—Lo plantea usted como un deber patriótico, don Emilio.
Ríe con buen humor el viejo comerciante. Lo es, hija mía, responde. Y a eso se une el interés particular, que nada tiene de malo. Armar en corso no es desdoro para una casa de comercio respetable. Recuerda que tu padre lo hizo, sin cortarse un pelo. Y bien que fastidió a los ingleses. Esto no es traficar con negros.
—Sabes que no tengo problemas de liquidez —concluye—. Y que puedo encontrar otros socios. Se trata sólo de un buen negocio. Como otras veces, creo mi obligación ofrecértelo.
Un silencio. Lolita Palma sigue mirando en dirección a la puerta cerrada.
—¿Por qué no lo sondeas un poco? —Sánchez Guinea hace un gesto de aliento—. Es un tipo interesante. Directo. A mí me cae simpático.
—Parece tenerle mucha confianza... ¿Tanto lo conoce?
—Mi hijo Miguel hizo un viaje con él. A Valencia, ida y vuelta, justo cuando evacuábamos Sevilla y por todas partes cundía el pánico. Con temporal incluido. Volvió encantado, poniéndolo de competente y tranquilo para arriba... La idea de encomendarle la
Culebra
fue suya, cuando supo que estaba en Cádiz sin empleo.
—¿Es de aquí?
—No. Nació en Cuba, me parece. La Habana o por ahí.
Lolita Palma se mira las manos. Aún son bonitas: dedos largos, uñas poco cuidadas pero regulares. Sánchez Guinea la observa. La suya es una sonrisa pensativa. Al cabo agita la cabeza, bonachón.
—Hay algo en él, ¿sabes?... Tiene energía, y un punto personal interesante. En tierra es algo tosco, quizás. No siempre la palabra
caballero
le va como un guante. En asuntos de faldas, por ejemplo, no tiene fama de ser escrupuloso.
—Vaya por Dios. Me lo pinta bien.
El viejo comerciante alza ambas manos, defensivo.
—Sólo digo la verdad. Conozco a quienes lo detestan y a quienes lo aprecian. Pero, como dice mi hijo, estos últimos dan por él hasta la camisa.
—¿Y las mujeres?... ¿Qué dan?
—Eso debes juzgarlo tú misma.
Sonríen los dos, mirándose. Sonrisa vaga y algo triste, la de ella. Un poco sorprendida, casi curiosa, la de él.
—En cualquier caso —concluye Sánchez Guinea—, se trata de contratar a un capitán corsario. No de organizar un baile de sociedad.
Guitarras. Luz de aceite. La bailarina tiene la piel morena, reluciente de sudor que le pega el pelo negro a la frente. Se mueve como un animal lascivo, piensa Simón Desfosseux. Una española sucia, de ojos oscuros. Gitana, supone. Todos parecen gitanos allí.
—Sólo usaremos plomo —le dice al teniente Bertoldi.
El recinto está lleno de gente: dragones, artilleros, marinos, infantería de línea. Sólo hombres. Sólo oficiales. Se agrupan en torno a las mesas manchadas de vino, sentados en bancos, sillas y taburetes.
—¿No se relaja nunca, mi capitán?
—Ya lo ve. Nunca.
Con gesto de resignación, Bertoldi apura su vaso y sirve más vino de la jarra que tienen delante. El aire está velado por una neblina gris de humo de tabaco. Huele denso, a sudor de uniformes desabrochados, chalecos y mangas de camisa. Hasta el vino —espeso y peleón, del que embota y no tonifica— tiene ese mismo olor áspero, turbio como las docenas de miradas que siguen los movimientos de la mujer que se retuerce y contonea, provocadora, al compás de las guitarras, dándose palmadas en las caderas.
—Puerca —murmura Bertoldi, que no le quita ojo.
Aún permanece un momento observando a la bailarina. Pensativo. Al cabo se vuelve hacia Desfosseux.
