Él asintió con un gesto.
—Nosotros salvamos la vida de Hider, ¿hicimos lo correcto? —Se encogió de hombros—. En aquellos momentos pareció tratarse de una buena idea, pero me imagino muy bien por qué han impuesto cien años de secreto sobre ese expediente.
Abrió la puerta de nuevo y echó un vistazo al exterior.
—¿Y qué ocurrió después? —seguí preguntando yo—. Quiero decir, con usted, con Steiner y con Asa Vaughan. Sé que usted fue profesor en una universidad estadounidense después de la guerra, pero ¿qué ocurrió mientras tanto?
—Ah, Jesús, hijo mío, ¿no le parece que ya he hablado suficiente? Le he proporcionado material suficiente para escribir otro libro. El resto tendrá que esperar hasta la próxima ocasión. Ahora, debería regresar usted a su hotel. Yo le acompañaré un trecho.
—¿Le parece seguro?
—Bueno, usted está completamente limpio si nos encontramos con una patrulla del ejército, ¿y quién va a preocuparse por un viejo y pobre sacerdote como yo?
Se puso un sombrero y un impermeable sobre la sotana y cubrió a ambos con el paraguas abierto. Caminamos por las calles desiertas, pasando aquí y allá ante lugares devastados por los atentados con bombas.
—¿Quiere contemplar este lugar? —dijo—. Callejones llenos de ratas, donde los hombres muertos dejaron sus huesos.
—¿Por qué continúa usted? —le pregunté—. ¿Por qué seguir con las bombas, con los asesinatos?
—Cuando empezó todo esto, en agosto del sesenta y nueve, pareció tratarse de una buena idea. Multitudes protestantes trataban de quemar a los católicos, y la policía especial B les echaba una mano.
—¿Y ahora?
—Si quiere que le sea franco, hijo, empiezo a cansarme y, además, nunca me gustaron los objetivos indiscriminados, las bombas que matan a los viandantes, las mujeres y los niños. Esa granja situada por encima de la bahía de Killala, ¿recuerda? Mi vieja tía Eileen me la dejó en herencia, y siempre que quiera me espera un trabajo como profesor de inglés en el Trinity College de Dublín. —Se detuvo en una esquina y husmeó el aire, lleno de humo—. Ha llegado el momento de largarse de aquí y dejar a los que quieran seguir.
—¿Quiere decir que finalmente se ha cansado de que el juego lo maneje a usted, en lugar de ser usted quien juegue el juego?
—Eso es lo que siempre dice Steiner —asintió con un gesto.
—Interesante —comenté—. Ha hablado usted en presente.
—¿De veras? —replicó sonriéndome. De repente, empezó a llover más fuerte. Estábamos en la esquina de Falls Road. En la distancia se veían una patrulla del regimiento paracaidista y un vehículo blindado—. Creo que le voy a dejar aquí, hijo.
—Es una sabia decisión —asentí estrechándole la mano.
—Puede usted buscarme en Killala siempre que quiera. —Se volvió y, antes de alejarse, se detuvo un instante—. Ah, y una cosa más.
—¿Qué es?
—En cuanto a esa chica Cohén, el accidente cuyo conductor se dio a la fuga… Tenía usted razón. Fue algo conveniente para alguien. Yo, en su lugar, vigilaría a mis espaldas.
Encendí un cigarrillo protegiendo la llama con las manos y le vi alejarse, con la sotana balanceándose alrededor de sus tobillos como si fuera una falda, con el paraguas abierto para protegerse de la lluvia. Miré hacia abajo, por Falis Road. Ahora, la patrulla se había acercado más, pero, al volverme para echar un vistazo a Liam Devlin, éste ya no estaba. Había desaparecido entre las sombras, como si nunca hubiera estado allí.
JACK HIGGINS, nació en el norte de Inglaterra y ha residido en Belfast y Leeds. Ejerció distintos trabajos manuales al mismo tiempo que estudiaba. Licenciado en Sociología y Criminología, se dedicó a la enseñanza antes de darse a conocer como escritor con Ha llegado el Águila, que, sin ser su primera novela, sí fue la que lo catapultó a la fama. El Águila emprende el vuelo no ha hecho sino consolidar su merecido prestigio.
Ha escrito con varios seudónimos, y su nombre original es Harry Patterson. Tras tres años en el ejército, se licenció en la London School of Economics and Political Science. Trabajó como profesor en la Universidad de Londres y desde 1959 se dedicó por completo a la escritura.