Se había preparado para ejercer cierta presión, pero al final no fue necesario hacerlo. Shaw se tomó di whisky de un solo trago.
—Pues claro está que sí. ¿Qué es lo que necesita de mí ?
—Vayamos a dar un pequeño paseo —dijo Devlin—. El parque que hay al otro lado de la calle me parece muy bien.
Había empezado a llover, y las gotas de lluvia repiqueteaban sobre las ventanas. Por un momento, no apareció ningún portero en el guardarropa. Shaw encontró finalmente su sombrero hongo, el impermeable y el paraguas. Entre el montón de gabardinas había una trinchera militar. Devlin la tomó, le siguió fuera del edificio y se la puso mientras caminaba.
Cruzaron hacia el parque de St. James y caminaron a lo largo de la orilla del lago, hacia el palacio de Buckingham; Shaw llevaba el paraguas abierto. Al cabo de un rato se situaron bajo la protección de unos árboles y Devlin encendió un cigarrillo.
—¿Quiere uno de éstos?
—Por el momento, no, gracias. ¿Qué es lo que quiere de mí?
—Antes de la guerra su hermana solía pilotar un Tiger Moth. ¿Sigue teniéndolo?
—La RAF lo requisó en el invierno del treinta y nueve para utilizarlo como avión de entrenamiento.
—Ella utilizaba un cobertizo como hangar. ¿Sigue en pie ese cobertizo? —Sí.
—¿Y el lugar que empleaba para despegar y aterrizar? El prado del sur, creo que lo llamaban ustedes. ¿No ha sido roturado para contribuir al esfuerzo de guerra o algo así?
—No, todos los terrenos que hay alrededor de Shaw Place, terrenos que antes eran nuestros, se utilizan ahora como pastos para las ovejas.
—¿Y el prado del sur sigue siendo suyo?
—Desde luego. ¿Es importante?
—Ya lo puede asegurar. Dentro de no mucho llegará un avión desde Francia.
—¿De veras? —preguntó Shaw con una expresión muy animada en el rostro—. ¿Para qué?
—Para recogerme a mí y a otro hombre. Cuanto menos sepa usted, tanto mejor para todos, pero es importante. ¿Puede causarle problemas algo de todo esto?
—Santo cielo, no. Encantado de ayudar, viejo. — Frunció el ceño ligeramente y preguntó—: Supongo que no es usted alemán, ¿verdad?
—Irlandés —contestó Devlin—. Pero estamos del mismo lado. Werner Keitel les entregó una radio. ¿La tiene todavía?
—Ah, bueno, ahí me ha pillado, viejo, pero me temo que ya no la tenemos. Mire, en el cuarenta y uno el gobierno promulgó una regulación estúpida y yo estuve en prisión unos pocos meses.
—Ya lo sé.
—El caso es que mi hermana Lavinia…, bueno, ya sabe cómo son las mujeres. Sintió pánico. Pensó que la policía podía llegar en cualquier momento para revolver la casa de arriba abajo. Por donde nosotros vivimos hay muchas marismas, algunas de ellas muy profundas, así que arrojó la radio en una. —Le miró con una expresión de ansiedad—. ¿Representa eso un problema, viejo?
—Sólo de naturaleza temporal. ¿Regresa hoy mismo a su casa?
—En efecto.
—Bien. Estaré en contacto. Mañana, o al día siguiente. —Devlin arrojó su cigarrillo al suelo—. ¡Jesús, qué lluvia! Así es Londres…, nunca cambia.
Y tras decir esto se alejó a buen paso.
Al girar hacia la terraza situada en el costado de la casa, en Cable Wharf, la lluvia se desplazaba al otro lado del río. Había un toldo extendido desde el cable de la barca a motor hasta la cabina. Mary Ryan estaba sentada debajo, a cubierto de la lluvia, leyendo un libro.
—¿Está disfrutando mucho ahí abajo? —preguntó Devlin.
