El águila emprende el vuelo (17 page)

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Authors: Jack Higgins

Tags: #Aventuras, Bélico, Histórico

BOOK: El águila emprende el vuelo
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—¿Comprende lo que dicen? —le preguntó Devlin a Asa.

—Ni una palabra. No hablo francés.

—Supongo que se pasó todo el tiempo jugando al fútbol. El general y yo, en cambio, como hombres de intelecto y estudio que somos, podemos comprender todo lo que dice el viejo chiflado. Se lo traduciré cuando sea necesario.

—Desearía inspeccionar el lugar —dijo Schellenberg.

Pasó junto a Dissard y entró en un gran vestíbulo, empedrado con losas de granito, con alguna que otra alfombra. Había una chimenea enorme en un lado, y una escalera que conducía al primer piso, lo bastante ancha como para que cupiera un regimiento.

—¿Es usted de las SS,
monsieur
?

—Pensaba que eso sería evidente —contestó Schellenberg.

—Pero el lugar ya ha sido inspeccionado,
monsieur
. Lo vieron el otro día. Un oficial con un uniforme parecido al suyo.

—¿Recuerda usted su nombre?

—Dijo que era un mayor. —El anciano frunció el ceño, como tratando de recordar. Añadió— ¡Tenía mal un lado de la cara.

—¿Era Berger? —preguntó Schellenberg con calina—. ¿Fue ése el nombre?

—En efecto,
monsieur
—asintió con avidez el anciano—. El mayor Berger. Y hablaba muy mal el francés.

—¿Qué está ocurriendo? —preguntó Asa.

—Nos está diciendo que alguien ha estado aquí antes que nosotros. Un mayor de las SS llamado Berger —le informó Devlin.

—¿Le conoce usted?

—Oh, íntimamente, sobre todo la nariz, pero eso se lo explicaré más tarde.

—Entonces sabrá usted que este lugar se necesitará en un próximo futuro —dijo Schellenberg—. Le agradecería que nos acompañara para hacerle una visita.

—El
cháteau
ha estado cerrado desde el cuarenta. Mi amo, el conde de Beaumont, se marchó a Inglaterra para luchar contra los boches.

—¿De veras? —replicó Schellenberg con sequedad—. Está bien, empecemos. Será mejor subir y luego ir bajando.

El anciano miró la escalera que se extendía ante ellos. Había innumerables dormitorios, algunos de ellos con camas doseladas, los muebles envueltos en sábanas, con dos puertas conduciendo hacia alas separadas; todo tan en desuso y durante tanto tiempo que había una gruesa capa de polvo en el suelo.

—Madre de Dios, ¿y así es como viven los ricos? —preguntó Devlin bajando, después del recorrido—, ¿Ha visto lo mucho que hay que andar antes de llegar al cuarto de baño?

Schellenberg observó una puerta situada en un extremo del rellano, por encima de la entrada.

—¿A dónde conduce?

—Se lo mostraré,
monsieur
. Es otro camino para llegar al comedor.

Se encontraron en una galería larga y oscura por encima de una enorme sala. El techo tenía vigas de roble arqueadas. Por debajo se veía una gran chimenea, de aspecto medieval, y delante de ella una enorme mesa de roble rodeada por sillas de respaldo alto. Había estandartes de batalla colgando sobre la chimenea.

—¿Qué son esas banderas? —preguntó Schellenberg cuando ya bajaban la escalera.

—Recuerdos de guerra,
monsieur
. Los De Beaumont siempre han servido bien a Francia. Mire ahí, en el centro, ese estandarte en escarlata y oro. Un antepasado del conde lo llevó en Waterloo.

—¿De veras? —preguntó Devlin—. Pues yo siempre pensé que esa batalla la habían perdido.

Schellenberg contempló el salón y luego abrió la marcha, pasando por entre las hojas abiertas de altas puertas de roble, para regresar al vestíbulo de entrada.

