—Tenía usted razón con lo de la playa y las huellas en la arena... Lea, por favor.
Tizón lo está haciendo. Y no pierde palabra:
Te veo junto a la tienda marina de Ayante en el lugar extremo de la playa, siguiendo desde hace rato la pista y midiendo las huellas recién impresas en la arena...
Así que era ése el recuerdo, se dice desconcertado. Unos cuantos papeles leídos tres años atrás. Una tragedia griega.
Hipólito Barrull parece advertir la decepción del policía.
—Es menos de lo que esperaba, ¿verdad?
—No, profesor. Será útil, sin duda... Lo que necesito es averiguar qué relación puede haber entre lo que recuerdo de su
Ayunte
y los sucesos actuales.
—No me aclaró nada el otro día sobre la naturaleza exacta de tales sucesos... ¿Se refiere al asedio francés o a la muerte de esas pobres muchachas?
Tizón mira la brasa del cigarro, buscando una respuesta. Al cabo encoge los hombros. Ahí está el problema, responde. Me siento como si una cosa y otra tuvieran que ver.
Sacude Barrull la cabeza, alargando el rostro equino en una mueca escéptica.
—¿Se refiere a su olfato policial, comisario? ¿El de, con perdón, pues sólo cito a los clásicos, perra laconia?... Si disculpa mi franqueza, eso parece absurdo.
Mueca de fastidio. Ya lo sé, murmura Tizón mientras manosea las páginas leyendo líneas sueltas. Ninguna luz, todavía. Barrull lo estudia en silencio, con visible interés, soltando aros de humo.
—Diablos, don Rogelio —dice al fin—. Es una caja de sorpresas.
—¿Por qué dice eso?
—Nunca imaginé que alguien como usted metería a Sófocles en esto.
—¿Y qué es alguien como yo?
—Ya sabe... Más bien crudo.
Nuevos aros de humo. Silencio. Es comisario de policía, añade Barrull al cabo de unos instantes. Está acostumbrado a tragedias no escritas sino reales. Y lo conozco: es un tipo racional. Sensato. Así que me pregunto si de verdad puede establecer relaciones razonables. De una parte tiene a un asesino, o a varios. De la otra, la situación que los franceses imponen. Pero es cuanto tiene.
Emite el comisario una risita sesgada, por el lado de la boca que el cigarro deja libre. Reluce allí el colmillo de oro.
—También tengo a su amigo Ayante, para complicar las cosas. Asedio de Troya, asedio de Cádiz.
—Con Ulises de investigador —Barrull descubre los dientes amarillos—. De colega. Aunque juzgando por su cara, tampoco esos papeles aclaran nada.
Tizón hace un gesto vago.
—Tendría que leerlos otra vez, despacio.
La llama del quinqué se refleja en los lentes del profesor.
—Disponga de ellos con toda confianza... A cambio, lo espero mañana en el café, delante del tablero. Dispuesto a destrozarlo sin piedad.
—Como suele.
—Como suelo. Si no tiene otras ocupaciones, naturalmente.
La mujer está en la puerta de la salita. No la han oído entrar. Rogelio Tizón advierte su presencia y se vuelve a mirarla irritado, pues cree que ha estado escuchando. No es la primera vez. Pero ella da un paso adelante, y cuando la luz ilumina sus facciones sombrías, el comisario comprende que trae alguna noticia, y ésta no es buena.
—Viene a buscarte un rondín. Han encontrado muerta a otra muchacha.
El alba encuentra a Rogelio Tizón iluminado a medias por la luz de un farol de petróleo puesto en tierra. La muchacha —lo que queda de ella— es joven, no mayor de dieciséis o diecisiete años. Pelo castaño claro, constitución frágil. Está amordazada y boca abajo, las manos atadas bajo el regazo y la espalda desnuda, tan deshecha que los huesos asoman entre la carne amoratada y negra, llena de cuajarones de sangre seca. No tiene otras heridas visibles. Parece evidente que la han matado a latigazos, como a las otras.
