—¿Las Hermanitas de la Piedad, señor? Pero si eso es un hospicio para casos terminales.
—También cuidan a los tipos que se han desmoronado, ¿no? ¿A apuestos pilotos de la RAF que han sufrido colapsos nerviosos?
—En efecto, señor.
—Y olvida usted a ese agente Baum, del Abwehr, en febrero. El que recibió un tiro en el pecho cuando la rama especial y el MI5 trataron de detenerle en Bayswater. Lo atendieron en el priorato, y fue allí donde lo interrogaron. He visto los informes. Los del MI5 no lo utilizan con regularidad, eso lo sé con seguridad. Será un lugar perfecto. Reconstruido en el siglo diecisiete. Antes perteneció a una orden de clausura, de modo que el lugar está rodeado de fuertes muros. El edificio fue construido como una fortaleza.
—Nunca lo he visto, señor.
—Yo sí. Es un lugar un tanto extraño. Fue protestante durante años, cuando los catolicorromanos fueron proscritos. Luego, un industrial Victoriano que resultó ser un chiflado religioso lo convirtió en un hospicio para mendigos. Permaneció desocupado durante varios años y luego, en mil novecientos diez, lo compró un benefactor. El lugar fue nuevamente consagrado a la Iglesia católica, y las Hermanitas de la Piedad se hicieron cargo de él. — Asintió con un gesto, lleno de entusiasmo—. Sí, creo que el priorato nos servirá estupendamente bien.
—Hay una cosa más, señor. Le recuerdo que éste es un asunto de contraespionaje, lo que significa que cae estrictamente dentro de las competencias del M15 y de la rama especial.
—No, si resulta que ellos no saben nada al respecto —dijo Munro sonriendo—. Cuando Vargas llame, véalo en seguida. Dígale que deje pasar tres o cuatro días y que luego notifique a su primo que Steiner va a ser trasladado al priorato de St. Mary.
—¿Pretende invitarles a que lo intenten y monten la operación, señor?
—¿Por qué no, Jack? No sólo atraparíamos a Devlin, sino también a cualquier otro contacto del que pueda disponer. No puede trabajar solo. No, en este asunto hay toda clase de posibilidades. Ya puede usted retirarse.
—Muy bien, señor.
Cárter cojeó hasta la puerta y Munro exclamó entonces:
—Estúpido de mí. Se me olvida lo más evidente. Walter Schellenberg va a querer saber de qué fuente procede esta información. Tiene que parecer buena.
—¿Me permite una sugerencia, señor?
—Desde luego.
—José Vargas es un homosexual practicante y en estos momentos en la Torre de Londres está de servicio una compañía de Guardias escoceses. Digamos que Vargas ha obtenido la información de uno de esos guardias, al que ha conocido en uno de los pubs que frecuentan los soldados, en los alrededores de la Torre.
—Oh, muy bien, Jack, excelente —afirmó Munro—. Adelante, pues.
Desde un discreto puesto de observación situado en la explanada del aeropuerto, en las afueras de Lisboa, Frear observó a Schellenberg y a Berger caminar por la pista y aproximarse a los Junkers allí estacionados. Permaneció en su puesto, viendo cómo se alejaba el taxi que los había llevado, y sólo se dirigió hacia la parada de taxis una vez hubo comprobado que el avión había despegado.
Media hora más tarde, entró en el Luces de Lisboa y se sentó ante la barra. Pidió una cerveza y le preguntó al barman:
—¿Dónde está hoy nuestro amigo irlandés?
—Oh, ¿ése? Se ha marchado —contestó el hombre encogiéndose de hombros—. No creaba más que problemas. El jefe lo despidió. Anoche vino por aquí un cliente, un hombre muy agradable. Creo que era alemán. Ese Devlin tuvo una pelea con él, y casi llegaron a las manos. Tuvo que ser sacado a rastras.
—Me pregunto qué hará ahora —dijo Frear.
—Bueno, hay muchos bares en Alfama,
senhor
—dijo el barman.
—Sí, en eso tiene usted mucha razón. —Frear se terminó la cerveza—. Será mejor que me marche.
Salió y, poco después, Devlin surgió desde detrás de la cortina, en el fondo del bar.
—Buen hombre, José. Y ahora, tomemos juntos una copa de despedida.
Era a últimas horas de la tarde y Munro estaba sentado ante su mesa, en el despacho del cuartel general del SOE, cuando Cárter entró.
—Otro comunicado de Frear, señor. Schellenberg se marchó esta mañana en avión, en dirección á Berlín, pero Devlin no se marchó con él.
—Si Devlin es todo lo astuto que yo me imagino, Jack, habrá detectado la presencia de Frear desde el principio. En un lugar como Lisboa no se puede ser agregado militar de una embajada sin que la gente sepa esas cosas.
—¿Quiere decir que se ha marchado a Berlín siguiendo otra ruta?
—Exactamente. Girando y revolviéndose como el zorro que es, aunque eso no le sirva de nada con nosotros. —Munro sonrió—. Tenemos a Rivera y a Vargas en el bolsillo, y eso significa que siempre estaremos situados un paso por delante de ellos.
