La pequeña lancha motora avanzó hacia la franja de guijarros, con su motor emitiendo un apagado golpeteo. La proa se abrió paso por el barro y la arena, y Ryan apagó el motor.
—Muy bien, Mary. Quédate vigilando. No tardaremos mucho.
Él y Devlin, protegidos por los impermeables negros y las botas, desembarcaron por un costado y vadearon el agua hasta la orilla. Ryan llevaba una bolsa con herramientas y Devlin una linterna grande, del tipo utilizado por los obreros. Había poco menos de un metro de agua en el túnel.
—Tendremos que vadear —dijo Ryan. Al moverse en el agua, el olor fue acre. —Por Cristo —exclamó Devlin—, ya podemos estar seguros de que es una cloaca.
—Así que intenta no caerte, y si te caes, mantén la boca bien cerrada —dijo Ryan—, Las cloacas son lugares terribles para contraer enfermedades.
Devlin abrió el paso, con el túnel extendiéndose ante ellos, iluminado por la luz de la linterna. La obra de mampostería era evidentemente muy antigua, y aparecía corroída y putrefacta. De pronto, se escuchó un chapoteo repentino, y dos ratas saltaron desde un reborde y se alejaron nadando.
—Criaturas nauseabundas —dijo Ryan con asco.
—Ya no puede estar lejos —dijo Devlin—. A sólo unos cien metros. Seguramente no llega.
Y de repente apareció allí. Se trataba de una reja de hierro que tendría aproximadamente algo menos de metro y medio por un metro, situada justo por encima de la superficie del agua. Miraron a través de ella, hacia la cripta, y Devlin paseó la luz de la linterna por el interior. Se veían un par de tumbas cubiertas casi por completo por el agua, y en el extremo más alejado se veían unos escalones de piedra que subían hacia una puerta.
—De una cosa puedes estar seguro —comentó Ryan—. Esta reja no ha hecho nada para aliviar su sistema de drenaje.
—Fue colocada hace casi cuarenta años —dijo Devlin—. Quizá en aquel entonces funcionaba.
Ryan sacó una palanca de su bolsa de herramientas. Devlin le sostuvo la bolsa, mientras él golpeaba con la palanca el mortero de la obra de mampostería, junto a la reja. Saltó hacia atrás, alarmado, cuando la pared se dobló y cinco o seis ladrillos cayeron al agua.
—Todo esto está a punto de desmoronarse. Podemos sacar esta reja en apenas diez minutos, Liam.
—No, ahora no. Antes necesito saber cuál es la situación allá arriba. Por el momento, ya hemos descubierto todo lo que necesitamos saber; es decir, que podemos quitar la reja en cuanto queramos. Y ahora, salgamos de aquí.
En ese mismo momento, en las marismas de Romney, el viento procedente del mar hizo repiquetear las puertas vidrieras del salón cuando Shaw cerró las cortinas. Ya hacía tiempo que los muebles no eran lo que habían sido, y que el color de las alfombras aparecía desvaído, pero en la chimenea ardía un buen fuego de leña, y
Nell
estaba tumbada delante. Se abrió la puerta y entró Lavinia. Llevaba pantalones y portaba una bandeja.
—He preparado café, cariño.
—¿Café? —rugió él—. Al infierno con el café. He encontrado una botella de champaña en la bodega. Un Bollinger. Eso es lo que necesitamos esta noche.
La sacó de una cubeta que había sobre la mesa, la abrió con movimientos ampulosos y sirvió dos copas.
—Ese hombre, Conlon, ¿qué aspecto dijiste que tenía? —preguntó ella.
—Creo que ya te lo he dicho por lo menos cinco veces.
—Oh, Max, ¿verdad que es excitante? Quiero decir, para ti, cariño.
—Y también para ti, vieja amiga —dijo él, devolviéndole el brindis.
En Berlín, todo estaba muy tranquilo en el despacho de Schellenberg, mientras él trabajaba en unos documentos, a la luz de la lámpara de la mesa. Se abrió la puerta e Use asomó la cabeza.
—¿Café, general?
—¿Todavía estás aquí? Creía que te habías ido a casa.
—Voy a pasar la noche en los alojamientos de emergencia. Asa también se queda. Ahora está en la cantina.
—Pues entonces será mejor que nos unamos a él.
Schellenberg se levantó, abrochándose la guerrera.
—¿Está preocupado, general? ¿Por Devlin?
—Mi querida Ilse, Liam Devlin es un hombre de infinitos recursos y astucia. Teniendo en cuenta esos atributos, podría decirse que no tengo nada de qué preocuparme. —Abrió la puerta y sonrió, añadiendo— : Y ésa es la razón por la que, en lugar de eso, estoy muerto de miedo.
Desde la ventana de su celda, Steiner podía ver a través del río. Atisbo por una rendija de la cortina corrida y la volvió a cerrar en seguida.
—Un gran barco avanzando río abajo. Resulta extraño lo activas que pueden ser las cosas ahí fuera, incluso de noche.
El padre Martin, sentado junto a la pequeña mesa, asintió.
—Como dice la canción, el viejo padre Támesis sigue bajando lleno de agua.
