El águila emprende el vuelo (19 page)

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Authors: Jack Higgins

Tags: #Aventuras, Bélico, Histórico

BOOK: El águila emprende el vuelo
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El tablero de anuncios que había junto a ella decía: «Priorato de St. Mary, Hermanitas de la Piedad. Madre superiora: hermana María Palmer». Devlin se apoyó contra la pared, encendió un cigarrillo y observó. Al cabo de un rato apareció un portero vestido con un uniforme azul. Se quedó de pie en el escalón superior, miró a uno y otro lado de la calle y luego regresó al interior.

Por debajo efe allí había una estrecha franja de guijarros y barro, entre el río y el muro de contención. A corta distancia estaban los escalones que descendían desde el muro. Devlin los bajó con naturalidad y caminó por la estrecha franja de guijarros, recordando los dibujos del arquitecto y el viejo túnel de drenaje. Una vez acabada la franja de guijarros, el agua lamía el muro. Y entonces la vio: era una entrada en forma de arco, casi completamente inundada, con una luz que apenas tendría poco más de sesenta centímetros.

Regresó a la carretera, y en la siguiente esquina del priorato encontró un local público llamado «El Gabarrero». Entró en el bar. Había una mujer joven, con pantalones y un pañuelo a la cabeza, fregando el suelo. Levantó la mirada, sorprendida al ver su rostro.

—¿Sí? ¿Qué desea? No abrimos hasta las once.

Devlin se había desabrochado el impermeable y ella vio el alzacuello.

—Siento mucho molestarla. Soy Conlon, el padre Conlon.

La mujer llevaba una cadena alrededor del cuello y él vio un crucifijo. La actitud de ella cambió en seguida.

—¿Qué puedo hacer por usted, padre?

—Sabía que iba a alojarme en el vecindario y un compañero me pidió que visitara a un amigo suyo, el padre confesor del priorato de St. Mary, pero, estúpido de mí, he olvidado su nombre.

—Ese tiene que ser el padre Frank —dijo ella sonriendo—. Bueno, así es como lo llamamos nosotros, el padre Frank Martin. Es el sacerdote que está a cargo de St. Patrick, más abajo, junto a la carretera, y también se ocupa del priorato. Sólo Dios sabe cómo puede arreglárselas a su edad. No cuenta con ninguna ayuda, pero supongo que eso se debe a la guerra.

—¿Ha dicho St. Patrick? Que Dios la bendiga, buena mujer —le dijo Devlin saliendo a la calle.

La iglesia no mostraba nada realmente notable. Su arquitectura era de finales de la época victoriana, como la mayoría de las iglesias católicas de Inglaterra, construidas después de que se hubieran introducido en la ley inglesa los cambios que legitimaron esa rama de la religión cristiana.

Despedía los olores habituales a cirios e incienso, y tenía las imágenes religiosas de siempre, las estaciones de la Cruz, cosas que, a pesar de su educación jesuita, nunca habían significado mucho para Devlin. Se sentó en un banco y al cabo de un rato apareció el padre Martin, procedente de la sacristía, y se arrodilló ante el altar. El anciano permaneció de rodillas, rezando, y Devlin se levantó y se marchó sin hacer ruido.

Michael Ryan tenía casi un metro noventa de estatura, y se conservaba bastante bien para sus sesenta años. Sentado ante la mesa de la cocina, llevaba una chaqueta de cuero negro y una bufanda blanca, con una gorra de tweed que había dejado a su lado, sobre la mesa. Estaba tomando un té en un gran tazón que Mary le había preparado.

—¿Conlon, has dicho? —Sacudió la cabeza—. Nunca he tenido un amigo llamado Conlon. Y, ahora que lo pienso, nunca he tenido un amigo que fuera sacerdote.

Se escucharon unos golpes en la puerta de la cocina. Mary se volvió y la abrió. Devlin estaba allí de pie, bajo la lluvia.

—Que Dios bendiga a todos los de esta casa —dijo y entró.

