Cruzando la calle, el marino se acerca a la gente reunida ante la casa. Comentarios indignados, insultos a los franceses. Nada nuevo. Se abre paso entre los curiosos hasta que un sargento de Voluntarios le dice, con malos modos, que no puede ir más allá.
—Vivo en la casa. Soy el capitán Lobo.
Mirada de arriba abajo.
—¿Capitán?
—Eso es.
El título no parece impresionar al otro, que viste el uniforme azul y blanco de las milicias urbanas; pero como gaditano que es, olfatea al marino mercante y suaviza la actitud. Cuando Lobo explica lo del baúl, el sargento ofrece que un soldado ayude a buscarlo, desescombrando, a ver qué puede rescatarse de aquella ruina. De manera que Lobo da las gracias, se quita la casaca, y en mangas de camisa se pone a la faena. No va a ser fácil, piensa inquieto mientras remueve piedras, ladrillos y maderos rotos, encontrar otro alojamiento decente. La afluencia de forasteros lleva al extremo la escasez de vivienda. Cádiz ha duplicado su número de habitantes: pensiones y posadas están llenas, e incluso cuartos y terrazas de casas particulares se alquilan o subarriendan a precios extravagantes. Es imposible encontrar nada por menos de 25 reales diarios, y el alquiler anual de una vivienda modesta supera ya los 10.000. Cantidades, ésas, que no todos pueden pagar. Algunos refugiados pertenecen a la nobleza, disponen de recursos, reciben dinero de América o alcanzan rentas de sus tierras, situadas en zona enemiga, a través de casas de comercio de París y Londres; pero la mayor parte son propietarios arruinados, patriotas que se negaron a jurar al rey intruso, empleados cesantes, funcionarios de la antigua administración traídos por el flujo y reflujo de la guerra, siguiendo con sus familias a la Regencia fugitiva desde la entrada de los franceses en Madrid y Sevilla. Innumerables emigrados se hacinan en la ciudad sin medios para vivir con decoro, y el número crece con los que a diario huyen de la España ocupada o en peligro de serlo. Por fortuna no faltan alimentos, y la gente se avía como puede.
—¿Es éste su baúl, señor?
—Maldita sea... Lo era.
Dos horas más tarde, un sucio, sudoroso, resignado Pepe Lobo —no es la primera vez que lo dejan con poco más de lo puesto— camina cerca de la Puerta de Mar, cargado con un talego de lona donde lleva los restos de su particular naufragio: las pocas pertenencias que pudo rescatar del baúl aplastado. Ni el sextante, ni el catalejo, ni las cartas náuticas han sobrevivido al desplome. El resto, a duras penas. En todo caso, de no haber ido temprano a visitar al armador de la
Risueña,
podría haber sido peor. Él mismo bajo los escombros, quizás. Un bombazo y angelitos al cielo, o a donde le toque ir cuando piquen las ocho campanadas. Situación incómoda, en resumen. Delicada. De todas formas, una ciudad como Cádiz siempre deja margen de maniobra: la idea lo conforta un poco mientras se interna por las callejas y tabernas cercanas al Boquete y la Merced, entre marineros, pescadores, mujerzuelas, chusma portuaria, extranjeros y refugiados de la más baja condición. Allí, en lugares que tienen nombres elocuentes como calle del Ataúd, o de la Sarna, conoce antros donde todavía un marino puede encontrar un jergón para pasar la noche a cambio de pocas monedas; aunque sea preciso dormir con una mujer, un ojo abierto y un cuchillo bajo la casaca doblada que haga las veces de almohada.