—A veces, durante el día, me siento junto a la ventana y me quedo contemplándolo incluso hasta un par de horas.
—Le comprendo, hijo. Debe de ser difícil para usted. —El sacerdote emitió un suspiro y se puso en pie—. Tengo que marcharme. Tengo una misa a medianoche.
—Santo cielo, padre, ¿es que no para nunca?
—Estamos en guerra, hijo —dijo el padre Martin llamando a la puerta.
El policía militar de servicio la abrió desde el otro lado y el viejo sacerdote avanzó por el pasillo hasta la puerta exterior. El teniente Benson estaba sentado ante la mesa de su habitación. Levantó la mirada hacia él.
—¿Todo está bien, padre?
—Tan bien como pueda estarlo —contestó el padre Martin saliendo por la otra puerta.
Al bajar la escalera, hacia el vestíbulo, la hermana María Palmer salió de su despacho.
—¿Todavía por aquí, padre? ¿Es que nunca se va a casa?
—Hay demasiadas cosas que hacer, hermana.
—Parece estar cansado.
—Está siendo una guerra muy larga —dijo él con una sonrisa—. Buenas noches, hermana, y que Dios la bendiga.
El portero de noche salió de su cubículo, le ayudó a ponerse la gabardina y le entregó su paraguas. Luego, corrió el cerrojo de la puerta, abriéndola. El anciano se detuvo, mirando la lluvia que caía en el exterior. Luego, abrió el paraguas y se alejó, caminando con paso cansado.
Munro aún estaba en su despacho, de pie ante una mesa de mapas, con varios del canal de la Mancha y las rutas de aproximación de Normandía, cuando Cárter entró cojeando.
—¿Es la invasión, señor?
—Sí, Jack. Normandía. Ya han tomado su decisión. Confiemos en que el Führer siga creyendo que será por el paso de Calais.
—Tengo entendido que su astrólogo personal le convenció de ello —dijo Cárter.
—Los antiguos egipcios —dijo Munro echándose a reír—, sólo nombraban generales a los que habían nacido bajo el signo de Leo.
—Eso es algo que no sabía, señor.
—Bueno, siempre se aprende algo nuevo cada día. Esta noche no me iré a casa, Jack. Eisenhower quiere un informe amplio sobre la fortaleza de las unidades de la Resistencia francesa en toda esta zona, y lo quiere por la mañana. Tendremos que pasarnos unas cuantas horas trabajando aquí.
—Muy bien, señor.
—¿Había alguna otra cosa?
—Vargas me ha llamado.
—¿Qué quería?
—Ha recibido otro mensaje de su primo en Berlín. Le pide que envíe toda la información posible sobre el priorato de St. Mary.
—Está bien, Jack, cocine algo adecuado durante el próximo par de días, ateniéndose todo lo que pueda a la verdad, y pásele la información a Vargas. En estos momentos tenemos cosas más importantes de que ocuparnos.
—Estupendo, señor. Organizaré unos bocadillos y algo de té para pasar la noche.
—Sí, hágalo así, Jack. Va a ser una noche muy larga.
Cárter salió y Munro volvió a enfrascar toda su atención en los mapas.
A la mañana siguiente, el padre Martin se arrodilló ante la barandilla que delimitaba el altar, y rezó, con los ojos cerrados. Estaba cansado, ése era el problema. Se sentía tan cansado y durante tanto tiempo que no hacía más que rezarle al Dios a quien tanto había amado durante toda su vida, para que le concediera la fortaleza y la capacidad para permanecer de pie.
—Bendeciré al Dios que me aconseja, que dirige mi corazón, incluso de noche. Tengo al Señor siempre presente…
Había pronunciado las palabras en voz alta y de pronto balbuceó, incapaz de pensar en las que seguían. Una voz fuerte dijo entonces a su espalda:
—Y, como está a mi derecha, me mantendré firme.
El padre Martin medio se giró y encontró a Devlin allí de pie, vestido de uniforme, con la trinchera militar doblada sobre un brazo.
—¿Mayor?
El anciano trató de levantarse y Devlin le ayudó colocándole una mano bajo el codo.
—Oh, padre… El uniforme sólo es para mientras dure la guerra. Conlon…, Harry Conlon.
—Y yo soy Frank Martin, el párroco. ¿Puedo hacer algo por usted?
—Nada especial. He sido dado de baja en el ejército. Fui herido en Sicilia —le dijo Devlin—. Estoy pasando unos pocos días con unos amigos, no lejos de aquí. Vi esta iglesia y pensé entrar a echar un vistazo.
—Bien, entonces permítame ofrecerle una taza de té —dijo el anciano.
Devlin se sentó en la pequeña y atestada sacristía, mientras el padre Martin hervía el agua en una pequeña cocina eléctrica y preparaba el té.
—¿Así que ha estado metido en eso desde el principio?
—Sí —asintió Devlin—. Fui movilizado en noviembre del treinta y nueve.
—Ya veo que le han concedido una Cruz Militar.
—Eso fue por el desembarco en Sicilia —le dijo Devlin.
—¿Muy malo?
El padre Martin sirvió el té y ofreció una lata abierta de leche condensada.