—Sí, sí, mucho. Tío Michael está en la cocina. ¿Quiere que le traiga algo?
—No, estoy bien por el momento.
Al entrar, vio a Ryan sentado ante la mesa de la cocina, que había cubierto con periódicos. Estaba limpiando una pistola Luger, y tenía los dedos manchados de aceite.
—Que Dios me ayude, Liam, ya casi se me ha olvidado cómo se hace esto.
—Dame un minuto para cambiarme y yo me ocuparé —le dijo Devlin.
Regresó cinco minutos más tarde, llevando unos pantalones oscuros y un suéter negro de cuello alto. Tomó las partes componentes de la Luger y empezó a engrasarlas. Después, montó el arma completa con movimientos expertos.
—¿Fue todo bien? —preguntó Ryan.
—Si consideras ir bien al hecho de conocer a un loco de remate, entonces sí —contestó Devlin—, Michael, estoy tratando con un aristócrata inglés tan totalmente fuera de sí que sigue esperando ávidamente una invasión alemana, y eso sólo cuando está sobrio.
Le habló a Ryan de Shaw Place, del propio Shaw i de su hermana. Cuando hubo terminado, Ryan dijo:
—Parecen estar locos los dos.
—Sí, pero el problema consiste en que necesito una radio y ellos no la tienen.
—¿Qué vas a hacer, entonces?
—Estaba pensando en los viejos tiempos, cuando vine por aquí para encargarme de aquella unidad de servicio activo. Ellos conseguían armas, y hasta explosivos, de fuentes de los bajos fondos. ¿Estoy en lo cierto?
—Sí, eso es cierto —asintió Ryan. —Y, por lo que recuerdo, tú, Michael, eras el hombre encargado de los contactos.
—Pero eso fue hace ya mucho tiempo.
—Vamos, Michael. Estamos en guerra y el mercado negro funciona para todo, desde gasolina hasta cigarrillos. Lo mismo sucede en Berlín. No me digas que no andas metido en eso hasta el cuello conduciendo un taxi londinense, como conduces.
—Está bien —admitió Ryan levantando una mano, a la defensiva—. Quieres una radio, pero de la clase que la quieres, tendrá que ser equipo del ejército.
—Así es.
—No sirve de nada acudir a algún comerciante poco escrupuloso de una calle secundaria.
Hubo un silencio entre ellos. Devlin volvió a desmontar la Luger y limpió todas las piezas con un paño.
—Entonces, ¿a quién tengo que acudir?
—Hay un tipo llamado Carver —contestó Ryan—. Jack Carver. Tiene un hermano que se llama Eric.
—¿Qué son, estraperlistas?
—Mucho más que eso. Jack Carver es probablemente el gángster más poderoso de Londres en estos tiempos. De todo lo que se obtiene en los bajos fondos, absolutamente de todo, Carver recibe un tanto, y no sólo del mercado negro, sino también de la prostitución, el juego, la protección…, de lo que quieras imaginar.
—Yo conocí a un tipo en Dublín que hacía esa misma clase de trabajo —dijo Devlin—. No era tan malo.
—Jack Carver es un bastardo original, y el joven Eric es un sapo. Todas las chicas de la calle le tienen pánico.
—¿De veras? —dijo Devlin—. Me sorprende que eso no se haya puesto en práctica aquí hasta ahora.
—No fueron los gángsters de Nueva York los que inventaron el procedimiento de enterrar a los muertos en bloques de cemento utilizados después para construir las nuevas autopistas —dijo Ryan—. Esa idea la patentó Jack Carver. Era él quien suministraba las armas y explosivos a esa unidad de servicio activo, en el treinta y seis. Si tuviera abuela, sería capaz de vendérsela a los alemanes si creyera que con eso ganaría dinero.
—Estoy terriblemente asustado —dijo Devlin con una sonrisa—. Bien, Carver es la clase de hombre capaz de echarle mano a cualquier cosa, de modo que si quiero una radio…
—Exactamente.