—Entonces, ¿qué ocurrirá ahora, señor?
—Ha llegado el momento de esperar, Jack. Nos limitaremos a esperar y ver cuál es su siguiente movimiento. ¿Ha organizado esa entrevista con Steiner?
—Sí, señor.
Munro se acercó a la ventana. El aguanieve se había convertido de nuevo en lluvia.
—Da la impresión de que vayamos a tener niebla ahora —espetó—. Maldito tiempo. —Emitió un suspiro y exclamó—: ¡Qué guerra, Jack, qué guerra!
Mientras el coche avanzaba por Tower Hill, la niebla fue desplegándose a partir del Támesis.
—¿Cuál es ahora la situación aquí? —preguntó Munro.
—Todo el lugar está vigilado, brigadier. No se permite la entrada del público, como solía hacerse antes de la guerra. Tengo entendido que algunos días se organizan visitas para militares aliados de uniforme.
—¿Y los alabarderos de la guardia?
—Oh, siguen funcionando, y continúan viviendo con sus familias en los alojamientos para casados. Todo esto ha sido bombardeado en más de una ocasión. Exactamente tres veces mientras Rudolf Hess estuvo aquí, ¿lo recuerda?
Fueron detenidos ante un puesto de centinela donde se les comprobaron los pases. Luego, siguieron avanzando entre los jirones de niebla, con los sonidos del tráfico amortiguado, y el angustioso ulular de la sirena de niebla de un barco, desde el Támesis, que seguía su curso río abajo, hacia el mar.
Se les volvió a comprobar la documentación antes de cruzar un puente levadizo y pasar por una gran puerta de acceso,
—No es precisamente el día más apropiado para tener el corazón lleno de alegría —comentó Munro.
No había gran cosa que ver, debido a la niebla; sólo muros de piedra gris. Llegaron finalmente a la guardia interior, completamente aislados del exterior.
—El hospital está por allí, señor —dijo Cárter,
—¿Ha organizado las cosas como le ordené?
—Sí, señor, aunque debo admitir que con cierta mala gana.
—Es usted un hombre agradable, Jack, pero esta guerra no lo es. Vamos, bajaremos y seguiremos el camino a pie.
—Sí, señor.
Cárter se esforzó por seguirle el paso, con la pierna planteándole problemas, como siempre. La niebla era amarillenta y acre, y parecía agarrarse al fondo de la garganta, como si fuera ácido.
—Impresionante, ¿verdad? —preguntó Munro—. Es verdaderamente muy densa. ¿Cómo la llamaría Dickens? ¿Típica de Londres?
—Así lo creo, señor.
—Qué lugar más sangriento es éste, Jack. Se supone que está poblado de fantasmas. Aquella desgraciada mujer, lady Jane Grey; y Walter Raleigh rondando incesantemente los muros. Me pregunto cómo le sentará esto a Steiner.
—No creo que le ayude precisamente a dormir, señor.
Uno de los famosos cuervos negros de la Torre surgió de entre la niebla, enorme, aleteando y lanzándoles un graznido.
—¡Apártate, criatura nauseabunda! —gritó Munro, violentamente sobresaltado—. ¿Qué le había dicho yo? Son los espíritus de los muertos.
La pequeña sala del hospital estaba pintada de un verde oscuro. Había una cama estrecha, una mesita y un armario ropero, así como un cuarto de baño adjunto. Kurt Steiner, vestido con pijama y un batín de paño, estaba sentado junto a la ventana, leyendo. La ventana estaba cubierta por rejas, aunque era posible pasar la mano a través de ellas y abrir el marco. Prefería sentarse allí porque, con buen tiempo, podía ver la guardia interior y la Torre Blanca. Eso le permitía formarse una ilusión de espacio, y el espacio significaba libertad. Se escuchó el crujido de los cerrojos procedente de la sólida puerta. Ésta se abrió y un policía militar entró en la celda.
—Tiene usted visita, coronel.
Munro entró, seguido por Cárter.
—Puede usted dejarnos a solas, cabo —le dijo al policía militar.
—A sus órdenes.
El hombre salió, cerrando la puerta. Munro iba vestido de uniforme, más por motivos de efecto que por cualquier otra cosa. Se quitó el abrigo británico y Steiner observó las insignias y distinciones de un oficial de estado mayor.
—
¿Oberstleutnant
Kurt Steiner?
Steiner se levantó de la silla.
—¿Brigadier?
—Munro, y éste es mi ayudante, el capitán Jack Cárter.
—Caballeros, ya les informé hace algún tiempo de mi nombre, rango y número de serie —dijo Steiner—. No tengo nada más que añadir, excepto que me sorprende que nadie intentara apretarme ka tuercas desde entonces. Me disculpo por el hecho de que sólo haya una silla, de modo que no puedo invitarles a que se sienten.
Su inglés era perfecto y a Munro le asombró sentir una cierta simpatía por él.
—Nos sentaremos en la cama, si nos lo permite. Jack, ofrézcale un cigarrillo al coronel.
—No, gracias —dijo Steiner—. Una bala en el pecho fue una buena justificación para dejarlo.
