Dos velas para el diablo (20 page)

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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil

BOOK: Dos velas para el diablo
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Nebiros.

Conozco el nombre. Sé que es un demonio importante, quizá no tanto como Baal, Astaroth, Asmodeus o Belcebú, pero lo bastante como para que los principales demonólogos lo citen en sus tratados.

Angelo me echa un cable.

—Nebiros es uno de los favoritos de Lucifer —me explica—. Pocos demonios han causado tanto mal a la raza humana, y de forma tan cruel. ¿Has oído hablar de la Peste Negra, en la Europa del siglo XIV? Murieron veinte millones de personas en solo seis años.

Me quedo completamente helada.

«Estás de broma…».

—No, no bromeo. Nebiros provocó todo aquello, y detrás de las principales pandemias sufridas por la humanidad es fácil adivinar su mano: su último experimento fue el virus Ebola.

Todavía me siento incapaz de pronunciar una sola palabra. Por supuesto, siempre he sabido que los demonios suelen estar detrás de toda la miseria humana: del caos, de la violencia, de la guerra. Pero tenía la idea de que se limitaban a inspirar a las personas para que hiciesen daño a otras personas. Nunca imaginé que jugarían a crear enfermedades letales.

Sé que los demonios son malvados por naturaleza, pero no pensaba que lo fueran hasta ese punto. Y, a juzgar por la cara que pone, esto debe de ser muy fuerte hasta para Angelo.

—No te confundas —me dice, como si hubiese leído mis pensamientos—. Todos hemos admirado a Nebiros desde siempre, por ser capaz de desarrollar semejante poder de destrucción. —Lo miro con asco, pero me devuelve una sonrisa que me recuerda que no he descubierto nada nuevo; después de todo, es un demonio—. Lo que me preocupa es que si Johann no nos ha guiado hacia una pista falsa, tendré que enfrentarme a uno de los demonios más crueles y poderosos de nuestro mundo. De esos con los que más vale no cruzarse.

«Pero ¿y tu nuevo señor, el que te ha ordenado que investigues mi muerte? ¿No se supone que él también es muy poderoso?».

—Sí; en teoría, lo es. Pero no va a mover un dedo por mí. Si Nebiros es su enemigo, lógicamente estará interesado en saberlo, pero no creo que le haga gracia que se entere de que está sobre aviso. Estamos solos, Cat.

«Pues qué bien», murmuro, alicaída.

—Pero tenemos que seguir investigando en esa línea, porque es la única pista que tenemos. Si Nebiros está detrás de esto, la hipótesis más plausible es que tanto él como el señor demoníaco al que sirvo ahora están planeando algo, cada uno por su lado, y se estorban mutuamente. El plan de mi señor incluía protegerte a ti especialmente, y Nebiros, por el contrario, tenía interés en librarse de ti, no sé si porque eso convenía a sus planes o solo por entorpecer los de otros.

«Todo eso no son más que conjeturas», señalo, preocupada por la idea de que mi existencia pueda interesarles tanto a dos señores del infierno.

—Pero están tramando algo —insiste Angelo—. Johann me lo dio a entender cuando le pedí explicaciones. Habló de que su señor podría desafiar pronto al mismo Lucifer. Y Nebiros es poderoso, pero no tanto como otros señores del infierno, ni mucho menos Lucifer, así que lo que trama tiene que ser algo gordo.

«Si quieres que te diga la verdad», comento, pensativa, «lo que está planeando tu jefe no puede ser nada bueno. Pero, en primer lugar, él me quería viva, y Nebiros, si fue él, se las ha arreglado para que me maten. Y en segundo lugar, está claro que cualquier idea que pueda haber salido de la cabeza de un demonio creador de plagas tampoco es precisamente… un momento», me interrumpo, mientras una aterradora posibilidad se abre paso en mi mente. «La Plaga», recuerdo de pronto.

—¿La Plaga? —repite Angelo, que por una vez va un paso por detrás de mí.