Nadie, ni vecinos ni transeúntes, ha visto ni oído nada. La mordaza alrededor de la boca, lo apartado del lugar y la hora a la que ocurrió todo garantizaron la impunidad del asesino. El cuerpo ha aparecido en un solar abandonado que da a la calle de Amoladores, donde suelen dejarse desperdicios que cada mañana recoge el carro de la basura. La parte inferior del cuerpo sigue vestida; Tizón mismo levantó la falda para comprobarlo. Las enaguas y lo demás están en su sitio, y eso descarta en principio agresiones más perversas, si es que la palabra
más
resulta adecuada en estas circunstancias.
—Ha llegado la tía Perejil, señor comisario.
—Que espere.
La partera, a la que mandó buscar hace rato, aguarda al extremo del callejón, con los rondines que mantienen lejos a los pocos vecinos despiertos que curiosean a tan temprana hora. Dispuesta a dar el dictamen definitivo cuando el comisario lo ordene. Pero Tizón no tiene prisa. Sigue inmóvil desde hace mucho rato, sentado en una pila de escombros, inclinado el sombrero sobre las cejas y el redingote por encima de los hombros, apoyadas las manos en el puño de bronce del bastón. Mirando. Sus últimas dudas sobre si la muchacha murió aquí o la trajeron después de muerta parecen disiparse con la claridad del alba, que ya permite descubrir manchas de sangre en el suelo y las piedras próximas al cadáver. Es en este mismo lugar, sin duda, donde la muchacha, maniatada y amordazada para silenciar sus gritos, fue azotada hasta la muerte.
Rogelio Tizón —lo apuntaba anoche el profesor Barrull con áspera franqueza— no es hombre de finos sentimientos. Ciertos horrores habituales de su vida profesional le encallecen la mirada y la conciencia, y él mismo es factor de horrores complementarios. Toda Cádiz lo conoce como sujeto esquinado, peligroso. Sin embargo, pese a su bronca biografía, la proximidad del cuerpo torturado le inspira una desazón singular. No se trata de la vaga compasión suscitada por cualquier clase de víctima, sino de un extraño pudor, violentado hasta límites insoportables. Más intenso ahora que cuando hace cinco meses se enfrentó al cadáver de la primera joven muerta de aquel modo; y más también que la segunda vez, cuando el asesinato del arrecife. Un incómodo abismo parece ahondarse ante él. Se trata de un vacío sin definición donde suenan, tristísimas, las notas del piano doméstico cuyas teclas nadie pulsa ya. Aroma lejano, nunca olvidado, de carne infantil, fiebre maligna enfriándose en el dolor seco de una habitación vacía. Soledad de silencios sin lágrimas, pero que gotean como el tictac cruel de un reloj. Mirada ausente, en suma, de la mujer que ahora vaga por la casa y la vida de Rogelio Tizón como un reproche, un testigo, un fantasma o una sombra.
Se levanta el policía, parpadeando como si regresara de algún lugar distante. Es momento para la inspección de la tía Perejil, así que ordena con un gesto que la dejen acercarse. Sin esperar ni atender al saludo de la partera, Tizón se aleja del cuerpo de la muchacha. Durante un rato interroga a los vecinos que se han congregado junto al solar con mantas, capas o toquillas puestas de cualquier manera por encima de la ropa de dormir. Nadie ha visto nada, ni oído nada. Tampoco saben si la chica es del barrio. Nadie conoce desaparición alguna. Tizón ordena al ayudante Cadalso que, cuando la partera haya terminado su inspección, se lleven el cuerpo sin que ningún vecino más lo vea.
—¿Entendido?
—Sí.
—¿Qué coño significa sí?... ¿Lo has entendido bien, o no?
—Entendido, señor comisario. El cuerpo oculto y que nadie lo vea.