—Ya he visto suficiente. ¿Qué le dijo el mayor Berger?

—Que volvería,
monsieur
—contestó el anciano encogiéndose de hombros—. Dentro de una semana, o quizá dos.

Schellenberg le puso una mano en el hombro.

—Nadie debe saber que hemos estado aquí, amigo mío, y especialmente no debe saberlo el mayor Berger.


¿Monsieur
? —preguntó Dissard, con aspecto desconcertado.

—Se trata de una cuestión del máximo secreto y de una considerable importancia —le dijo Schellenberg.

—Comprendo,
monsieur
.

—Si llegara a saberse el hecho de que hemos estado aquí, la fuente de esa información sería evidente —dijo al tiempo que le daba unas suaves palmaditas en la espalda, con la mano enguantada—. Y eso sería muy malo para usted.

El anciano estaba realmente asustado.


Monsieur…
, por favor. Ni una palabra. Se lo juro.

Salieron al patio, subieron al vehículo y se alejaron.

—Walter —dijo Devlin al cabo de un rato—, cuando quiere, puede ser un frío y sangriento bastardo.

—Sólo cuando es necesario —dijo Schellenberg y, volviéndose a mirar a Asa, le preguntó—: ¿Podemos regresar a Berlín esta noche?

La luz ya se estaba desvaneciendo, y unas nubes oscuras avanzaban hacia el mar, llevando la lluvia consigo.

—Es posible —contestó Asa—, si tenemos suerte. Pero puede que tengamos que pasar la noche en Chernay y despegar a primera hora de la mañana.

—¡Qué perspectiva! —exclamó Devlin subiéndose el cuello del abrigo y encendiendo un cigarrillo—. En fin, qué le vamos a hacer, esto es el encanto de la guerra.

A la tarde siguiente, Devlin fue llevado a los estudios cinematográficos UFA, para su cita con el maquillador jefe. Karl Schneider tenía poco menos de cincuenta años, era un hombre alto, de hombros anchos, que más parecía un estibador de los muelles que cualquier otra cosa.

Examinó una fotografía tamaño pasaporte que Devlin se había tomado.

—¿Y dice que esto es lo que tienen los del otro lado? —preguntó.

—Algo muy parecido.

—No es gran cosa cuando se trata de un policía buscando un rostro entre la multitud. ¿Cuándo partirá usted?

En ese momento, Devlin tomó la decisión por sí mismo, por Schellenberg y por todos los demás.

—Digamos que dentro de dos o tres días.

—¿Y durante cuánto tiempo estará fuera?

—Diez días como máximo. ¿Puede hacer algo?

—Oh, sí —asintió Schneider—. Uno puede cambiar la configuración del rostro poniéndose almohadillas de mejilla en la boca y toda una serie de cosas, pero no creo que en su caso sea necesario. No soporta usted mucho peso, amigo mío, no hay mucha carne en sus huesos.

—Todo debido a la mala vida —dijo Devlin.

—Su cabello… —siguió diciendo Schneider, ignorando la broma—, es oscuro y ondulado y lo lleva largo. Creo que la clave será lo que le haga en el cabello. ¿Qué papel tiene intención de representar?

—El de un sacerdote. Ex capellán del ejército, dado de baja por invalidez.

—Sí, el cabello.

Schneider le extendió una toalla sobre los hombros y tomó unas tijeras.

Cuando hubo terminado, Devlin tenía el cabello muy corto.

—¡Santo Dios! ¿Ése soy yo?

—Esto no es más que el principio. Ahora seguiremos trabajando con él. —Schneider le lavó el pelo y luego lo frotó con un producto químico—. He trabajado con los mejores actores, incluso con Marlene Dietrich antes de que se marchara. Claro que ella tenía un cabello maravilloso. Ah, y también con Conrad Veidt. Qué actor tan maravilloso. Perseguido por estos nazis bastardos y, según me han dicho, ha terminado haciendo papeles de nazi bastardo en Hollywood.

