—Nos las arreglaremos —dijo Devlin levantándose—. Creo que voy a darme una vuelta por la cantina. —Una vez en la puerta, se volvió—. Ah, una cosa más.
—¿Qué es?
—En el cuarenta y uno, cuando el Abwehr me lanzó en paracaídas sobre Irlanda, llevaba diez mil libras en un maletín, como fondos para el IRA. Al abrir el maletín, me encontré con pequeños paquetes de billetes de cinco, perfectamente sujetos con bandas del banco de Berlín. ¿Cree usted que esta vez podrían hacerlo algo mejor?
—Y todavía se preguntan por qué estamos perdiendo la guerra —exclamó Schellenberg.
Cuando Devlin entró en la cantina, Asa estaba tomando una cerveza y leyendo un ejemplar de
Signal
, la revista de las fuerzas armadas alemanas. El irlandés pidió un café y se sentó a su lado.
—No me lo puedo creer —dijo Asa—. Pero si apenas le reconozco.
—Ahora tengo una nueva personalidad. Soy el padre Harry Conlon, a su servicio. También soy el mayor Harry Conlon, capellán del ejército, y voy a partir mañana por la noche.
—¿No le parece un poco precipitado?
—Jesús, quiero que se ponga esto en marcha de una vez, hijo.
—¿Desde dónde partirá?
—De Laville, cerca de Brest.
—¿Y qué avión utilizará?
—Un Dornier doscientos quince.
—Muy bien, yo mismo lo pilotaré.
—No, no lo hará. Es usted demasiado valioso para nosotros. Supongamos que me lleva a Irlanda, yo salto y usted es derribado después por un caza nocturno británico frente a la costa francesa, en su camino de regreso. Eso*sería una verdadera putada.
—De acuerdo —admitió Asa de mala gana—, pero al menos podré llevarle hasta Laville. Nadie puede oponerse a eso.
—Siempre es agradable ser despedido por un amigo —dijo Devlin.
A la noche siguiente, poco después de las nueve, con masas nubosas procedentes del Atlántico que empezaban a descargar lluvia, Asa se encontraba de pie en la torre de control de Laville, viendo cómo despegaba el Dornier. Abrió una ventana y escuchó el ruido de los motores desvaneciéndose en la noche. Luego, cerró la ventana y le dijo al operador de radio:
—Envíe este mensaje.
El operador de radio del aparato se acercó a Devlin, que estaba sentado al fondo del Dornier, con un traje de vuelo y la bolsa de suministros a su lado.
—Se ha recibido un mensaje para usted, señor. Un mal chiste por parte de alguien.
—Léamelo.
—Sólo dice: «Rómpase una pierna».
—Bueno, hijo —dijo Devlin echándose a reír—, habría que ser actor para comprender eso.
El Dornier avanzó a buena velocidad y eran poco más de las dos de la madrugada cuando Devlin saltó desde cinco mil pies de altura. Había elegido, lo mismo que en la ocasión anterior, el condado de Monaghan, una zona que conocía bien, situada junto a la frontera con el Ulster.
La necesidad de que el paracaidista lleve una bolsa de suministro radica en que, al balancearse unos veinte pies por debajo de él, suspendida de una cuerda, es la primera en chocar contra el suelo, lo que constituye una precaución muy útil cuando se toma tierra en la oscuridad. Ocasionalmente, aparecía una luna en cuarto creciente, lo que también ayudaba lo suyo. Devlin descendió perfectamente y pocos minutos más tarde había sacado de la bolsa su maleta y una pala de campaña, así como un impermeable oscuro y un sombrero. Encontró una zanja, excavó un agujero, enterró la bolsa de suministros, el paracaídas y el traje de vuelo, y luego arrojó la pala a una charca cercana.
Se puso el impermeable y el sombrero, abrió la maleta y encontró las gafas de montura metálica, que había guardado allí por motivos de seguridad. Por debajo del uniforme, perfectamente doblado, había un cinturón y pistolera con un revólver Smith & Wesson del 38, del tipo utilizado con frecuencia por los oficiales británicos. Junto a ella había una caja con cincuenta cartuchos. Todo parecía estar en orden. Se puso las gafas y se irguió
—Santa María, llena de gracia, aquí estoy yo, un pecador —dijo en voz baja—. Haz lo que puedas por caí.
Se santiguó, tomó la maleta y se puso en marcha.
Para cualquiera que la conociera, la frontera del Ulster nunca representaba un problema. Siguió una red de caminos vecinales, internándose ocasionalmente por alguna trocha, y a las cuatro y cuarto de la madrugada ya se encontraba a salvo en el Ulster, en territorio británico.
Y entonces tuvo un increíble golpe de suerte. A su lado pasó la camioneta de una granja, se detuvo y el conductor, un hombre de unos sesenta años, se asomó por la ventanilla.
—Santo Dios, padre, pero ¿a dónde va usted andando a estas horas de la mañana?
—Me dirijo a Armagh —contestó Devlin—, para tomar el primer tren con destino a Belfast.
—Esto sí que es una coincidencia, porque yo voy al mercado de Belfast.