—Su inglés es realmente excelente —dijo Munro, una vez que se hubieron sentado.
—Brigadier —dijo Steiner sonriendo—, sin duda alguna sabrá usted que mi madre era estadounidense y que viví en Londres durante muchos años, de joven, cuando mi padre fue agregado militar en la embajada alemana. Fui educado en St. Paul's.
Tenía veintisiete años de edad, y se encontraba en buena forma, a excepción de unas mejillas ligeramente hundidas, debido, sin duda, a la hospitalización. Era un hombre bastante tranquilo, con una ligera sonrisa en los labios, y un aire de confianza en sí mismo que Munro ya había observado antes en muchos militares aerotransportados.
—No se le ha sometido a ningún otro interrogatorio, no sólo debido al estado en que se ha encontrado durante tanto tiempo —dijo Munro—, sino también porque sabemos todo lo que hay que saber con respecto a la operación Águila.
—¿De veras? —replicó Steiner con sequedad.
—Sí. Una tarea propia para el departamento de operaciones especiales, coronel. Nuestro trabajo consiste en saber las cosas. Estoy seguro de que le sorprenderá saber que el hombre al que intentaron asesinar aquella noche en Meltham House no era el señor Churchill.
Steiner le miró con incredulidad.
—¿Qué está intentando decirme ahora? ¿Qué disparate es este?
—No es ningún disparate —intervino Jack Cárter—. Se trataba de un hombre llamado George Howard Foster, conocido en el ambiente del music hall como el Gran Foster. Un ilusionista de cierto renombre.
Steiner se echó a reír inconteniblemente.
—¡Pero eso es maravilloso! Y tan sangrientamente irónico. ¿No lo comprenden? Si hubiéramos tenido éxito y hubiésemos logrado llevarlo de regreso con nosotros… Dios santo, un artista de music hall. Me habría encantado ver la cara que ponía ese bastardo de Himmler. —Aparentemente preocupado por haber ido demasiado lejos, suspiró profundamente y se controló—. ¿Y qué?
—Su amigo, Liam Devlin, resultó herido, pero sobrevivió —dijo Cárter—. Logró llegar a un hospital holandés, y después escapó a Lisboa. Por lo que sabemos, su segundo en el mando, Neumann, todavía sobrevive y está hospitalizado.
—Lo mismo que quien lo organizó todo, el coronel Max Radl —añadió Munro—, Sufrió un ataque al corazón.
—De modo que no quedamos muchos —comentó Steiner en voz baja.
—Es algo que nunca ha podido comprender, coronel —dijo Cárter—. Usted no es nazi, eso lo sabemos. Arruinó su carrera tratando de ayudar a una mujer judía en Varsovia y, sin embargo, la última noche que estuvo en Norfolk intentó apoderarse de Churchill.
—Soy un militar, capitán. La función había empezado, y esto es un juego, ¿no está de acuerdo conmigo?
—Y al final el juego se burló de usted, ¿no es así? —dijo Munro con perspicacia.
—Algo así.
—¿No ha tenido esto nada que ver con el hecho de que su padre, el general Karl Steiner, haya sido detenido en el cuartel general de la Gestapo, en Prinz Albrechtstrasse, en Berlín, por complicidad en una conjura contra el Führer? —preguntó Cárter.
La expresión de Steiner se ensombreció.
—Capitán Cárter, el
Reichsführer
Himmler es notable por muchas cosas, pero no precisamente por la caridad y la compasión.
—Y fue Himmler quien estuvo detrás de todo este asunto —dijo Munro—. Presionó a Max Radl para que actuara a espaldas del almirante Canaris. Ni siquiera el Führer tenía la menor idea de lo que se estaba tramando. Y sigue sin saberlo.
—Nada me sorprendería —dijo Steiner levantándose y dirigiéndose hacia la pared. Una vez allí, se volvió hacia sus visitantes—. Y ahora, caballeros, ¿a qué viene todo esto?
—Quieren que regrese —le dijo Munro.
Steiner le miró fijamente, incrédulo.
—Está bromeando. ¿Por qué razón iban a molestarse?
—Lo único que sé es que Himmler quiere que salga usted de aquí.
Steiner volvió a sentarse en la silla.
—Pero eso es una tontería…, con el debido respeto a mis compatriotas. Los prisioneros alemanes de guerra no se han destacado por haber escapado de Inglaterra, ni siquiera desde la Primera Guerra Mundial.
—Ha habido uno —le dijo Cárter—. Un piloto de la Luftwaffe, pero incluso él tuvo que hacerlo desde Canadá, a través de Estados Unidos, antes de que los estadounidenses entraran en guerra.
—Pasa por alto lo más importante —dijo Munro—. Aquí no estamos hablando de un prisionero que se limita a escapar. Aquí estamos hablando de una especie de complot, si así lo quiere. Una operación montada meticulosamente, dirigida por el general Walter Schellenberg, del SD. ¿Le conoce usted?
—Sólo de oídas —contestó Steiner automáticamente.
—Claro que se necesitaría al hombre adecuado para llevar a cabo la operación, y ahí es donde entra en liza Liam Devlin —añadió Cárter.