«La Plaga que está exterminando a los ángeles y nadie sabe de dónde procede», le aclaro, cada vez más nerviosa, flotando en círculos por encima de su cabeza. «Podría ser obra de Nebiros. Y tal vez… tal vez mi padre no viajaba únicamente porque estuviera buscando a Dios, sino porque investigaba en busca de una cura o una solución… Quizá descubrió algo importante, algo que podría salvar a los ángeles, y por eso lo mataron…».

—Eh, eh, para un momento —me detiene Angelo—. No saques conclusiones precipitadas.

«Vamos, ¡si está muy claro», protesto, indignada. «Todavía no se sabe de un solo demonio que haya muerto a causa de la Plaga. En cambio, los ángeles caen a cientos. Sospechoso, ¿no? Pero ¿cómo no se me ocurrió antes?», me pregunto, cada vez más enfadada. «¡Era obvio que la Plaga no podía ser natural, y que solo los demonios podían estar interesados en exterminar a todos los ángeles, y además en hacerlo de forma tan… tan sucia y rastrera!».

Angelo no dice nada, pero no porque se sienta avergonzado. De hecho, parece estar reflexionando sobre mi teoría. ¡Parece que se la toma en serio!

—Es una posibilidad —admite finalmente—. Si Nebiros fue capaz de crear una enfermedad que afectase solo a los ángeles… y es esa Plaga que los está matando…

Detecto un tono de admiración en su voz. Está claro que la idea le encanta.

«¡No es algo de lo que estar orgulloso!», le echo en cara. «¡Por mucho que fueran vuestros enemigos, se merecen algo más que… desaparecer, así, por las buenas, sin darles opción de pelear! ¡Eso es jugar sucio, es ruin, cobarde y rastrero!».

—En el amor y en la guerra todo vale, ¿no es eso lo que decís los humanos? —me recuerda, para escarnio mío. Se levanta del sofá, se estira y se dirige a la ventana, donde se para a contemplar el amanecer sobre los tejados berlineses—. Pero hay algo que no encaja en tu teoría: si Nebiros ha estado trabajando en algo tan importante como el exterminio de toda la raza angélica, ¿por qué se iba a molestar en enviar a alguien a matarte precisamente a ti? ¿Y qué relación tiene mi señor con todo esto? ¿Qué le importa a él que vivas o que mueras?

«¡Y yo qué sé!», replico, de mal humor. «Los demonios sois tan retorcidos que os pondríais la zancadilla unos a otros solo para fastidiar».

—Antes de aventurar teorías sin pruebas, creo que deberíamos asegurarnos de que, en efecto, Alauwanis era el superior directo de Johann, y que sigue trabajando para Nebiros. Todo esto puede ser una maniobra de distracción para impedir que lleguemos al que está detrás de este asunto, ¿recuerdas?

«¿Y cómo piensas averiguar eso?».

—Volveré a preguntarle a Nergal.

Me estremezco al recordar al aterrador demonio que conocí hace unos días en el Sony Center.

«Pero él te dijo que no conocía a la persona que contrató a los espías para matarme».

—No, pero ahora podemos preguntarle por alguien en concreto: tenemos un nombre antiguo, y con eso debería bastarle.

Al atardecer salimos del apartamento de Angelo. Mi aliado ha concertado otra cita con Nergal a las ocho de la tarde, de nuevo en el Sony Center. Está relativamente lejos, pero, otra vez, Angelo prefiere ir andando. Y como yo ya no me canso, floto detrás de él, inquieta. Aunque soy un fantasma y, en teoría, Nergal ya no puede hacerme daño, no me entusiasma la idea de volver a encontrarme con él.

«¿Y por qué no tratamos de localizar a ese tal Alauwanis nosotros solos?», protesto, pero Angelo niega con la cabeza.

—Pues porque nosotros no disponemos de los medios que tiene Nergal —me responde—. Además, si Nebiros está detrás de todo esto, como se entere de que estamos husmeando en sus asuntos, podemos darnos por muertos.