—Estupendo, ¿dónde puedo encontrarle?
—A unos tres kilómetros de aquí, en Limehouse, hay una sala de baile. Se llama el Astoria. Es propiedad de Carver. En el piso de arriba dispone de up gran apartamento. Le gusta. Es conveniente para que su hermano se lleve a sus chicas.
—Y supongo que también para él, ¿no?
—Supones mal, Liam. Las mujeres no le interesan lo más mínimo.
—Entiendo por dónde vas —asintió Devlin.
De repente, sus manos se movieron con una destreza increíble y montó la Luger en un santiamén. Terminó el trabajo en muy pocos segundos e introdujo un cargador por la culata.
—Santo Dios, pareces como la muerte misma cuando haces eso —dijo Ryan.
—No es más que un truco que cualquiera puede aprender, Michael. —Devlin recogió los periódicos manchados de aceite y los dejó en el cubo de la basura, debajo del fregadero—. Y ahora creo que vamos a dar un pequeño paseo río abajo. Me gustaría conocer tu opinión sobre algo.
Bajó la escalera hasta el bote y encontró a Mary todavía leyendo. El agua goteaba de los bordes del toldo y sobre el río se había extendido una ligera neblina. Devlin llevaba puesta la trinchera militar que había robado del Club del Ejército y la Marina. Se apoyó contra la barandilla de hierro, con las manos metidas en los bolsillos.
—¿Qué estás leyendo?
—
Nuestro amigo mutuo
—contestó ella levantando el libro.
—Yo también he empezado a leer algo.
—Vamos a tener niebla en los próximos días —dijo ella, levantándose—. Una niebla bastante densa.
—¿Cómo lo sabes?
—No estoy segura, pero casi siempre tengo razón. Creo que lo primero que reconozco es el olor.
—¿Y a ti te gusta eso?
—Oh, sí. Una se encuentra como a solas, encerrada en su propio mundo íntimo.
—¿Y no es eso lo que todos andamos buscando? —preguntó él tomándola por el brazo—. Tu tío Michael y yo vamos a dar un pequeño paseo bajo la lluvia, por el río. ¿Por qué no vienes con nosotros? Si no tienes nada mejor que hacer, claro.
Fueron hasta el priorato de St. Mary en el taxi de Ryan. Aparcó a un lado de la carretera y permanecieron sentados en el interior del vehículo, mirando la entrada. En el exterior había aparcado un Morris de color verde oliva. Decía «Policía Militar» en el costado de la puerta. Mientras observaban, el teniente Benson y un cabo salieron por la puerta, subieron al coche y se alejaron.
—A través de la puerta principal no creo que puedas llegar muy lejos —comentó Ryan.
—Siempre hay más de una forma de despellejar a un gato —dijo Devlin—. Vayamos a pasear un poco.
La franja de guijarros que él había recorrido antes parecía haberse ampliado ahora, y cuando se detuvo para indicarles la posición de la arcada, observó que su luz parecía mayor.
—Esta mañana estaba casi totalmente cubierta por el agua —dijo.
—El Támesis es un río con mareas, Liam, y ahora es marea baja. Habrá momentos en que ese sitio se encontrará por completo debajo del agua. ¿Es importante?
—Corre cerca de los cimientos del priorato. Según los planos hay una reja que da a la cripta, por debajo de la capilla del priorato. Podría ser una forma de entrar.
—En ese caso deberías echar un vistazo. | —Naturalmente, pero no ahora. Más adelante, cuando haya mejorado la situación y esté todo bien oscuro.
La lluvia aumentó de intensidad, hasta adquirir casi proporciones de monzón, y Ryan exclamó:
—Por el amor de Dios, salgamos de aquí.
Empezó a subir los escalones. Devlin tomó a Mary por el brazo.
—¿Tendrás escondido por alguna parte un bonito vestido? Porque, si lo tienes, te llevaré a bailar esta noche.
