Read Dos velas para el diablo Online
Authors: Laura Gallego García
Tags: #Fantástico, infantil y juvenil
—¿Justicia? —los labios de Lucifer se curvan en una sonrisa burlona—. Haré lo que tenga que hacer, arcángel. Pero convendría que esto no terminase aquí.
—¿Qué quieres decir? —pregunta Rafael frunciendo el ceño.
Lucifer señala con un gesto a Gabriel y a Astaroth.
—Deberíamos estudiarlo —explica—. A todos nos conviene que el equilibrio del mundo permanezca intacto. Incluso a los humanos, aunque ellos no lo sepan.
Miguel sonríe.
—Me sorprendes, Lucifer. Tanta voluntad de conciliación no es propia de ti.
Lucifer se encoge de hombros.
—No he llegado a donde estoy ignorando las señales y los augurios. Los demonios están empezando a enfermar. Si el mundo muere, moriremos con él. Y a vosotros —añade volviéndose hacia Gabriel y su compañero— os conviene que vuestro experimento funcione porque, de lo contrario, quizá en un futuro me proponga yo mismo acabar lo que Nebiros empezó. ¿Me he explicado bien?
Cristalino. Lucifer nos da una última oportunidad, al Grupo de la Recreación, a los humanos. Quizá el hecho de que hayamos perfeccionado hasta la maestría el arte demoníaco de la destrucción le produzca sentimientos encontrados. Por un lado, se siente orgulloso de nosotros. Por otro, hemos jubilado a los demonios demasiado pronto, y ellos quieren asegurarse no solo de tener en el futuro un mundo en el que puedan seguir ejerciendo sus instintos destructivos, sino también, y esto es lo más importante, un mundo en el que continuar subsistiendo como especie.
Si esperaba una lucha a muerte entre Lucifer y Miguel, me he llevado un chasco. Parece que estos dos están más acostumbrados a conversaciones tensas, a amenazas veladas, a una especie de guerra fría, que a combates directos. Puede que se deba a que los ángeles están perdiendo la guerra y no quieren arriesgarse inútilmente. O tal vez Lucifer haya decidido que ya no son una amenaza y ni se moleste en pelear contra ellos. O quizá lo que suceda es, simple y llanamente, que unos y otros son ya demasiado viejos y están demasiado cansados. Puede que, después de todo, necesiten la jubilación.
La mirada de los ángeles va de Lucifer a Gabriel y Astaroth, y viceversa. Como de costumbre, a Angelo y a mí nadie nos presta atención.
—Hablaremos del asunto —promete finalmente Miguel—, pero antes necesitamos estudiar la situación. Y eso va a requerir toda la ayuda que Gabriel pueda prestarnos.
Alza la espada y, en un gesto tan rápido y eficaz como el que ha matado a Uriel, rompe las cadenas que la aprisionan, dejándola libre. Ella respira hondo, aliviada. Remeiel avanza hacia ella y le tiende otra espada.
—Toma —le dice—, es la tuya. La hemos encontrado en una sala de trofeos, no lejos de aquí.
Gabriel recupera su espada y la empuña, y por momentos parece recobrar algo del esplendor perdido. Sin vacilar, la utiliza para liberar a Astaroth y —¡por fin!— para romper las esposas de Angelo. Me acerco a él, preocupada.
«¿Te encuentras bien?», le pregunto.
—He tenido momentos mejores —responde él—, pero estoy vivo, y es lo que cuenta.
«Claro», respondo, alicaída, recordando de pronto que yo ya no lo estoy.
Lucifer ni siquiera se molesta en mirarnos. Aferra por la nuca a Nebiros, que aulla de dolor, y lo arrastra tras de sí.
—Volveremos a vernos, Miguel —dice—. Entretanto, ten por seguro que Nebiros será convenientemente castigado. Rafael, Gabriel, Remeiel… lord Astaroth —añade finalmente—, ha sido un placer hablar con vosotros. Quizá la próxima vez nos encontremos en circunstancias más favorables para todos… o tal vez no.