—Algo que, extrañamente, se repite en la vida.

Devlin mantuvo los ojos cerrados y dejó que siguieran trabajando con él.

Apenas reconoció el rostro, cuyo reflejo le miraba fijamente desde el espejo. Ahora, el pelo corto era bastante gris, acentuando los pómulos y añadiéndole diez o doce años a su verdadera edad.

—Esto es condenadamente maravilloso —exclamó.

—Un toque más. —Schneider registró su caja de maquillaje, extrajo varias gafas y las examinó—. Sí, creo que éstas servirán. Con cristales naturales, desde luego. —Colocó sobre la nariz de Devlin un par de gafas con montura metálica y se las ajustó—. Sí, excelente. Me siento contento por el trabajo realizado.

—Que Dios me ampare, pero si ahora resulta que me parezco a Himmler — dijo Devlin—. ¿Durará esto? Me refiero al pelo.

—Por lo menos dos semanas, y usted dijo que sólo estaría fuera diez días como máximo. — Schneider sacó una pequeña botella de plástico—. No obstante, un toque con esto conservará el efecto, aunque no por mucho tiempo.

—No —rechazó Devlin—. Dije diez días y lo dije en serio. De todos modos, al final todo se reduce a uno solo. Pero si estoy más tiempo, estaré muerto.

—¡Asombroso! —exclamó Schellenberg.

—Me alegro de que piense así —le dijo Devlin—. Y ahora, tomemos las fotos correctas. Quiero ponerme en marcha ya.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Que quiero partir lo antes posible. Mañana, o pasado mañana.

—¿Está seguro? —preguntó Schellenberg mirándole seriamente.

—Ahora que su amigo de la UFA me ha proporcionado un nuevo rostro, ya no hay nada más que hacer aquí. Tenemos el escenario preparado en Chernay, a Asa y el Lysander. Eso nos deja sólo con tres incertidumbres: mi amigo del IRA, Michael Ryan, los Shaw y el priorato.

—Cierto —admitió Schellenberg—. Al margen de cuál sea k situación en el priorato, si su amigo Ryan no está disponible, se encontrará con verdaderas dificultades. Lo mismo podría decirse en el caso de los Shaw.

—Sin la colaboración de los Shaw sería una verdadera imposibilidad —dijo Devlin—, así que cuanto antes llegue allí, antes lo sabremos.

—Correcto —dijo Schellenberg con brusquedad llamando a Ilse Huber, que entró en seguida en el despacho—. Documentos para el señor Devlin del departamento de falsificaciones.

—Necesitarán fotos de mi nueva personalidad —le dijo Devlin.

—Pero, señor Devlin, lo que necesita es el documento de identidad británico. Una libreta de racionamiento para ciertos artículos alimenticios, cupones para ropa, permiso de conducir. Y para nada de eso se necesita una foto.

—Es una pena —le dijo Devlin—. Si uno tuviera que ser controlado por alguien, el hecho de poder compararlo con una foto es algo que deja tan satisfecho a cualquiera que uno puede seguir su camino antes de enterarse de lo que ha pasado.

—¿Ha decidido ya algo acerca de su nombre y circunstancias? —preguntó Schellenberg.

—Como le he dicho a menudo, la mejor mentira es aquella que se ajusta todo lo posible a la verdad —dijo Devlin—. No tiene sentido tratar de parecer completamente inglés. Ni siquiera el gran Devlin lograría salir bien parado con eso. Así que seré oriundo del Ulster. —Se volvió hacia Ilse—. ¿Toma nota de esto?

—De cada palabra —asintió ella.

—Conlon. Es un apellido que siempre me ha gustado. Mi primera novia era una Conlon. Y mi viejo tío, el sacerdote de Belfast con quien viví siendo un muchacho. Su nombre era Henry, aunque todo el mundo le llamaba Harry.