—Bastante malo. —El anciano tomó un sorbo de té y Devlin encendió un cigarrillo—. Pero también debió de serlo para ustedes. Me refiero al
blitz
. Aquí están bastante cerca de los muelles de Londres.
—Sí, fue duro —asintió Martin—. Y no parece que las cosas mejoren. En estos últimos tiempos, yo sólo dependo de mí mismo.
De repente, pareció un hombre muy frágil y Devlin sintió escrúpulos de conciencia, a pesar de lo cual sabía que debía llevar aquello hasta el fin.
—Pasé por el pub focal, creo que se llama «El Gabarrero». Quería comprar unos cigarrillos. Estuve hablando con una mujer que le mencionó a usted con mucha simpatía.
—Ah, ésa debe de ser Maggie Brown.
—Me dijo que era usted el padre confesor de un hospicio que hay cerca de aquí. ¿El priorato de St. Mary?
—Sí, en efecto.
—Eso tiene que suponer para usted una gran cantidad de trabajo extra, padre.
—Así es, pero hay que hacerlo. Todos tenemos que contribuir en lo que podamos. —El anciano miró su reloj—. De hecho, tengo que salir para allí dentro de pocos minutos. Debo hacer mi ronda.
—¿Tiene a muchos pacientes allí?
—Eso varía. Quince, a veces veinte. Muchos de ellos están en fase terminal. Algunos son problemas especiales, Soldados que han tenido colapsos nerviosos, a veces algunos pilotos, ya sabe cómo son esas cosas.
—Desde luego que lo sé —asintió Devlin—. Me sentí un tanto interesado cuando, hace un rato, al pasar, vi entrar a una pareja de policías militares. Me pareció extraño. Quiero decir, no es habitual ver a la policía militar entrando en un hospicio.
—Ah, bueno, pero hay una razón que lo explica. Ocasionalmente tienen a algún extraño prisionero de guerra alemán en el piso de arriba. No conozco las circunstancias, pero suele tratarse de casos especiales.
—Oh, ahora comprendo la presencia de la policía militar. Debe de haber alguno ahora, ¿verdad?
—Sí, un coronel de la Luftwaffe. Un hombre bastante agradable. Incluso he logrado convencerle para que asista a misa por primera vez en muchos años.
—Interesante.
—Bueno, tengo que marcharme.
El anciano se levantó para ponerse la gabardina y Devlin le ayudó a hacerlo. Al salir a la iglesia, le dijo:
—He estado pensando, padre Martin, que aquí estoy yo, sin nada que hacer, y usted con tantas cosas de las que ocuparse. Quizá podría echarle una mano. Escuchar algunas confesiones por usted, al menos.
—Eso es extraordinariamente amable por su parte —dijo el padre Martin.
Raras veces se había sentido Liam Devlin más rastrero en toda su vida, pero a pesar de todo siguió desplegando su juego.
—Y me encantaría ver algo del trabajo que realiza usted en el priorato.
—Nada más sencillo. Acompáñeme —dijo el anciano bajando él primero los escalones.
La capilla del priorato estaba todo lo fría que uno podía imaginar. Avanzaron hacia el altar y Devlin comentó:
—Parece muy húmeda. ¿Es que hay algún problema?
—Sí, la cripta lleva varios años inundada, a veces de forma grave, pero no se dispone de dinero para arreglarla.
Devlin vio entre las sombras de un rincón alejado la recia puerta de roble cubierta con bandas de hierro.
—¿Es por ahí por donde se baja a la cripta?
—Sí, pero ya nadie baja.
—En cierta ocasión vi una iglesia francesa que tenía el mismo problema. ¿Podría echar un vistazo?
—Si quiere…
La puerta tenía el cerrojo echado. Lo corrió y se aventuró a bajar la mitad de los escalones. Al encender el mechero vio el agua oscura alrededor de las tumbas y lamiendo la reja. Retrocedió y cerró la puerta.
—Dios mío, es cierto, no puede hacerse gran cosa —dijo.
—Sí. Bueno, asegúrese de volver a correr el cerrojo: —dijo el anciano—. No queremos que nadie baje por ahí. Podría hacerse daño.
Devlin corrió el cerrojo con energía y el fuerte sonido arrancó ecos que se extendieron por toda la capilla; luego, lo hizo retroceder de nuevo, sin hacer ruido. La puerta, situada en un rincón, estaba envuelta en sombras; sería extraordinario que alguien se diera cuenta de que estaba abierta. Regresó junto al padre Martin y avanzaron por el ala, hacia la puerta exterior. Al abrirla, la hermana María Palmer salía de su despacho.
—Ah, está aquí —dijo el padre Martin—. Miré en su despacho cuando llegamos, pero no la encontré. Le estaba mostrando la capilla al padre Conlon… —Se echó a reír y corrigió—: Empezaré de nuevo. Le estaba mostrando la capilla al mayor Conlon. Va a acompañarme en mis rondas.
—Lo de padre me parece perfectamente bien —dijo Devlin estrechando la mano de la hermana—. Es un placer, hermana.
—El mayor Conlon fue herido en Sicilia.