Y desaparece llevándose consigo a Nebiros, que sigue gritando y suplicando clemencia. Pero, sospechamos todos, no le va a servir de nada. Si Lucifer cumple su promesa, y nada nos hace dudar que la cumplirá, Nebiros estará experimentando los más horribles tormentos durante los próximos setenta y siete mil años… por lo menos.
Cuando el último aullido desesperado de Nebiros se apaga, la estancia queda en silencio, un silencio sepulcral. Aquí estamos todos: cuatro ángeles, dos demonios y un fantasma. Parece que aquellos que amenazaban con exterminar a la especie humana no volverán a intentarlo, al menos por el momento. Y, sin embargo, tengo la sensación de que esto no acaba aquí.
Por fin, Astaroth rompe el silencio:
—Salid todos de aquí —nos dice—. Aún hay algo que debo hacer.
Miguel se vuelve para mirarlo, con los ojos entornados, tratando de adivinar sus intenciones. Es evidente que aún no confía del todo en él, y no le culpo: ángeles y demonios llevan millones de años luchando entre ellos, y seguro que Miguel y Astaroth han cruzado sus espadas más de una vez. Sin embargo, finalmente el arcángel parece entender lo que quiere decir, porque sonríe torvamente y asiente.
—Permíteme que colabore.
—Cómo no —sonríe el demonio a su vez.
De modo que salimos del edificio, dejándolos atrás. Remeiel ayuda a Gabriel a caminar, porque aún está débil; por su parte, Rafael sostiene a Angelo, mientras yo revoloteo a su alrededor, todavía aturdida y sin ser capaz de asimilar todo lo que acaba de suceder.
Escapamos por fin y emergemos al aire libre. Es una noche hermosa, fresca y agradable, pero los ángeles no se detienen a contemplarla. Caminamos todavía más lejos, más allá del jardín, más allá de la valla. Parece que vamos a detenernos en los aparcamientos, pero los ángeles miran los coches con un gesto de repugnancia y nos guían un poco más lejos, hasta el pequeño bosquecillo que se extiende más allá de la carretera. Después, nos volvemos todos atrás y esperamos.
«¿Qué va a pasar ahora?», susurro, preocupada.
—Lo que tiene que pasar —responde Gabriel enigmáticamente.
Y, de pronto, se oye un silbido y algo surca el cielo, raudo, trazando un elegante arco luminoso. El sonido se hace más y más fuerte, y la luz, más intensa. Ya sé qué es. Se trata de un meteorito no muy grande, tal vez tan solo un pedrusco, que cruza el firmamento y parece que va a caernos justo encima. Grito de miedo, pero la voz de Angelo me tranquiliza:
—Calma, Cat. Espera y observa.
«¡Pero…!».
—Calma —repite él.
Todos parecen saber muy bien lo que sucede… todos, salvo yo. De modo que, aún intranquila, contemplo cómo la roca celeste se hace cada vez más y más grande, hasta que de pronto cae, con impecable puntería, encima de la sede de Edén Pharmacorp, haciéndola estallar en millones de pedazos.
Grito de miedo y me cubro el rostro con las manos para protegerme de los escombros, antes de recordar que soy un fantasma y no pueden hacerme daño. La temperatura del aire ha subido considerablemente, el ruido es ensordecedor y los cascotes arrojados por la onda expansiva amenazan con golpearnos… pero entonces Rafael alza la mano y algo parecido a una pantalla invisible detiene los escombros en el aire, protegiéndonos a todos.
—No ha estado mal —reconoce Remeiel, y entonces descubro que Miguel y Astaroth ya han regresado, y que están a nuestro lado, sonriendo, satisfechos.
—No creo que quede nada que puedan usar —dice el demonio—, pero mi gente y yo nos encargaremos de investigar acerca de los negocios de Nebiros y eliminaremos cualquier rastro que pueda haber dejado tras de sí.
