No pienses en ellos.
No hables de ellos.
No escribas sobre ellos.
Vampiros. Desearás no haberlos imaginado.
Abel Young tiene claro su destino: se casará con Mary, la chica de sus sueños, y terminará por regentar la ferretería familiar. Pero su vida da un vuelco cuando Mary decide dejarlo. Así, por las buenas.
Únicamente puede vencer la desazón cuando su tutor del instituto le encarga que escriba un relato. Y eso que escribir no es lo suyo. ¿Quién le mandaría apañar esa absurda historia de vampiros? ¿Por qué diantre ha tenido que venir a este congreso de jóvenes escritores en la otra punta del país?
El caso es que ahora nada en su vida está preestablecido. Es más, lo que no le falta son sorpresas. No estaría mal del todo de no ser por las hordas de vampiros que quieren borrarlo del mapa. Porque Abel ha metido el dedo en la llaga: en su cuento, ha desvelado sin querer el secreto ancestral de su existencia, y debe pagar por haberlo narrado de manera muy creíble. Demasiado creíble.
Juan Ignacio Carrasco
Entre nosotros
ePUB v1.1
Eibisi18.08.12
Título original:
Entre nosotros
Juan Ignacio Carrasco, 2010.
Editor original: Eibisi (v1.0-v1.1)
ePub base v2.0
El día que nací, mi padre cambió el cartel de su ferretería, añadiendo a su nombre, John M. Young, un «& Son». El día que nací, mi padre, sin ser consciente de ello, se atrevió a escribir el destino de su hijo Abel con letras doradas sobre un fondo verde. Se equivocó, aunque no fue culpa suya, sino de Renée Zellweger y lord Byron.
ABEL J. YOUNG
Hay muchos peces en el mar
E
l vampiro se incorporó en el momento en que la estaca se incrustó en su pecho. Instintivamente Gabriel y yo dimos un par de pasos atrás. El vampiro miró su pecho, del que sobresalía un pedazo de la estaca por la que empezaba a chorrear un fino hilo de sangre, nos miró y empezó a gritar, pero sus gritos fueron rápidamente sofocados por la sangre que empezó a manar de su boca. Era evidente que el golpe de Gabriel había sido certero y que aquel vampiro estaba a punto de perecer. Sin embargo, el pobre diablo no se daba por vencido y, en el último esfuerzo de su agonía, cogió la estaca con las dos manos, intentando arrancársela del pecho. Al ver las intenciones del vampiro, Gabriel se acercó a él y le golpeó con el mazo en la frente. El golpe dejó al vampiro sin las últimas fuerzas que le quedaban, sus manos soltaron la estaca y su cuerpo, ya sin vida, empezó a tambalearse y poco después cayó hacia atrás.
—Como en las películas —dijo Gabriel—, ha sido como en las películas. Bueno, menos por lo del pijama a rayas y el mazazo, pero en esencia igualito que en las películas.
Gabriel metió el mazo en la mochila y se dispuso a arrancarle la estaca al vampiro, pero esta estaba tan incrustada que hacía inútiles sus esfuerzos. Tras varios intentos, me hizo un gesto con la cabeza para que me acercase a la cama y me pidió que sujetara fuertemente los hombros del cadáver. Gabriel se subió a la cama, se puso de rodillas sobre el vampiro, cogió la estaca y la arrancó de su pecho. A la estaca se le había partido la punta, quizá al rozarse con una costilla, y estaba completamente bañada en la sangre de aquel desgraciado. Gabriel la limpió restregándola sobre las sábanas, bajó de un salto de la cama y metió la estaca en la mochila.
—Yo ya he acabado con lo mío —dijo Gabriel—. Ahora vas tú, coges la espada y le decapitas.
—¿Qué he de cortarle la cabeza? —pregunté extrañado.
—Claro, para eso hemos traído la espada. Yo le daba el estacazo y tú le cortabas la cabeza.
—Pensaba que la espada era para otra cosa.
—¿Para qué?