—Y tened la boca cerrada. Sin explicaciones. ¿Lo he dicho claro?
—Clarísimo, señor comisario.
—Como uno de vosotros se vaya de la lengua, se la arranco y escupo en su cochina calavera —señala a la tía Perejil, ya arrodillada junto al cuerpo—. Decidle lo mismo a esa vieja puta.
Tras dejar el asunto bajo control, Rogelio Tizón se aleja bastón en mano, observando los alrededores. La primera claridad del día penetra por la calle de Amoladores, desde la muralla y la bahía cercana, recortando en gris las fachadas de las casas. Todavía no hay perfiles definidos, sino sombras que difuminan las formas en los portales, rejas y rincones bajos de la calle. Los pasos del comisario resuenan en el empedrado mientras callejea un corto trecho, mirando alrededor en busca de algo que aún ignora: un indicio, una idea. Se siente como el jugador que, ante una situación difícil, desprovisto de recursos inmediatos, estudia las piezas esperando que una revelación súbita, un camino hasta ahora inadvertido, inspire otro movimiento. Esta sensación no es casual. El eco de la charla mantenida con Hipólito Barrull late, preciso, en su recuerdo. Olfato de perra laconia. Rastros. El profesor lo acompañó anoche al lugar del crimen, echó un vistazo y desapareció luego con mucha delicadeza. Aplacemos esa partida de ajedrez, dijo al irse. Ya es tarde para aplazar nada, estuvo a punto de responder Tizón, que tenía el pensamiento en otra parte. El mismo libra, desde hace tiempo, una partida más oscura y compleja. Tres peones fuera, un jugador oculto y una ciudad sitiada. Lo que ahora desea el comisario es volver a casa y leer el manuscrito de
Ayante
que espera sobre el sillón, aunque sea para descartarlo como asociación errónea o absurda. Sabe lo peligroso que es enredarse con ideas pintorescas, en pistas falsas que llevan a callejones sin salida y trampas de la imaginación. En asuntos criminales, donde las apariencias rara vez engañan, el camino evidente suele ser el correcto. Orillarlo lo mete a uno en dibujos estériles, o peligrosos. Pero hoy no puede evitar calentarse la cabeza, y eso lo desazona. Las pocas líneas leídas anoche se repiten al ritmo de sus pasos en el alba gris de la ciudad. Toc, toc, toc.
Siguiendo desde hace rato la pista.
Toc, toc, toc.
Midiendo las huellas recién impresas.
Toc, toc, toc. Pasos y huellas. Cádiz está llena de ellas. Más, incluso, que en la arena de una playa. Aquí se superponen unas a otras. Millares de apariencias ocultan o disimulan millares de realidades, de seres humanos complejos, contradictorios y malvados. Todo revuelto, además, con el singular asedio que vive la ciudad. Por tan extraña guerra.
La fachada derruida en la esquina de la calle de Amoladores con la del Rosario golpea a Tizón en plena cara. Es una sarcástica evidencia. El comisario se queda inmóvil, atónito por lo inesperado —o quizá singularmente esperado, concluye un instante después— del descubrimiento. La bomba francesa cavó hace menos de veinticuatro horas, a treinta pasos del lugar donde yace muerta la muchacha. Casi con cautela, como si temiese alterar indicios con movimientos inadecuados, Tizón estudia el destrozo, la brecha vertical que desnuda parte de los tres pisos del edificio, las paredes interiores puestas al descubierto, apuntaladas ahora con maderos. Después se vuelve a mirar en dirección a levante, de donde vino el tiro sobre la bahía, calculando la trayectoria hasta el lugar del impacto.
Un hombre ha salido a la calle, en camisa pese al frío del amanecer, vestido con un largo delantal blanco. Se trata de un panadero ocupado en retirar los cuarteles de madera de la entrada de su tahona. Tizón camina hacia él, y cuando llega al portal percibe el aroma a hogazas recién horneadas. El otro lo mira suspicaz, extrañado de encontrar callejeando tan temprano a un tipo con redingote, sombrero y bastón.