—Entonces, ¿padre Harry Conlon? —preguntó ella.

—Sí, pero algo más que eso, mayor Harry Conlon, capellán del ejército, dado de baja en el servicio después de haber sido herido.

—¿Dónde? —preguntó Schellenberg.

—En la cabeza —contestó Devlin llevándose un dedo a la cicatriz de bala—. Oh, ya veo a qué se refiere. ¿Quiere decir geográficamente?

—¿Qué le parece la invasión aliada de Sicilia de este mismo año? —sugirió Schellenberg.

—Excelente. Me alcanzaron durante un ataque aéreo en el primer día. De ese modo, no necesitaré de mucha información sobre el lugar, si es que alguien me lo pregunta.

—En los archivos de documentación militar he visto algo relacionado con un capellán del ejército británico —dijo Use—. Lo recuerdo porque me pareció bastante insólito. ¿Puedo ir a comprobarlo, general? Sólo tardaré unos pocos minutos.

Schellenberg asintió con un gesto y ella salió.

—Haré los preparativos necesarios para su vuelo a Irlanda —dijo Schellenberg—. Ya he hecho algunas comprobaciones con la Luftwaffe. Ellos sugieren que despegue de la base de Laville, que está en las afueras de Brest.

—Estamos hablando de algo
déjá vu
—dijo Devlin—. Fue de allí de donde partí la vez anterior. ¿No habrán sugerido por casualidad utilizar un bombardero Dornier, el bueno y viejo «Lápiz Volador», como lo llaman?

—Exactamente.

—Ah, bueno, creo que la última vez funcionó.

—Yo tenía razón —dijo Use entrando en ese momento—. Miren lo que he encontrado.

El documento de identidad estaba a nombre de un tal mayor George Harvey, capellán del ejército, y había una fotografía. Había sido emitido por el departamento de Guerra, y en él se autorizaba acceso sin restricciones a las bases y hospitales militares.

—Es asombrosa lo poderosa que puede llegar a ser la necesidad de consuelo espiritual —comentó Schellenberg—. ¿De dónde ha salido esto?

—Documentos requisados a un prisionero de guerra, general. Estoy segura de que los de falsificaciones no tendrán el menor problema para copiarlo y eso le permitirá al señor Devlin tener la foto que deseaba.

—Brillante —admitió Devlin—. Es usted una maravilla de mujer.

—Tendrá que pasar también por el departamento de ropas —dijo ella—. ¿Querrá un uniforme?

—Es una idea. Quiero decir que podría ser útil. Además, un traje oscuro, alzacuello, sombrero oscuro, gabardina, y también me pueden conseguir una Cruz Militar. Si voy a ser un sacerdote, también puedo serlo valiente. Eso siempre impresiona. Y querré también un comprobante de viaje desde Belfast a Londres, del tipo que utilizan los militares, por si acaso se me ocurre representar el papel de mayor durante el viaje.

—Pondré en marcha todo eso.

—¿Qué más? «preguntó Schellenberg una vez que Use hubo salido de nuevo.

—Efectivo. Yo diría que cinco mil. Lo utilizaré para ofrecer unos pocos sobornos y para cuidar de mi persona. Si encuentra una de esas bolsas militares de lona que suelen llevar los oficiales, el dinero podría ir oculto en un fondo falso de algún tipo.

—Estoy seguro de que tampoco habrá problemas con eso.

—Que sean billetes de cinco, Walter, y auténticos, nada de esos billetes falsos que, por lo que sé, está imprimiendo la SS.

—Cuenta usted con mi palabra. Necesitará también un nombre código.

—Conservaremos el de los Shaw. Halcón será estupendo. Déme los detalles correctos para entrar en contacto con sus operadores de radio y lo haré antes de que se den cuenta.

—Excelente. La conferencia del Führer en Belle Ile será el veintiuno. Andaremos justos de tiempo.

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