—No sé, para defendernos de un ataque inesperado…
—Yo creo que quedó claro que era para cortarle la cabeza, como a la pelirroja aquella de
Drácula de Bram Stoker
. Cuando estábamos viendo la película, dije que si teníamos que hacer eso yo me pedía clavar la estaca y que otro se encargara de cortarle la cabeza al bicho. Y nadie puso ninguna pega.
—Pues yo no te oí.
—Pues te juro que lo dije, y si no, después se lo preguntamos a Arisa.
—No quiero decir que no lo dijeras, sino que no te oí decirlo.
—Da igual que lo oyeras o no, de todas maneras somos un equipo y yo he clavado la estaca, así que a ti te toca la decapitación.
—¿Crees que es necesario?
—Por supuesto que lo es, a la pelirroja le cortaban la cabeza.
—Pero es que ella era la novia de alguien, era por hacerle un favor, y este tío no es nadie y encima ha matado a tu padre.
—No me jodas, Abel, hemos seguido el ritual y funciona. Así que, hala, a cortarle la cabeza.
—Es que nunca he decapitado a nadie.
—¿Y crees que yo me he pasado la vida clavando estacas?
—¿No podemos volver con un hacha?
—No, mejor aún, nos vamos y volvemos con una guillotina —dijo, utilizando un tono sarcástico que no me gustó nada—. Me estás empezando a poner nervioso. En la película era una espada, y una espada es lo que tenemos que utilizar, tío. ¿Lo vas a hacer o no?
Asentí con la cabeza y cogí la espada. Gabriel movió el cadáver para que su cabeza quedara colgando en el borde de la cama y se sentó encima del vampiro para que su cuerpo no se moviera al golpearle con la espada. Cerré los ojos, tomé aire y me concentré unos segundos en lo que estaba a punto de hacer. Entonces, justo antes de dejar caer con todas mis fuerzas la espada sobre el cuello del vampiro, me vino a la mente el momento en el que Mary me contó emocionada que se llamaba igual que la inventora de la minifalda.
Mary, Renée y Nemo
L
a noche que decidí pedirle a Mary Quant que se casara conmigo me costó un poco conciliar el sueño. Yo nunca había sido una persona excesivamente valiente. Cuando nací el médico le dijo a mi madre que era la primera vez que un bebé había hecho fuerza para volver a entrar en el vientre materno después de sacar la cabeza. No sé si eso ocurrió así, sospecho que no, pero siempre se contaba esa anécdota cuando me asustaba por algún motivo tonto: un perrito ladrándome, una suma con decimales, una anciana intentando limpiarme una manchita de la mejilla con su dedo impregnado en saliva, etc. Por esa razón sabía que había una posibilidad de que en el momento justo de declararme a Mary una mezcla de mucosidades y angustia crease una bola en mi garganta que no me dejase hablar. El tema estaba en hacerlo rápido y bien, en encontrar las palabras justas y soltarlas como si estuvieran quemándome por dentro. Estuve un par de horas imaginándome cómo, dónde y cuándo lo haría, de tal manera que a la mañana siguiente mi declaración fuese casi un acto reflejo.
El ensayo nocturno funcionó a las mil maravillas. Mary ese día estaba especialmente preciosa. Su pelo dorado, recogido con una larga cola, siempre me había parecido la cosa más bonita del mundo. A veces también me había quedado prendado de su sonrisa o de sus ojos azules, de una redonda redondez muy redonda, pero era su pelo lo que hacía de Mary mi chica. Cuando la vi esa mañana, reunida con las amigas, no me lo pensé, fui directamente a hacer lo que debía hacer. Me acerqué a Mary por detrás, le toqué el hombro suavemente y cuando ella se volvió se lo solté:
—Mary Quant, ¿quieres ser mi esposa?