Ryan se quedó mirándole fijamente, frunciendo el ceño. Entonces, una expresión desconcertada apareció en su rostro.

—Santo Dios del cielo, no puede ser… Liam Devlin, ¿eres tú?

Se levantó y Devlin le puso las manos sobre los hombros.

—Los años han sido amables contigo, Michael.

—Pero, ¿y a ti, Liam? ¿Qué han hecho contigo?

—Oh, no creas en todo lo que vean tus ojos. Necesitaba un cambio de aspecto. Y me añadieron unos pocos años. —Se quitó el sombrero y se pasó los dedos a través del cabello corto y gris—. Este pelo le debe más a la industria química que a la naturaleza.

—Pasa, hombre, pasa —dijo Ryan, cerrando la puerta—. ¿Te has escapado o qué?

—Algo así. Necesita explicación.

—Te presento a Mary, mi sobrina —dijo Ryan—. ¿Recuerdas a Seamus, mi hermano mayor? Murió en la prisión de Mountjoy.

—Un buen hombre que tuvo que vivir los peores tiempos —dijo Devlin.

—Mary…, éste es mi viejo amigo Liam Devlin.

El efecto que ello produjo en la joven fue extraordinario. Fue como si una luz se le hubiera encendido en su interior. En su rostro apareció una expresión que casi parecía santa.

—¿Usted es Liam Devlin? ¡Santa madre de Jesús! He oído hablar de usted desde que era muy pequeña.

—Espero que no haya sido nada malo —contestó Devlin.

—Siéntese, por favor. ¿Quiere tomar un té? ¿Ha desayunado ya?

—Ahora que me doy cuenta, resulta que no.

—Tengo unos huevos, y aún me queda algo del jamón del mercado negro que trajo tío Michael. Lo compartiremos.

Mientras la joven se ocupaba en la cocina, Devlin se quitó el impermeable y se sentó frente a Ryan.

—¿Tienes teléfono aquí? ¡fe —Sí, en el vestíbulo.

—Bien. Más tarde necesitaré hacer una llamada.

—¿De qué se trata, Liam? ¿Acaso el IRA ha decidido volver a empezar en Londres? —En esta ocasión no actúo para el IRA —le dijo Devlin—, al menos de forma directa. Si quieres que te sea franco, vengo desde Berlín.

—Había oído decir que la organización había tenido tratos con los alemanes —dijo Ryan—, pero ¿cuál es el propósito, Liam? ¿Me estás diciendo que tú apruebas esas cosas?

—La mayoría de ellos son unos nazis bastardos —dijo Devlin—. Pero no todos. Su objetivo consiste en ganar la guerra; el mío, en cambio, es conseguir una Irlanda unida. He hecho tratos extraños con ellos, siempre por dinero, pagado en una cuenta suiza a nombre de la organización.

—¿Y ahora estás aquí en su nombre? ¿Por qué?

—La inteligencia británica tiene custodiado a un hombre no lejos de aquí, en el priorato de St. Mary. Es un tal coronel Steiner. Resulta que es un buen hombre, y no un nazi. Tendrás que confiar en mi palabra en cuanto a eso. También resulta que los alemanes desean su regreso. Y ésa es la razón por la que yo estoy aquí.

—¿Para ayudarle a escapar? — preguntó Ryan sacudiendo la cabeza, con un gesto pesimista—. Nunca ha habido nadie como tú. Eres un condenado lunático.

—Trataré de no involucrarte mucho en esto, pero necesito algo de ayuda. No será nada complicado, te lo prometo. Podría pedirte que lo hicieras en consideración a los viejos tiempos, pero no lo haré. —Devlin se inclinó, levantó la maleta, la dejó sobre la mesa y la abrió. Apartó las ropas que contenía, pasó un dedo por el fondo y tiró del forro, poniendo al descubierto el dinero que llevaba escondido allí. Tomó un paquete de billetes de cinco libras y lo dejó sobre la mesa—. Aquí tienes mil libras, Michael.