—¿Dónde están los restos de la bomba?
Se los llevaron, cuenta el panadero, sorprendido de que le pregunten por bombas a tales horas. Tizón pide detalles y el otro se los da. Algunas estallan, comenta, y otras no. Esta sí lo hizo. Tocó en lo alto del edificio, hacia la esquina. Los trozos de plomo cayeron por todas partes.
—¿Está seguro de que era plomo, camarada?
—Sí, señor. Pedazos así, un dedo de largos. De esos que cuando explota la bomba se quedan retorcidos.
—Como tirabuzones-apunta Tizón.
—Eso mismo. Mi hija trajo cuatro a casa... ¿Quiere verlos?
—No.
Tizón da media vuelta y se aleja de regreso a la calle de Amoladores. Ahora camina deprisa, pensando con rapidez. No puede tratarse de simples coincidencias, concluye. Dos bombas y dos muchachas muertas menos de veinticuatro horas después de que las bombas caigan, y casi en el mismo sitio. Demasiado preciso todo, para atribuirlo al azar. Y aún hay más, pues los crímenes no son dos, sino tres. La primera muchacha, también azotada hasta morir, apareció en un callejón escondido entre Santo Domingo y la Merced, en la parte oriental de la ciudad, junto al puerto. A nadie se le ocurrió considerar entonces si en las cercanías habían caído bombas, y es lo que Tizón se dispone a comprobar. O a confirmar, pues intuye que así fue. Que hubo otro impacto cerca, antes. Que esas bombas matan de manera distinta a la que intentan los franceses. Que el azar no existe sobre los tableros de ajedrez.
Sonríe apenas el policía —aunque sea excesivo llamar sonrisa a la mueca esquinada y lúgubre que descubre el colmillo de oro— mientras camina envuelto en ruido de pasos y luz gris, balanceando el bastón. Toc, toc, toc. Pensativo. Hace mucho tiempo —ha olvidado cuánto— que no sentía la incómoda sensación de la piel erizada bajo la ropa. El escalofrío del miedo.
El pato vuela bajo, sobre las salinas, hasta que es abatido de un escopetazo. El tiro provoca el graznido de otras aves que revolotean por los alrededores, asustadas. Luego vuelve el silencio. Al cabo de un momento, tres figuras se recortan en el contraluz plomizo del amanecer. Llevan el capote gris y el chacó negro de los soldados franceses y avanzan encorvadas, cautas, fusil en mano. Dos de ellas se quedan atrás, sobre un pequeño talud arenoso, cubriendo con sus armas a la tercera, que busca entre los matorrales el animal caído.
—No se mueva usted —musita Felipe Mojarra.
Está tumbado en la orilla de un estrecho caño de agua, con las piernas y los pies desnudos en el fango salitroso, el fusil en las manos, cerca de la cara. Observando a los franceses. A su lado, el capitán de ingenieros Lorenzo Virués permanece muy quieto, baja la cabeza, abrazado a la cartera de cuero, provista de correas para colgársela a la espalda, donde lleva un catalejo, cuadernos y utensilios de dibujo.
—Ésos lo que tienen es hambre. En cuanto encuentren su pato se largarán.
—¿Y si llegan hasta aquí? —inquiere el oficial en otro susurro.
Mojarra pasa el dedo índice alrededor del guardamonte de su arma: un buen mosquete Charleville —capturado al enemigo tiempo atrás, junto al puente de Zuazo— que dispara balas esféricas de plomo de casi una pulgada de diámetro. En el zurrón-canana que lleva sujeto a la cintura, sobre la faja que le ciñe ésta y junto a una calabaza con agua, hay diecinueve cartuchos más de esas balas, envueltas en papel encerado.