El tiempo parece suspendido en el silencio de las criaturas inmóviles que ocupan las paredes del gabinete. La luz que entra por la puerta acristalada de la terraza se refleja en los ojos de vidrio de las aves y mamíferos disecados, en el barniz que cubre la piel de los reptiles, en los grandes frascos de cristal cuya ingravidez química preserva, en posturas fetales, criaturas inmóviles de piel amarillenta. En la habitación sólo se oye el rasgueo apresurado de un lápiz. En el centro de ese mundo singular, Gregorio Fumagal escribe con letra apretada, diminuta, en una pequeña hoja de papel muy fino. Vestido con bata y bonete de lana, el taxidermista está de pie, un poco inclinado sobre un atril alto, de escritorio. De vez en cuando desvía la vista para mirar el plano de Cádiz desplegado sobre la mesa de despacho, y en dos ocasiones coge una lupa y se aproxima a éste para estudiarlo de cerca, antes de volver al atril y continuar escribiendo.
Suenan las campanas de la iglesia de Santiago. Fumagal dirige una mirada al reloj de bronce dorado puesto sobre la cómoda, se apresura en las últimas líneas de escritura, y sin releer el papel lo enrolla hasta hacer con él un cilindro corto, muy fino, que introduce en un cañón de pluma de ave que saca de un cajón y sella con cera por ambos extremos. Después abre la puerta acristalada y asciende los pocos escalones que llevan a la terraza. En contraste con la luz moderada del gabinete, la brutal claridad hiere allí la vista. A menos de doscientos pasos de distancia, la cúpula inacabada y el arranque de los campanarios de la catedral nueva, todavía con andamios alrededor, se recortan en el cielo de la ciudad sobre el amplio paisaje del mar y la línea de arena, blanca de sol y ondulante de reverberación, que a lo largo del arrecife se aleja y curva hacia Sancti Petri y las alturas de Chiclana, como un dique que estuviese a punto de verse desbordado por el azul oscuro del Atlántico.
Fumagal suelta la gaza de cordel que cierra la puerta del palomar, y se mete dentro. Su presencia allí es habitual; los animales apenas se alteran. Un breve agitar de alas. El zureo de las aves sueltas o enjauladas y el olor familiar a cañamones y arvejas secas, aire tibio, plumas y excrementos, envuelven al taxidermista mientras elige, entre las palomas que están encerradas en jaulas, el ejemplar adecuado: un macho fuerte de plumaje gris azulado, pechuga blanca y reflejos verdes y violetas en el cuello, protagonista ya de varias idas y venidas entre uno y otro lado de la bahía. Se trata de un buen ejemplar, cuyo extraordinario sentido de la orientación lo convierte en fiel mensajero del emperador, veterano superviviente de lances bajo sol, lluvia o viento, inmune hasta ahora a garras de rapaces y escopetazos suspicaces de bípedos implumes. Otros hermanos de palomar no regresaron de sus arriesgadas misiones; pero éste llegó siempre a su destino: viaje de ida de dos a cinco minutos de duración, según el viento y el clima, volando en valerosa línea recta sobre la bahía, con feliz retorno clandestino en jaula disimulada y embarcación de contrabandista pagadas con oro francés. Librando el ave tan particular combate —su propia y minúscula guerra de España— a trescientos pies de altura.
Tras hacerse con el palomo y sostenerlo con cuidado buche arriba, Fumagal comprueba que está sano y tiene las plumas remeras y timoneras completas. Después ata con torzal de seda encerado el tubito del mensaje a una pluma fuerte de la cola, cierra el palomar y se acerca al pretil de la terraza que da a levante; allí donde las torres de vigía que se alzan sobre la ciudad ocultan la bahía y la tierra firme. Con mucha precaución, tras asegurarse de que nadie lo observa desde las terrazas próximas, el taxidermista da suelta al ave, que emite un gozoso chasquido de libertad y revolotea medio minuto alrededor, cada vez a más altura, orientándose. Al fin, detectado por su fino instinto el lugar exacto al que debe dirigirse, se aleja veloz, batiendo acompasadamente las alas en dirección a las líneas francesas del Trocadero: una mota cada vez más pequeña en el cielo, casi inapreciable enseguida, que termina perdiéndose de vista.