—Plomo, dice usted.
Asiente el capitán. Es la única solución, dice. Plomo inerte. Bombas de ochenta o noventa libras, sin pólvora ni espoleta. Cien toesas más de alcance, por lo menos. Algo más, si el viento ayuda.
—Los daños serán mínimos —opone Bertoldi.
—De aumentar los daños nos ocuparemos más tarde. Lo que importa es llegar al centro de la ciudad... A la plaza de San Antonio, o por ahí.
—¿Está decidido, entonces?
—Absolutamente.
Alza Bertoldi su vaso, encogiéndose de hombros.
—Por Fanfán, en ese caso.
—Eso es —Desfosseux toca suavemente el vaso del asistente con el suyo—. Por Fanfán.
Enmudecen las guitarras, aplauden los hombres soltando procacidades en todas las lenguas de Europa. Inmóvil, quebrada hacia atrás la cintura y una mano todavía en alto, la bailarina pasea sus ojos negrísimos por la concurrencia. Se la ve desafiante. Segura. Sabe que, avivado por su baile el deseo alrededor, ahora puede escoger. Su instinto o su experiencia —es joven, pero eso poco tiene que ver— le dicen que cualquiera de los presentes echará dinero entre sus muslos con sólo detener en él la mirada. Son tiempos adecuados, éstos. Hombres idóneos en el lugar oportuno, pues no siempre una guerra significa miseria. No para todos, al menos, cuando se tienen un cuerpo hermoso y una mirada oscura como aquélla. Pensando en eso, Simón Desfosseux se recrea en la piel morena de los brazos de la bailarina, las gotas de sudor que relucen camino del escote, donde el arranque de los senos se muestra impúdicamente desnudo. Tal vez algún día esa mujer fallezca de hambre en una guerra futura, cuando se vuelva marchita o vieja. Pero no ocurrirá en ésta. Basta ver las miradas lúbricas que se clavan en ella; el cálculo codicioso bajo la humildad sólo aparente de los dos guitarristas —padre, hermano, primo, amante, rufián— que sentados en sillas bajas, los instrumentos sobre las rodillas, observan en torno, sonriendo a los aplausos mientras calculan, ávidos, dónde tintineará la mejor bolsa de la noche. A cuánto se cotiza hoy, en la desabastecida lonja de carne local, la supuesta honra de su hija, hermana, prima, amante, pupila, para estos señores franceses en un tablao de Puerto Real. Que una cosa son la patria y el rey Fernando, para quien los goce, y otra llenar cada día el puchero.
Simón Desfosseux y el teniente Bertoldi salen a la calle, sintiendo el alivio de la brisa. Todo está a oscuras.
La mayor parte de los habitantes del pueblo se marcharon con la llegada de las tropas imperiales, y las viviendas abandonadas son ahora cuarteles y alojamientos de soldados y oficiales, con patios y jardines convertidos en caballerizas. La iglesia de sólidos muros, saqueada y convertido el retablo en astillas para el fuego de los vivaques, sirve de almacén para pertrechos y pólvora.
—Esa gitana me ha puesto caliente —comenta Bertoldi.
Siguiendo la calle, los dos oficiales llegan a la orilla del mar. No hay luna, y la bóveda celeste aparece cuajada de estrellas sobre las azoteas de las casas bajas. Media legua a levante, por el otro lado de la mancha negra de la bahía, se distinguen algunas luces lejanas, aisladas, en el arsenal enemigo de la Carraca y en el pueblo de la isla de León. Como de costumbre, los sitiados parecen más relajados que los sitiadores.
—Va para tres meses que no recibo una maldita carta —añade Bertoldi al cabo de un rato.
Desfosseux hace una mueca en la oscuridad. Ha podido seguir sin dificultad el curso de los pensamientos de su compañero. El mismo piensa ahora intensamente en su mujer, que espera en Metz. Con su hijo, al que apenas conoce. Dos años, ya. Casi. Y lo que resta.