«Serás tú; yo ya lo estoy», murmuro, no sin cierta acritud. «Me parece que no te tomas mi muerte demasiado en serio, y quiero que sepas que eso me resulta incómodo y me molesta. No sé, no te estoy pidiendo que llores por mí, pero por lo menos podrías mostrar un poco de…».

Me callo al comprobar que no me está escuchando. Se ha detenido en mitad del callejón, iluminado con una luz tenue, enfermiza, que estamos atravesando, y mira a su alrededor, alerta. Se ha llevado la mano a la empuñadura de la espada.

—Aléjate —susurra entre dientes.

Obedezco y floto hasta una esquina oscura. Una vez allí, inquieta, me vuelvo a todas partes. No hay nadie cerca. La manía de Angelo de recorrer calles oscuras y apartadas de las vías principales para ir en línea recta a su destino nos va a traer problemas, intuyo. Porque en esta pequeña calleja hay alguien, aunque yo no lo vea. Y si yo no lo veo, y Angelo tampoco, aunque lo haya detectado, es porque no es humano. ¿Un ángel? ¿Otro demonio?

—Angelo —se oye de pronto una voz desde la penumbra—. He oído decir que me estabas buscando.

Y entonces localizo una sombra en una esquina. Sus ojos rojos relucen en la oscuridad.

—Alauwanis, supongo —murmura Angelo, todavía en tensión—. Las noticias vuelan.

La figura avanza hasta situarse bajo el círculo de luz de una farola. Es un demonio rubio, de movimientos elegantes, ropa cara y un rostro envidiablemente juvenil para tratarse de alguien que ya rondaba por Babilonia hace cuatro mil años.

—Así me llamaban, en efecto. Pero eso fue hace mucho tiempo. Tanto, que me intriga sobremanera que un joven demonio como tú se ponga a fisgonear en mi pasado a estas alturas.

—No es tu pasado lo que me interesa, sino tu presente. Pero resulta que rastrear tu pasado era la única manera de llegar hasta ti.

—Eso, y tener la suerte de contar con un diablillo que se vuelve sumamente locuaz cuando lo torturan, ¿no? —añade Alauwanis.

Angelo no responde, pero retrocede un paso. Alauwanis le dirige una sonrisa que congelaría de terror al más perverso de los psicópatas.

—En efecto, las noticias vuelan —añade—. Ya sé que cometiste el error de eliminar a mi subordinado, y supongo que tú ya sabes que vas a tener que pagar por ello. Pero antes de morir, dime… ¿por qué te has arriesgado tanto? O, mejor dicho… ¿por quién?

Con un ágil y elegante movimiento, Alauwanis desenvaina su espada. Angelo hace lo propio, sin quitarle la vista de encima. Me fijo en que la espada que sostiene no es la suya, sino la de mi padre. Voy a tener que decirle que deje de utilizarla como si le perteneciera por derecho, pero eso tendrá que ser después de que hayamos salido de esta… si es que salimos.

—No me hagas reír —dice Angelo—. No moverías un dedo para vengar la muerte de Johann si él no hubiese hablado. Crees que yo soy un peón, pero sé que eres tú el que teme a alguien superior. ¿Qué crees que dirá tu señor si se entera de que has dejado un cabo suelto? ¿Qué pensará de ti si consientes que un demonio menor como yo averigüe lo que tiene entre manos? —Angelo deja escapar una carcajada burlona—. Si fueras tan poderoso como dicen las leyendas, no te habrías rebajado a acudir al encuentro de alguien corno yo. No tendrías miedo de lo que puedo llegar a averiguar, ni te molestaría que alguien tan insignificante como Johann desapareciera de tu lista de subordinados. Seguro que tienes esbirros mucho mejores que un crío que apenas había cumplido los cinco mil años.

Alauwanis entorna los ojos.

—¿Quién, Angelo? —insiste alzando la espada y adoptando una postura de combate—. ¿Quién es tu señor? ¿A quién más ha enviado?

Recuerdo que Johann también mostró mucho interés acerca de mi «protector», momentos antes de matarme. Me preguntaba por qué se empeñaba en mantener su identidad oculta, pero, en vista de que sus enemigos están tan obsesionados por descubrirla, parece claro que no ha sido una precaución inútil.