—Nada de muertes innecesarias —le advierte Gabriel.
—Solo las muertes estrictamente necesarias —le promete él, y sonríe de forma que nos hace pensar que va a considerar imprescindible la muerte de unos cuantos individuos más.
Los ángeles contemplan a la pareja con preocupación. Ahora que están juntos, sin cadenas y sin un emperador demoníaco que los observe con fría cólera, es más evidente que nunca lo que hay entre ellos. Se sostienen mutuamente, están en contacto por voluntad propia. El brazo de Astaroth reposa con delicadeza sobre los hombros de Gabriel, y ella abraza la cintura del demonio. Es obvio, es mucho más que un experimento. De alguna forma sorprendente, teniendo en cuenta que ella es un ángel radiante y compasivo, y él un sanguinario señor de los demonios, estos dos se han enamorado, se respetan y han optado por llevar adelante una relación que hasta hace nada iba a dar un fruto humano.
—¿Estás segura de lo que haces, Gabriel? —pregunta Miguel, inquieto.
—Sé lo que hago —responde ella—. Y muy pronto, muchos otros ángeles y demonios lo sabrán también.
Los ángeles callan, incómodos. No saben qué decir.
—Espero que sea para bien —murmura entonces Remeiel, a media voz.
—Yo también lo espero. Pero no depende solo de nosotros —añade dirigiéndome una mirada elocuente.
No, depende también de los humanos, ya lo sé. Pero estoy muerta, y no hay mucho que pueda hacer al respecto.
Sin embargo, opto por callar. Hace ya un buen rato que me siento una mera espectadora de todo lo que ha sucedido. Tampoco podría haber colaborado demasiado, ni siquiera estando viva. Y muerta he servido de menos todavía. Por poco consigo que maten a Angelo. Todavía no puedo creer que siga vivo.
Miguel estudia a Astaroth de arriba abajo. El demonio soporta el examen, imperturbable.
—Eres un demonio —dice el arcángel por fin—. Un demonio antiguo y poderoso. Has hecho un daño incalculable al mundo desde que existes. Y, no obstante, nos avisaste de lo que estaba sucediendo aquí, has colaborado para desmontar el plan de Uriel y Nebiros y has venido a rescatar a Gabriel. La has salvado. Porque… pese a ser un demonio, la amas. Tu relación con ella va mucho más allá de un simple experimento. No encuentro otra explicación.
Astaroth no responde, pero su silencio habla por sí solo.
—Cuídala bien —dice entonces Miguel—. Volveremos a vernos. Id en paz. Todos vosotros —añade, abarcando con la mirada a Angelo y Astaroth.
Gabriel sonríe. Los demonios inclinan la cabeza en señal de despedida.
Y después, Miguel y Rafael desaparecen en la noche. Así, sin más.
Querría haberles dicho muchas cosas, querría haber hablado con ellos, pero no he tenido ocasión. Aún estoy mirando a mi alrededor, por si los veo alejarse, cuando Gabriel se acerca a nosotros.
—Gracias a los dos —nos dice—. Muchas gracias, Cat y Angelo. Os debo mucho más que la vida.
Recuerdo los dramáticos instantes que hemos vivido, ante Uriel y Nebiros.
«Pero… perdiste a tu bebé», balbuceo, apenada. «Lo siento muchísimo».
Una sombra de dolor cruza los bellos ojos del arcángel.
—El próximo vivirá —le promete Astaroth, y ella asiente y sonríe—. Angelo —añade, y mi enlace levanta la cabeza, atento—, me has servido bien. Mejor de lo que debías, en realidad. Por mi parte, no solo considero saldada tu deuda, sino que además me siento en deuda contigo. ¿Hay algo que pueda hacer por ti?
—Una o dos cosas —sonríe él—, pero de momento me conformo con vuestra gratitud.