Inmóvil en la terraza, las manos en los bolsillos de su bata gris, Gregorio Fumagal mira durante largo rato los tejados y torres de la ciudad. Al fin da media vuelta, baja por la escalera y regresa al gabinete, que tras la fuerte luz exterior parece ahora intensamente oscuro. Como cada vez que envía una paloma a levante, el taxidermista siente una extraña euforia interior. Sensación de poder extremo, conexión espiritual con energías inexplicables, casi magnéticas, desencadenadas desde el otro lado de la bahía por su personal orientación y voluntad. Nada menos banal ni inocente, concluye, que esa paloma ahora lejos, conduciendo ciegamente la clave, el catalizador de complejas relaciones entre los seres vivos, su vida y su muerte.
La última palabra del razonamiento gravita sobre los animales inmóviles. El perro a medio disecar sigue sobre la mesa de mármol, cubierto por un lienzo blanco. Es aquélla una labor paciente, como la otra. Propia de gente tranquila. Algunas partes del cuerpo ya están armadas con alambre que refuerza los huesos y articulaciones, y ciertas cavidades naturales rellenas de borra. Las cuencas vacías de los ojos siguen obstruidas por bolas de algodón. El animal huele fuerte, a sustancias que lo preservan de la descomposición. Tras picar y mezclar en un mortero el jabón de Frasquito Sanlúcar junto con arsénico, solimán y espíritu de vino, el taxidermista empieza a extenderlo cuidadosamente con una brocha de crin sobre la piel del perro, siguiendo con suavidad el sentido del pelo mientras seca la espuma con una esponja.
Cuando el reloj de la cómoda da una campanada, Fumagal le dirige otra mirada rápida, sin interrumpir su trabajo. El palomo habrá llegado a su destino, piensa. Con el mensaje. Eso significa nuevas rectas y curvas, impactos y estallidos. Fuerzas poderosas volverán a ponerse hoy mismo en marcha, espesando la telaraña sobre el mapa, donde la última bomba caída figura ya con una marca en forma de cruz.
Al oscurecer, decide, saldrá a dar un paseo. Largo. En esta época del año, las noches en Cádiz, son deliciosas.
Rogelio Tizón apenas prueba el vino; a lo más que llega es a un panecillo empapado en él a media mañana. Hoy despacha la cena con agua, como suele. Sopa, un muslo de pollo cocido. Algo de pan. Todavía monda el hueso cuando llaman a la puerta. La criada —una mujer mayor, pequeña y cetrina— acude a abrir y anuncia a Hipólito Barrull, que trae un cartapacio con papeles.
—No sé si hago bien incomodándolo a estas horas, comisario. Pero se mostró muy interesado. ¿Recuerda?... Huellas en la arena.
—Claro que sí —Tizón se ha levantado, limpiándose boca y manos con la servilleta—. Y usted no incomoda nunca, profesor. ¿Quiere tomar alguna cosa?
—No, gracias. Cené hace rato.
El policía dirige una mirada a su mujer, sentada al otro lado de la mesa: en extremo delgada, ojos oscuros, apagados, con cercos de fatiga que acentúan su aspecto marchito. La boca, de labios apretados, es adusta. Todos saben en la ciudad que esa mujer seca y triste fue hermosa una vez. Y feliz también, quizás, en otro tiempo. Antes de perder a su única hija, dicen unos. Antes de casarse, dicen otros con gesto revelador. Qué le voy a contar, vecina. Esto es Cádiz. Menuda cadena perpetua, ser mujer del comisario Tizón. ¿Que si es cierto lo que cuentan, que le pega? Eso sería lo de menos, compadre. Digo. Que sólo le pegara.
—Nos vamos a la salita, Amparo.
La mujer no responde. Se limita a dirigir una sonrisa ausente al profesor y permanece inmóvil, los dedos de la mano izquierda, donde lleva el anillo de matrimonio, haciendo una torpe bolita de pan sobre el mantel. Frente a su plato intacto.
—Acomódese, profesor —Tizón ha cogido un quinqué encendido y gira la ruedecilla de la mecha para aumentar la llama—. ¿Quiere café?