Mi aliado sonríe a su vez.

—Oh, vaya, qué sorpresa. Elimino a un diablillo menor que había matado a un humano de mi propiedad, y resulta que alguien más poderoso se molesta lo bastante como para creer que tras una simple rencilla entre demonios menores se esconde la mano de algún otro señor demoníaco. Lamento desilusionarte, pero yo actúo por libre, y tú no eres más que un peón. Los humanos que te adoraron en tiempos antiguos se sentirían muy decepcionados si te vieran ahora, ¿no crees?

—No pretenderás hacerme creer que estás en esto por una pura cuestión de propiedad —gruñe Alauwanis—. Admito que la joven era excepcional para ser humana, pero tú sabes que había demasiados intereses puestos en ella. Tenías que saberlo —insiste al ver que Angelo frunce el ceño, desconcertado—. ¿Por qué, si no, te ofreciste a ayudarla? Debías de saber que había señores poderosos detrás de ella, y que unos querían matarla y otros mantenerla con vida.

Me siento demasiado aturdida como para enfadarme por el hecho de que dos demonios estén discutiendo sobre si soy o no «propiedad» de uno de ellos. «Señores poderosos…». Bueno, yo sigo sin conocer el nombre del demonio que tenía tanto interés en protegerme, pero si Alauwanis no se está marcando un farol, también él sirve a alguien con quien más vale no bromear… ¿Será esto la confirmación de nuestras sospechas? ¿Está Nebiros, el cruel demonio que se divierte creando enfermedades, plagas y pandemias, detrás de todo esto? ¿Y qué tiene que ver todo esto conmigo, exactamente?

—Odio tener que reconocerlo, pero me temo que sé de este asunto menos de lo que tú piensas —replica Angelo—. Y, como no puedo decirte lo que no sé, y tú no vas a revelarme por las buenas lo que quiero saber, propongo que dejemos de parlotear de una vez y hagas lo que has venido a hacer… o lo intentes, al menos. Tengo una cita importante y no puedo quedarme toda la tarde.

—Oh, la clásica arrogancia de los demonios jóvenes —suspira Alauwanis—. Muy bien; veremos si mejora tu memoria cuando veas la muerte de cerca.

Para cuando pronuncia las tres últimas palabras, ya está prácticamente encima de Angelo. Y unas centésimas de segundo después, los dos se han enzarzado en una pelea tan rápida que cuesta seguir sus movimientos. Resulta difícil decir quién es quién, y lo mismo sucede con sus espadas, que parecen haberse transformado en dos relámpagos que parten la penumbra a mayor velocidad de la que un ojo humano podría captar.

No puedo evitar pensar en lo que sucederá si vence Alauwanis… si muere Angelo. Si lo que me dijo mi enlace es verdad, quedaré para siempre atrapada en este horrible y penoso estado fantasmal, sin ninguna posibilidad de encontrar ese maldito túnel luminoso por el que se supone que debería haberme marchado… como esos pobres espectros que flotan sobre la ciudad. Como aquel fantasma perdido que preguntaba por Marie, que era incapaz de entender lo que le estaba pasando y que ya apenas podía hilar dos frases seguidas.

Todo mi ectoplasma se estremece de horror.

No puedo dejar que maten a Angelo.

Sin embargo, la lucha no parece decantarse a su favor. ¿He dicho antes que un ojo humano no podría seguir los movimientos de los dos demonios? Cierto; pero el caso es que yo ya no tengo ojos, ¿recordáis? Sí, soy consciente de que se mueven como rayos, pero mi mente es capaz de distinguirlos a ambos porque mi percepción ya no depende de las imperfecciones de mis sentidos. Y veo que Angelo lleva las de perder. Alauwanis es más veloz, más certero… y parece más desesperado. Empiezo a sospechar que Angelo ha dado en el clavo y, en efecto, lo que su señor —sea o no Nebiros— le hará si deja un solo cabo suelto no será precisamente agradable.

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