Ryan se pasó los dedos por el cabello.

—Dios santo, Liam, ¿qué puedo decir?

La joven dejó delante de cada uno de ellos sendos platos de huevos con jamón.

—Deberías sentirte avergonzado de aceptar un solo penique después de las historias que me has contado sobre el señor Devlin. Deberías hacerlo por nada y sentirte feliz por ello.

—Ah, qué hermoso es ser joven —exclamó Devlin rodeando la cintura de la muchacha con un brazo—. Si al menos la vida fuera así. Pero, de todos modos, aférrate a tus sueños, muchacha. —Se volvió hacia Ryan y preguntó—: ¿Qué me dices, Michael?

—Por Cristo, Liam, sólo se vive una vez, pero para demostrarte que soy un hombre débil, aceptaré las mil libras.

—Lo primero es lo primero. ¿Tienes algún arma de fuego por aquí?

—Una pistola Luger de antes de la guerra. Está escondida bajo los tablones del suelo de mi dormitorio. Debe de estar ahí desde hace por lo menos cinco años, junto con la munición correspondiente.

—Comprobaré su estado. ¿Es conveniente que yo me quede aquí? No será por mucho tiempo.

—Estupendo. Disponemos de mucho espacio.

—Y ahora, el tema del transporte. He visto tu taxi negro en el exterior. ¿Puedo utilizarlo?

—No, tengo una camioneta Ford en el cobertizo. Sólo la utilizo de vez en cuando. Es por la situación del combustible, ¿comprendes?

—Me parece bien. Y ahora, si me lo permites, utilizaré tu teléfono.

—Sírvete.

Devlin cerró la puerta y se quedó a solas ante el teléfono. Marcó el número de información y pidió que le dieran el número de teléfono de Shaw Place. Sólo tuvo que esperar un par de minutos. Luego, la operadora le dio el número y él lo anotó. Se sentó en una silla, junto al teléfono, pensando en aquello durante un rato. Finalmente, levantó el auricular, marcó el número de conferencias y pidió que le pusieran en comunicación con aquel número.

Al cabo de un rato, alguien levantó el teléfono en el otro extremo de la línea y una voz de mujer contestó:

—Charbury tres, uno, cuatro.

—¿Está sir Maxwell Shaw en casa?

—No, no está ahora. ¿Quién es?

Devlin decidió hacer un intento más. Al recordar por el expediente que ella había decidido volver a utilizar desde hacía tiempo su nombre de soltera, preguntó:

—¿Es usted la señorita Lavinia Shaw?

—Sí, soy yo. ¿Quién es usted?

—¿Sigue esperando el halcón? —preguntó Devlin, pronunciando la frase clave—. Ha llegado el momento de hacerlo.

El efecto que produjeron sus palabras fue inmediato y espectacular.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Lavinia Shaw y luego se produjo un silencio.

—¿Sigue usted ahí, señorita Shaw? —preguntó Devlin después de haber esperado un rato.

—Sí, sí, estoy aquí.

—Tengo que verles, a usted y a su hermano, lo antes posible. Es urgente.

—Mi hermano está en Londres —dijo ella—. Tenía que ver a su abogado. Se aloja en el Club del Ejército y la Marina. Me dijo que almorzaría allí y tomaría el tren de regreso esta misma tarde.

—Excelente. Póngase en contacto con él y dígale que me espere…, digamos a las dos. Soy Conlon, el mayor Harry Conlon.

—¿Se va a producir? —preguntó ella tras una pausa.

—¿A qué se refiere, señorita Shaw?

—Ya sabe…, a la invasión.

Reprimió el fuerte deseo de echarse a reír.

—Estoy seguro de que volveremos a hablar después de que me haya entrevistado con su hermano.

Regresó a la cocina, donde Ryan seguía sentado ante la mesa. La joven, que estaba lavando los platos en el fregadero, dijo:

—¿Está todo bien?

