón y el frasco de tinte para el pelo—. Este barrio queda lejos. Ni siquiera llegan a San Agustín, las que más.
—¿Cuánto le debo?
—Siete reales.
El taxidermista pone sobre el mostrador un duro de plata y espera el cambio, vuelto a medias en la dirección de la que vino el estampido.
—De todas formas, se acercan poco a poco.
—No demasiado, gracias a Dios. Esta mañana pegó una en la calle del Rosario. Es la que más próxima ha caído, y ya ve: a mil varas. Por eso mucha gente de ese lado, la que no tiene casas de parientes donde ir, empieza a pasar la noche en esta parte de la ciudad.
—¿Al raso?... Menudo espectáculo.
—Y que lo diga. Vienen cada vez más, con colchones, mantas y gorros de dormir, y se meten en los portales que les dejan, y en donde pueden... Dicen que las autoridades pondrán barracas en el campo de Santa Catalina, para alojarlos. Detrás de los cuarteles.
Cuando Gregorio Fumagal sale de la jabonería con su paquete bajo el brazo, las dos mujeres jóvenes caminan delante de él, mirando las puertas de las tiendas. El taxidermista las observa de reojo, y dejando atrás el Mentidero se dirige a la parte oriental de la ciudad por las calles rectas y bien trazadas —de forma que corten el paso a vientos levantes y ponientes— próximas a la plaza de San Antonio. De camino se detiene en la botica de la calle del Tinte, donde compra tres granos de solimán, seis onzas de alcanfor y ocho de arsénico blanco. Después sigue hasta la esquina de Amoladores con el Rosario, donde varios parroquianos, sentados a la puerta de una tienda de montañés, despachan una botella de vino mientras contemplan el edificio alcanzado a las nueve de la mañana por una bomba. La casa ha perdido parte de su fachada. Desde la calle pueden verse tres plantas abiertas de arriba abajo, mostrando un destrozo vertical de vigas rotas, puertas que dan al vacío, alguna estampa o cuadro torcido en la pared, una cama y otros muebles milagrosamente en equilibrio sobre el desastre. Un paisaje de intimidad doméstica puesto al desnudo de forma casi obscena. Vecinos, soldados y rondines apuntalan los pisos y remueven escombros.
—¿Ha habido víctimas? —pregunta Fumagal al montañés.
—Ninguna grave, gracias a Dios. No había nadie en la parte que se vino abajo. Sólo la dueña y una criada están heridas... La bomba cayó rompiéndolo todo, pero sin más desgracias.
El taxidermista se acerca al lugar donde un grupo de curiosos observa los restos del artefacto: fragmentos de hierro y de plomo entre los cascotes. El plomo son piezas finas de medio palmo, enroscadas como tirabuzones. Se trata, oye contar Fumagal, del domicilio de un comerciante francés, internado hace tres años en los pontones de la bahía. Los nuevos dueños lo convirtieron en casa de huéspedes. La patrona se encuentra en el hospital con las dos piernas rotas, después de ser rescatada entre los escombros. La criada escapó con algunas contusiones.
—Han vuelto a nacer —apunta una vecina, santiguándose.
Los ojos atentos del taxidermista se fijan en todo. La dirección de la que vino la bomba, el ángulo de incidencia, los daños. Viento de levante, hoy. Moderado. Procurando no llamar la atención, camina desde el lugar donde cayó el proyectil hasta la esquina de la iglesia del Rosario mientras cuenta los pasos y calcula la distancia: unas veinticinco toesas. Discretamente lo anota con un lápiz de plomo en un cuadernito con tapas de cartón que saca del bolsillo del sobretodo; de allí lo trasladará más tarde al mapa que tiene dispuesto en la mesa de su gabinete. Rectas y curvas. Puntos de impacto en la trama en forma de telaraña que crece lentamente sobre el trazado de la ciudad. Estando en ello ve pasar a las dos mujeres jóvenes que vio en la tienda del jabonero, que acuden a curiosear los estragos de la bomba. Mientras las observa de lejos, el taxidermista tropieza con un hombre tostado de tez que viene en dirección contraria, vestido con sombrero negro de puntas y casaca de paño azul con botones dorados. Tras breve disculpa por parte de Fumagal, cada uno sigue su camino.
Pepe Lobo no presta atención al hombre vestido de oscuro que se aleja despacio, con dos paquetes en las manos largas y pálidas. El marino tiene otras cosas en que pensar. Una de ellas es el modo en que se acumula su mala suerte. Bajo los escombros de la pensión donde vive —o ha vivido hasta hoy— está sepultado su baúl de camarote con el equipaje. No es que dentro haya gran cosa, pero allí quedan tres camisas y otra ropa blanca, una casaca, calzones, un catalejo y un sextante ingleses, un reloj de longitud, cartas náuticas, dos pistolas y algunos objetos necesarios, entre ellos su patente de capitán. Dinero, ninguno; el que posee es tan escaso que puede llevarlo encima. Apenas hace ruido en el bolsillo. El resto, lo que le adeudan del último viaje, ignora cuándo lo cobrará. Su última visita al armador de la
Risueña
acaba de efectuarla hace media hora con resultados poco alentadores. Pásese en unos días, capitán. Cuando hayamos hecho balance de ese viaje desastroso y todo esté resuelto. Primero tenemos que pagar a los acreedores con los que nos comprometió el retraso del barco. Su retraso, señor. Espero que se haga cargo del problema. ¿Perdone? Ah, sí. Lo lamento. No tenemos ningún otro mando disponible. Por supuesto que le avisaremos llegado el caso. Descuide. Y ahora, si me permite. Que usted lo pase bien.