Ella se detuvo y se volvió a mirarle y cuando echaron a caminar de nuevo, su cojera aún pareció más pronunciada.
—Yo no bailo, señor Devlin. No puedo.
—Oh, sí, claro que puedes, mi amor. Puedes hacer cualquier cosa en el ancho y amplio mundo, con tal de que pongas toda tu mente en ello.
El Astoria era un típico salón de baile londinense de la época, y estaba abarrotado. Había una orquesta a cada lado de la sala, una con los músicos vestidos con esmóquines negros, y la otra rojos. Devlin vestía el oscuro traje clerical, pero con una suave camisa blanca y una corbata negra que le había prestado Ryan. Esperó fuera del guardarropa a que Mary terminara de entregar su abrigo. Al salir, vio que se había puesto un bonito vestido de algodón con medias marrones. Llevaba pendientes de plástico, de moda en aquellos momentos, y apenas un esbozo de lápiz de labios.
—Mi enhorabuena por el vestido —le dijo—. Logra una notable mejoría.
—No tengo muchas oportunidades de vestirme así —dijo ella.
—Lo aprovecharemos al máximo.
La tomó de la mano y tiró de ella hacia la pista de baile antes de que pudiera protestar. Una de las orquestas estaba interpretando un foxtrot lento. El empezó a tararear la melodía.
—Lo haces muy bien dijo ella, tuteándole.
—Ah, lo que ocurre es que tengo un pequeño don para la música. Toco el piano, aunque lo hago mal. Tú, además, bailas bastante bien.
—Se está mucho mejor aquí, en medio de todos los demás, donde nadie se da cuenta.
Evidentemente, se refería a su cojera.
—Querida jovencita —le dijo Devlin—, de todos modos nadie se da cuenta.
La apretó contra sí, haciendo que la mejilla se apoyara contra su hombro, y se movieron entre la multitud, con una gran bola reluciente girando y despidiendo destellos desde el techo, bañándolo todo con sus rayos en una tenue luz azulada. La orquesta terminó su interpretación y la otra orquesta inició un ritmo rápido.
—Oh, no —protestó ella—. Con esto ya no puedo arreglármelas.
—Está bien —asintió Devlin——. Entonces tomaremos café.
Subieron la escalera hasta el paraíso del local.
—Voy un momento al lavabo —dijo ella.
—Yo, mientras tanto, pediré el café. Te espero aquí.
Ella se dirigió hacia el otro lado del paraíso, cojeando ostensiblemente. Pasó junto a dos jóvenes que estaban inclinados sobre la barandilla, observando la pista de baile. Uno de ellos llevaba un traje a rayas cruzado y una corbata pintada a mano. El otro tenía unos cuantos años más, y llevaba una chaqueta de cuero; tenía la nariz chata propia de un boxeador, y tejido cicatrizado alrededor de los ojos.
—¿Le apetece eso, señor Carver? —preguntó al joven viendo a Mary dirigirse hacia el lavabo.
—Desde luego, George —le contestó Eric Carver—. Hasta ahora no me había tirado a ninguna lisiada.
Eric Carver tenía veintidós años de edad, y un rostro delgado, de facciones lobunas, con un cabello largo y rubio que le caía hacia atrás desde la frente. Una tendencia a sufrir ataques de asma le había mantenido fuera del ejército. Eso, al menos, era lo que afirmaba el certificado que le había proporcionado el médico de su hermano. Su padre había sido un matón borracho que había terminado bajo las ruedas de un carro en Mile End Road. Jack, su hermano mayor, que ya era un criminal de cierto prestigio a los quince años de edad, se había ocupado de Eric y de la madre de ambos, hasta que el cáncer se la llevó, poco antes de que estallara la guerra. La muerte de la madre había hecho que los dos hermanos se unieran aún más. No había nada que Eric no pudiera hacer, ninguna chica que no pudiera tener, porque él era el hermano de Jack Carver y eso era algo que nunca permitía olvidar a los demás.