—Putos manolos —murmura Bertoldi, áspero—. Putos y mezquinos bandidos.
Su buen humor habitual parece haberse agriado en las últimas semanas. Como él, como la mayor parte de los 23.000 hombres atrincherados entre Sancti Petri y Chipiona, el capitán Desfosseux ignora lo que puede estar ocurriendo en Francia y en el resto de Europa. Sólo dispone de comentarios aventurados, suposiciones, rumores. Humo. Un periódico de fecha reciente, un folleto, una carta, son rarezas que no llegan a sus manos. Tampoco reciben noticias de sus familias, ni las familias las reciben de ellos. Las guerrillas, bandas de criminales que actúan en todas las vías de comunicaciones, lo impiden. Viajar por España es como hacerlo por Arabia: los correos son acechados, capturados, asesinados de modo espantoso en riscos y bosques, y sólo los viajeros con fuerte escolta consiguen ir de un lado a otro sin sorpresas desagradables. Las rutas habituales que comunican con Jerez y Sevilla son una sucesión de blocaos donde pequeñas guarniciones desmoralizadas viven con miedo, ojo avizor y fusil a punto, desconfiando lo mismo del enemigo que ronda afuera que de los habitantes de los pueblos que tienen a la espalda. Y al caer la noche, cada campo, cada camino, se convierten en feudo de los insurrectos, trampa mortal para los infelices que se aventuran sin la protección adecuada, y que amanecen torturados como bestias, en la linde de los bosques de encinas y los pinares. Ésa es la guerra de España, la guerra en Andalucía. Ocupantes sólo en apariencia, más poderosas de reputación que de hecho, las tropas del Primer Cuerpo que asedian Cádiz se encuentran demasiado lejos de todo y todos. Hombres casi incomunicados, exiliados inseguros, de futuro incierto, en esta tierra hostil donde el abandono y el aburrimiento, tan estupefacientes como narcóticos, se apoderan de los mejores soldados, víctimas por igual del fuego enemigo, las enfermedades y la nostalgia.
—Ayer enterraron a Bouvier —comenta Bertoldi, lúgubre.
El capitán no responde. Su ayudante no intenta darle información; sólo expresa en voz alta un sentimiento. Louis Bouvier, un teniente de artillería con el que hicieron el viaje de Bayona a Madrid, y a quien volvieron a encontrar destinado en la batería de San Diego, en Chiclana, llevaba algún tiempo bajo los efectos de una enfermedad nerviosa que lo abismaba en profunda melancolía. Hace dos días, al salir de servicio, Bouvier cogió el fusil de un soldado, se retiró a un barracón, metió el cañón en su boca y el dedo gordo del pie derecho en el gatillo del arma, y se levantó la tapa de los sesos.
—Dios. Estamos en el culo del mundo.
Desfosseux permanece en silencio. La brisa del mar es ligera, con el olor a fango y algas de la marea baja. Junto a las últimas casas del pueblo, algunas formas oscuras y próximas señalan la ubicación de las tiendas de campaña y los fortines que defienden la playa de posibles desembarcos enemigos. Puede oír las consignas que cambian los centinelas, el relincho suave de los caballos en los patios convertidos en caballerizas. El rumor vago hecho de innumerables sonidos inciertos, procedentes de miles de hombres que duermen o velan con los ojos abiertos en la noche. Un ejército encallado ante una ciudad.
—Lo de pasarnos al plomo me parece bien —comenta Bertoldi, en tono de quien se agarra a cualquier cosa que flote.
Desfosseux da unos pasos y se detiene, observando las luces lejanas. Mentalmente calcula nuevas trayectorias. Líneas curvas impecables. Hermosas y perfectas parábolas.
—Es la única forma de conseguirlo... Mañana empezaremos a trabajar en la modificación del centro de gravedad. Un toquecito de rotación por roce del ánima puede irnos bien.