Mary se quedó mirándome y supongo que lo mismo hicieron sus amigas, pero la noche anterior también había ensayado una visión de túnel para evitar desconcentrarme por culpa de ellas y estaba resultando muy efectiva. La verdad era que la visión de túnel, más que para que no me desconcentraran era para que no me asustaran, sobre todo Lucy Simmons, cuya madre llevaba a cuestas tres divorcios y dos abandonos en el altar y al parecer había educado a su hija en el odio al género masculino, manifestándose este con la santa manía de pegar patadas en los genitales de los chicos, a la mínima oportunidad, mientras les decía: «Es que todos los hombres sois iguales y los de Ohio peores que los demás» (cosa que no tenía mucho sentido en el condado de Macon, Tennessee, pero eso era lo que ella decía). Especialmente para el «peligro Simmons», aparte de la visión de túnel, ensayé el cubrir disimuladamente los genitales, sin que pareciese que estaba formando una barrera defensiva de fútbol, pues tenía la absoluta certeza de que si Mary me decía que no, Lucy se vengaría de alguno de sus cinco padres cebándose en mí. Sin embargo no pasó nada de eso, ya que menos de un segundo después de hacerle la proposición Mary me contestó:
—Por supuesto que sí, Abel. Estaré encantada de ser la señora Young.
Tras darme el «sí quiero» provisional, no hubo ni beso ni anillo; no hace falta pompa y circunstancia cuando tienes siete años. Tampoco nos cogimos de la mano y dimos vueltas por el patio. Ella volvió al juego de la comba que había interrumpido para prometerme su amor eterno y yo fui a comprobar si era cierto que Peter Lindstrom se estaba comiendo un sándwich de murciélago para almorzar, tal y como él había anunciado nada más llegar al colegio esa misma mañana.
Diez años después de que Mary se comprometiera a casarse conmigo, rompió su promesa y me dejó. Fue justo al iniciarse el otoño del último año de instituto, un par de meses después de iniciarse el curso. Fuimos al cine a ver algo de Renée Zellweger, pero cuando recuerdo nuestra ruptura, siempre ligo a ese hecho haber visto una película suya antes. Después del cine, llevé a Mary a su casa, y antes de bajar del coche me acerqué para besarla y ella me detuvo. «Tenemos que hablar», me dijo y entonces pensé que no iba a salir bien parado de aquello, sin importar mucho cuál fuera el tema del que íbamos a hablar. Suspiró profundamente, como tomando carrerilla para poder soltar sus primeras palabras, que pensé que iba a ser padre, de mellizos por lo menos.
—El año que viene iré a la universidad…
—¡Menos mal!
—¿Menos mal? Si ya sabes que voy a ir.
—No, no es por eso. He tenido un lapsus tonto, perdona.
—Bueno, pues el año que viene iré a la universidad y sabes que eso supone un cambio muy importante en la vida de cualquier persona.
—Tú irás a la universidad y yo haré jornada completa en la ferretería. En mi caso es también un cambio, pero, claro, no como el tuyo…
—Lo que quiero que entiendas es que eso de ir a la universidad me ha hecho pensar mucho en nosotros y creo que lo mejor es que lo nuestro se acabe.
Me quedé unos segundos pensativo, repitiéndome lo que acababa de escuchar. A mi cerebro le costaba procesar la información recibida. Parece claro, a simple vista, ya lo sé, parece que con ese «que lo nuestro se acabe» me estaba dejando, pero también me había dicho en una ocasión que solamente le apetecían «cariñitos» una noche y resultó que eso no eran mimos en el sofá, sino desenfreno alocado en la cama. Siempre que pasaba algo así luego me decía: «¿Es que no sabes que a veces las mujeres pedimos lo contrario de lo que realmente queremos para que los hombres toméis la iniciativa?». Pues no, no lo sabía. ¿Cómo iba a saberlo? Estas cosas no se pueden saber porque no naces con ellas, al menos si eres hombre, y en el colegio nadie te enseña cosas que luego son lo contrario. Ni siquiera las maestras lo hacen. Además, está eso del «a veces», lo cual quiere decir que no siempre dicen lo contrario de lo que piensan. Eso me pasó poco después del incidente de los «cariñitos», una noche en la que sólo le apetecía «dormir». Entonces, lógicamente, me abalancé sobre ella y no, se ve que ese día solo le apetecía dormir. Me llamó «enfermo salido que sólo piensas en el sexo». Entonces decidí que, debido sobre todo a la poca actividad sexual que teníamos por razones de edad e independencia, ante cualquier propuesta suya que pudiera esconder un significado diferente al aparente, le pediría que me lo aclarase, más que nada para no acabar el día pensando que era un imbécil o un pervertido.