—Que Dios le bendiga, hijo mío —dijo Devlin subiendo a la cabina y sentándose al lado del conductor.
—No hay de qué, padre —le dijo el granjero, poniendo el vehículo en marcha—. Después de todo, si un sacerdote no puede conseguir un poco de ayuda en un país como Irlanda, ¿en qué otro sitio la va a recibir?
A las diez de aquella misma mañana, Schellenberg llamó a la puerta del despacho del
Reicbsführer
y entró.
—¿Sí? — preguntó Himmler—. ¿Qué ocurre?
—Que he recibido confirmación desde Laville,
Reicbsführer
. Devlin ha saltado sobre Irlanda aproximadamente a las dos de la madrugada.
—¿De veras? —preguntó Himmler—. Se ha movido usted con rapidez,
Brigadeführer
. Le felicito.
—Desde luego, esto no garantiza aún el éxito,
Reicbsführer
. Tenemos que confiar en que Devlin haya aterrizado sano y salvo, y en cuanto a la operación, una vez que llegue a Londres, aún tiene muchos imponderables.
—Se ha producido un cambio en nuestros planes —dijo Himmler—. Ahora, la conferencia del Führer en Belle Ile tendrá lugar el día quince.
Pero
Reicbsführer
, eso sólo nos deja una semana para actuar.
—Sí, pero en esto nos encontramos en manos del Führer. No somos quiénes para discutir sus decisiones. No obstante, sé que hará usted todo lo que pueda. Continúe con la operación, general.
Schellenberg salió y cerró la puerta, sintiéndose totalmente desconcertado.
—Por el amor de Dios, ¿a qué está jugando ahora este bastardo? —se preguntó en voz baja, regresando a su despacho.
En Belfast, Devlin no consiguió billete para el cruce hasta Heysham, en Lancashire. Había una larga lista de espera y la situación no era mejor en la ruta de Glasgow. Lo que sólo le dejaba la alternativa de Larne, al norte de Belfast, con dirección a Stranraer, el mismo camino que había seguido para la operación Águila. Era un trayecto corto, y un tren especial que enlazaba después hasta Londres, pero esta vez no quería correr riesgos. Tomó el tren local desde Belfast a Larne, entró en un lavabo público del puerto y se encerró en él. Cuando salió de allí, quince minutos más tarde, llevaba el uniforme.
El cambio se notó en seguida. El barco iba lleno, pero no de personal militar. Sacó el justificante de viaje que le habían dado en Berlín. El empleado de las reservas apenas si lo miró, observó el uniforme de mayor, la cinta de la Cruz Militar y el alzacuello de sacerdote y le entregó inmediatamente una reserva a bordo.
Le ocurrió lo mismo en Stranraer, donde, a pesar del increíble número de personas que iban a subir al tren, fue instalado en un asiento de un vagón de primera clase. Desde Stranraer a Glasgow; de allí, descendiendo, hasta Birmingham y finalmente a Londres. Llegó a King's Cross a las tres de la madrugada del día siguiente. Al bajar del tren, como un rostro más perdido entre la multitud, lo primero que escuchó fue una sirena de alarma antiaérea.
El principio del año 1944 fue conocido por los londinenses como el Pequeño
Blitz
, cuando la Luftwaffe volvió de nuevo la atención de sus incursiones nocturnas sobre Londres, una vez mejorado notablemente el rendimiento de sus aviones. La sirena que Devlin había escuchado anunciaba la aproximación de los JU88, encargados de abrir el camino, procedentes de Chartres, en Francia. Los bombarderos pesados llegarían más tarde pero, para entonces, él ya estaba, lo mismo que otros muchos miles de ciudadanos, instalado bajo tierra, dispuesto a pasar una dura noche en una estación de metro, un lugar comparativamente seguro.
Mary Ryan era una mujer en la que solía fijarse la gente, no porque fuera particularmente hermosa, sino porque tenía un aspecto un tanto extraño, casi etéreo. Lo cierto es que su salud nunca había sido buena y las presiones de la guerra no la ayudaban en nada. Siempre tenía el rostro pálido, con manchas oscuras por debajo de los ojos, y cojeaba fuertemente desde que era una niña. Ahora sólo contaba con diecinueve años de edad, pero parecía mayor.
Su padre, un activista del IRA, había muerto de un ataque al corazón en la prisión de Mountjoy, en Dublín, justo antes de la guerra; su madre había muerto de cáncer en 1940, dejándola con un único pariente, su tío Michael, el hermano menor de su padre, que vivía en Londres desde hacía años y que estaba solo desde la muerte de su esposa en 1938. Ella se había trasladado desde Dublín a Londres y ahora le llevaba la casa y trabajaba como ayudante en una gran tienda de comestibles en la calle Wapping High.
Aunque acababa de quedarse sin trabajo porque esa misma mañana, cuando se presentó a las ocho, tanto la tienda como una considerable parte de la calle habían quedado reducidas a un montón de escombros humeantes. Se quedó allí un momento, viendo las ambulancias y los bomberos apagando todavía los restos, mientras los hombres de la unidad de rescate se movían por entre los cimientos para comprobar si quedaba alguien con vida.