Un silencio. Largo.
—¿Sabe lo que estoy pensando, mi capitán? —No.
—Que usted nunca se pegará un tiro como el pobre Bouvier.
Sonríe Desfosseux en la oscuridad. Sabe que su ayudante está en lo cierto. Nunca, al menos, mientras tenga asuntos que resolver. Aquélla no es una cuestión de tedio o desesperanza. El hilo de acero que lo mantiene vinculado a la cordura y la vida está trenzado de conceptos, no de sentimientos. Ni siquiera palabras como deber, patria o camaradería, asideros comunes para Bertoldi y otros hombres, tienen nada que ver. Se trata, en su caso, de pesos, volúmenes, longitud, elevación, densidad de los metales, resistencia del aire, efectos de rotación. Pizarra y regla de cálculo. Todo aquello, en suma, que permite a Simón Desfosseux, capitán de artillería del ejército imperial, quedar al margen de cualquier incertidumbre que no sea estrictamente técnica. Las pasiones pierden a los hombres, pero también los salvan. Conseguir setecientas cincuenta toesas más de alcance es la suya.
Tres hombres en un despacho, bajo otro retrato de Fernando VII. La luz de la mañana, que penetra diagonal entre los visillos, hace relucir los bordados de oro en el cuello, solapas y bocamangas de la casaca del teniente general de la Real Armada don Juan María de Villavicencio, jefe de la escuadra del Océano y gobernador militar y político de Cádiz.
—¿Esto es todo?
—De momento.
Con parsimonia, el gobernador deja el informe sobre el tafilete verde de su mesa, deja pender sus lentes de oro del cordón que los une a un ojal de la solapa, y mira al comisario Rogelio Tizón.
—No parece gran cosa.
Tizón dirige una ojeada de soslayo a su superior directo, el intendente general y juez del Crimen y Policía Eusebio García Pico. Éste se encuentra sentado un poco aparte, casi de lado, una pierna cruzada sobre la otra y el dedo pulgar de la mano derecha colgado de un bolsillo del chaleco. Rostro impasible, como si pensara en asuntos remotos: el de alguien que se limita a pasar por ahí. Tizón ha esperado veinte minutos en la antecámara del despacho, y ahora se pregunta de qué habrán estado hablando esos dos antes de que él entrara.
—Es un asunto difícil, mi general —responde el policía con cautela.
Villavicencio sigue mirándolo. Es un marino de cincuenta y seis años y pelo gris, muy a la vieja usanza, bregado en numerosas campañas navales. Enérgico, pero también de fino tacto político, pese a ser conservador en materia de nuevas libertades y profesar lealtad ciega al joven rey prisionero en Francia. Hábil, maniobrero, con prestigio ganado en su vida militar, el gobernador de Cádiz —allí es serlo del corazón de la España patriota e insurrecta— se entiende bien con todos, obispos e ingleses incluidos. Su nombre se baraja entre los destinados a formar parte de la nueva Regencia, en cuanto la actual se ponga al día. Un hombre poderoso, como bien sabe Tizón. Con futuro.
—Difícil —repite Villavicencio, pensativo.
—Ésa es la palabra, mi general.
Silencio largo. Tizón querría fumar, pero nadie hace ademán. El gobernador juguetea con los lentes, mira de nuevo las cuatro escuetas páginas del informe, y luego lo pone cuidadosamente a un lado, uno de sus ángulos alineado a dos pulgadas de un ángulo de la mesa.
—¿Está seguro de que se trata del mismo asesino en todos los casos?
Se justifica el policía en pocas palabras. Seguro no se puede estar de nada, pero la forma de actuar es idéntica. Y el tipo de mujer, también. Muy jóvenes, gente humilde. Como dice el informe, dos sirvientas y una muchacha a la que no ha sido posible identificar. Lo más probable es que se trate de una refugiada sin familia ni ocupación conocida.