—No, gracias. No dormiría en toda la noche.
—A mí me da igual: con café o sin él, últimamente no pego ojo. Pero un cigarro sí fumará conmigo. Olvide el rapé por un rato.
—A eso no le digo que no.
La salita de estar es cómoda, con ventanas —ahora cerradas— a la Alameda, sillones y sillas de damasco y madera tallada, mesa camilla con brasero, mesita baja y piano arrimado a la pared, que nadie toca desde hace once años. Hay cuadros de torpe factura y algunas estampas sobre el empapelado de las paredes, y también un canterano de nogal con tres docenas de libros en la parte superior: algo de historia de España, un par de tratados sobre higiene urbana, cuadernillos de ordenanzas reales en rústica, un diccionario de la lengua castellana, un
Quijote
del editor Sancha en cinco volúmenes, los
Romances de Germanías y Vocabulario
de Juan Hidalgo, y los dos tomos dedicados a Cádiz y Andalucía en los
Anales de España y Portugal
de Juan Álvarez de Colmenar.
—Pruebe éste —Tizón abre una cigarrera—. Llegó hace dos días de La Habana.
Tabaco gratis, dicho sea de paso. Sin reparos. El comisario acaba de hacerse con ocho buenas cajas de excelentes cigarros como parte del pago —el resto, 200 reales en duros de plata— por validar el pasaporte dudoso de una familia emigrada. Fuman los dos hombres en torno a un cenicero de metal con la figura de un perro de caza. Dejando allí el habano recién encendido, Hipólito Barrull se ajusta los lentes, abre el cartapacio y coloca ante Tizón unas páginas manuscritas. Luego recupera el cigarro, le da una chupada y se recuesta en el sillón mientras sonríe a medias, el aire satisfecho.
—Huellas en la arena —repite, echando despacio el humo—. Creo que era esto a lo que se refería.
Tizón mira los papeles. Le son vagamente familiares, y reconoce en ellos la letra del propio Barrull:
Siempre te encuentro, hijo de Laertes, en busca de alguna treta para apoderarte de tus enemigos...
Ha leído eso antes, confirma. Hace mucho. Las páginas están numeradas pero no tienen título ni encabezamiento. El texto viene en forma de diálogo: Atenea, Odiseo.
«El paso te conduce certero por tu buen olfato, propio de una perra laconia.»
Con el cigarro entre los dientes, alza la vista en demanda de una explicación.
—¿No lo recuerda? —pregunta Barrull.
—Vagamente.
—Le di a leer unas páginas hace tiempo. Es mi pésima traducción del
Ayante
de Sófocles.
Con pocas palabras más, el profesor le refresca la memoria. En su juventud, Barrull se aplicó durante algún tiempo a la tarea —nunca rematada— de traducir a la lengua castellana las tragedias de Sófocles recogidas en la primera edición impresa de estas obras, hecha en Italia en el siglo XVI. Y hace cosa de tres años, antes de la guerra con los franceses, comentando el asunto con Tizón mientras jugaban al ajedrez en el café del Correo, mostró éste curiosidad por el
Ayante,
al contarle el profesor que el primer acto empezaba con una pesquisa casi policial por parte de Odiseo. Más conocido por Ulises entre los amigos.
—Naturalmente. Qué estúpido soy.
Rogelio Tizón golpea las hojas con un dedo y chupa el cigarro. Al fin lo recuerda todo. Barrull le prestó entonces el manuscrito de la tragedia sofoclea, y él lo leyó con interés, aunque la historia no le pareció gran cosa. Sin embargo, de su lectura retuvo la imagen de Ulises cuando, en pleno asedio de Troya, investiga la matanza hecha por el guerrero Ayante, o Ayax, entre las ovejas y bueyes del campamento griego. Ayante ha enloquecido por una ofensa de sus compañeros, relacionada con las armas del difunto Aquiles. Y ante la imposibilidad de vengarse, desahoga su cólera en los animales, a los que tortura y mata en su tienda.