—Estupendo —contestó él—. Todo viaje necesita dar un primer paso. —Tomó la maleta—. Y ahora, si me podéis mostrar dónde está mi habitación, necesito cambiarme.

Ella le acompañó al piso de arriba, y le introdujo en una de las habitaciones traseras, desde donde se dominaba el río. Devlin abrió la maleta y colocó el uniforme sobre la cama. La Smith & Wesson la deslizó bajo el colchón, junto con el cinturón y la pistolera, así como una funda de tobillo que también sacó de la maleta. Encontró el cuarto de baño al final del pasillo, se afeitó rápidamente y se cepilló el cabello. Regresó después a su habitación y se cambió de ropa.

Quince minutos más tarde bajó la escalera, resplandeciente en su uniforme.

—Jesús, Liam, nunca creí que fuera a ver este día —dijo Ryan.

—Ya conoces el viejo dicho, Michael —replicó Devlin—. Cuando se es una zorra perseguida de cerca por los sabuesos, se tienen más oportunidades pareciéndose a un perro. —Se volvió a mirar a Mary y le sonrió—. Y ahora, querida muchacha, otra taza de té vendría pero que muy bien.

Fue en ese momento cuando la joven quedó totalmente prendada de él, así, de improviso, en lo que los franceses llaman
coup de foudre
. Ella notó que se ruborizaba y se volvió a la cocina.

—Desde luego, señor Devlin. Le prepararé otro.

Para sus miembros, el Club del Ejército y la Marina era conocido humorística y sencillamente como «El Cuchitril». Se trataba de un grande tenebroso
palazzo
de estilo veneciano situado en el Pall Malí. Su comité de gobierno había adquirido fama desde la época victoriana por su indulgencia para con los miembros caídos en desgracia o con problemas, y sir Maxwell Shaw era uno de aquellos casos típicos. Nadie había visto la necesidad de expulsarlo como consecuencia de su detención amparada en la regulación 18B. Después de todo, él era un oficial y caballero que había sido herido y condecorado por su valentía al servicio de su país.

Estaba sentado en un rincón del salón matutino, tomando el escocés que el camarero le había traído, y pensando en la asombrosa llamada telefónica que había recibido de Lavinia. Era increíble que precisamente ahora, después de tanto tiempo, llegara la llamada. Pero, Dios santo, vaya si se sentía agitado. No se sentía así desde hacía muchos años.

Pidió otro escocés y, en ese mismo instante, se le aproximó el portero.

—Su invitado acaba de llegar, sir Maxwell.

—¿Mi invitado?

—El mayor Conlon. ¿Quiere que le haga pasar?

—Sí, desde luego. Inmediatamente, hombre.

Shaw se levantó, ajustándose la corbata, al tiempo que el portero regresaba acompañado por Devlin, quien extendió la mano hacia él y se presentó alegremente.

—Harry Conlon. Es un placer conocerle, sir Maxwell.

Shaw quedó boquiabierto, no tanto por el uniforme como por el alzacuello. Se estrecharon las manos mientras el camarero le traía su vaso de escocés.

—¿Quiere tomar uno de éstos, mayor?

—No, gracias. —El camarero se marchó, Devlin se sentó y encendió un cigarrillo—. Parece usted un tanto aturdido, sir Maxwell.

—Bueno, hombre, claro que lo estoy. Quiero decir, ¿a qué viene todo esto? ¿Quién es usted?

—¿Sigue esperando el halcón? —preguntó Devlin—. Ha llegado el momento de hacerlo.

—Sí, pero…

—No hay peros que valgan, sir Maxwell. Aceptó usted un compromiso hace mucho tiempo, cuando Werner Keitel le reclutó a usted y a su hermana, digamos que para la causa. ¿Está usted con nosotros o no? ¿Cuál es su postura?

—¿Quiere decir que tiene trabajo para mí?

—Hay un trabajo que hacer.

—¿Se va a producir finalmente la invasión?

—Todavía no —contestó Devlin con suavidad—, pero será pronto. ¿Está con nosotros?

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