Al cabo de un rato, como ella ya no podía ayudar en nada, se volvió y se alejó, cojeando con rapidez por la calle, como una figura extraña con su boina negra y el viejo impermeable. Se detuvo ante una tienda situada en una calle secundaria, compró leche y una hogaza de pan, así como algunos cigarrillos para su tío, y volvió a salir. Al girar por Cable Wharf, empezó a llover.
Originalmente, había habido veinte casas de espaldas al río, pero quince de ellas habían sido demolidas por una bomba durante el
blitz
. Otras cuatro más se utilizaban como casas de huéspedes. Ella y su tío vivían en la última, la del extremo. La puerta de la cocina estaba situada a un lado; se llegaba a ella por una terraza de hierro, con las aguas del Támesis por debajo. Se detuvo junto a la barandilla, mirando hacia el puente y la Torre de Londres, recortada en la distancia, no muy lejos. Le encantaba el río y nunca se cansaba de contemplarlo. Los grandes barcos procedentes de los muelles de Londres pasaban arriba y abajo, acompañados por el constante tráfico de barcazas. Al final de la terraza había una escalera de madera, que descendía hasta un pequeño embarcadero privado. Su tío tenía amarrados allí dos botes, un esquife de remo y otra embarcación algo mayor, con un pequeño motor y una cabina. Al mirar hacia allí, vio a un hombre fumando un cigarrillo y protegiéndose de la lluvia. Llevaba un sombrero negro impermeable y una maleta que había dejado en el embarcadero, a su lado.
—¿Quién es usted? —preguntó ella con tono áspero—. Eso de ahí abajo es de propiedad privada.
—Buenos días, señorita —saludó él alegremente, tomó la maleta y subió la escalera.
—¿Qué es lo que quiere? — preguntó ella.
—Estoy buscando a Michael Ryan —contestó Devlin con una sonrisa—. ¿Le conoce usted? Llamé a la puerta, pero no obtuve respuesta.
—Soy su sobrina, Mary. Tío Michael no ha regresado aún a casa. Ha tenido turno de noche.
—¿Turno de noche? —repitió Devlin.
—Sí, en los taxis. De diez a diez, doce horas seguidas.
—Comprendo. —Miró su reloj—. Lo que quiere decir que todavía falta hora y media.
Devlin se dio cuenta de que ella todavía se sentía algo desconcertada, no muy dispuesta a invitarle a pasar.
—No creo haberle visto antes —dijo ella.
—No es sorprendente y, además, acabo de llegar de Irlanda.
—Entonces, ¿conoce usted a tío Michael?
—Oh, sí, somos viejos amigos. Mi nombre es Conlon, el padre Harry Conlon —añadió, abriéndose la parte superior del cuello del impermeable para que ella pudiera ver el alzacuellos.
Mary se tranquilizó al instante.
—¿Quiere pasar y esperarle dentro, padre?
—No lo creo. Preferiría dar un pequeño paseo y regresar más tarde. ¿Podría dejar aquí la maleta?
—Desde luego.
Ella abrió con llave la puerta de la cocina, él la siguió al interior de la vivienda y dejó la maleta en el suelo.
—¿Conoce usted el priorato de St. Mary, por casualidad?
—Oh, sí —contestó ella—. Tiene que seguir por Wapping High hasta llegar a Wapping Hall. Está cerca de St. James's Stairs, junto al río. A poco más de un kilómetro de aquí.
Él salió de la vivienda.
—Desde aquí tienen ustedes una vista grandiosa. Dickens escribió una novela que empieza narrando la historia de una joven y su padre que, en un bote sobre el Támesis, se dedican a buscar los cuerpos de los ahogados para sacarles lo que llevan en los bolsillos.
—
Nuestro amigo mutuo
—dijo ella—. Y la joven se llama Lizzie.
—Santo Dios, es usted una joven muy instruida.
—Los libros lo son todo para mí —dijo ella, a quien el padre empezaba a caerle simpático.
—¿Y no es eso lo que importa? —dijo él llevándose una mano al sombrero—. Volveré dentro de un rato.
Se alejó caminando a lo largo de la terraza, con sus pasos arrancando ecos de las tablas, mientras ella cerraba la puerta.
Desde Wapping High se observaba con claridad el daño causado por el
blitz
a los muelles de Londres, pero lo extraño era comprobar el ajetreo que reinaba allí, con barcos por todas partes.
—Me pregunto qué le parecería esto al viejo Adolf —dijo Devlin en voz baja—. No me extrañaría nada que se llevara una fea sorpresa.
Encontró sin problemas el priorato de St. Mary. Se hallaba situado al otro lado de la carretera principal, frente al río, con sus altos muros de piedra gris, aún más oscurecidos por la suciedad de la ciudad acumulada con el paso de los años, con el techo de la capilla claramente visible al otro lado, y un campanario elevándose por encima. Le pareció interesante observar que la gran puerta de roble de la entrada permanecía abierta.