«Hay algo que sí querría que hicieseis, si no es molestia», intervengo yo con timidez. Me sorprendo de mi propia osadía, pero ya están todos mirándome y tengo que seguir hablando, de modo que reúno valor y continúo. «Es acerca de Aniela… la niña a la que mi madre secuestró porque sus enviados la confundieron conmigo. Me gustaría que volviera a casa».
Todos me miran, asombrados.
—Naturalmente —asiente entonces Gabriel, y mira a Astaroth, que sonríe y comenta:
—Creo que
madonna
Constanza va a tener el placer de volver a verme mucho antes de lo que desearía.
Me siento muy aliviada. Me sentía culpable de la situación de esa pobre niña. Y aunque sé que no debo confiar en la promesa de un demonio, por lo menos estoy convencida de que Gabriel sí se encargará de recordárselo.
—Pero tú, joven espíritu —interviene entonces la voz de Remeiel—, no deberías estar aquí.
Me había olvidado por completo de ella. No se ha marchado con los otros dos arcángeles, y ahora creo comprender por qué.
Remeiel es un ángel de frente despejada, largo cabello negro y profundos ojos de color violeta. Según la angelología, es la encargada de guiar a las almas de aquellos que mueren.
Y me entra el pánico. Porque entiendo que ha llegado el momento, que voy a tener que marcharme por fin. Y odio las despedidas. Con toda mi alma.
—No te resistas —dice Remeiel—. Estás preparada para partir. Hace mucho que lo estás.
Y entonces, por fin, se abre ante mí el túnel de luz. Es hermoso, deslumbrante, y tira de mí con una irresistible fuerza de atracción. Noto que comienzo a flotar.
«Angelo…», lo llamo, asustada. No quiero irme todavía, no quiero marcharme… no sin él…
Lo miro, implorante, pero solo sonríe y dice:
—Ve. Vuela. Sé libre, Cat.
No respondo, pero me siento un tanto decepcionada. ¿Eso es todo?
Cuando me vuelvo para mirarlo, él ya no está. Me trago mi rabia y mi dolor, y me dispongo a internarme por el túnel de luz… por fin, y porque no me queda más remedio.
¿Comprendéis ahora por qué no me gustan las despedidas? Porque siempre son mucho más cortas de lo que uno desearía. Humillantemente cortas algunas veces. Como en este caso.
Pero entonces, súbitamente, una sombra me tapa la luz. Una sombra sinuosa, de brillantes ojos rojos y enormes alas hechas de la más negra oscuridad. Trato de reprimir mi pánico y retrocedo, pero la sombra está en todas partes, rodeándome, persiguiéndome, y no hay forma de escapar.
«Te pedí que no te marcharas sin despedirte, Cat», me reprocha, y hay algo en esa voz que resuena en mi mente que me resulta muy, muy familiar.
«¿Angelo?», pregunto, incrédula.
Juraría que la sombra sonríe, pero, claro, no puedo estar muy segura.
«También te dije que podía pasar al estado espiritual si lo deseaba», dice él. «No a menudo, claro, porque no estoy tan en forma como en el pasado, y esto requiere mucho esfuerzo y unas energías que ya no me sobran. Pero se da el caso de que esta vez lo deseaba de verdad».
«¿Por qué?», me atrevo a preguntar.
«Para poder hacer esto», responde Angelo, y me abraza de pronto envolviéndome con sus alas, casi con toda su figura. Reprimo una exclamación de sorpresa. Lo noto, lo siento, y es mucho más intenso de lo que había imaginado. Nunca pensé que diría esto, pero es el mejor regalo que me han hecho nunca. Cierro los ojos y me dejo acunar por la esencia de Angelo, demoníaca, de acuerdo, pero su esencia al fin y al cabo. No hace mucho pensé que me moría por un abrazo. Es como si me hubiese leído la mente. Porque se trata, probablemente, del último abrazo que recibiré en mi corta existencia. Del abrazo que llevaba tanto tiempo necesitando y que nadie había sido capaz de darme. Y se lo debo a él.