Read Dos velas para el diablo Online
Authors: Laura Gallego García
Tags: #Fantástico, infantil y juvenil
—No es una buena idea escuchar lo que tenga que decir un demonio, y menos si es uno poderoso —murmuro; entonces alzo la cabeza para preguntarle—: ¿Podrá decirme quién mató a mi padre?
—Probablemente sí, a no ser que detrás de su muerte esté el mismo Lucifer, cosa que dudo mucho.
Reflexiono. Angelo se me queda mirando y añade, con un tono un poco más suave:
—Has de saber que creo que tienes una gran fuerza interior, para ser una humana.
—No me digas —respondo, con algo de guasa.
—En serio. Me recuerdas a los de antes.
—¿A quiénes?
—A los humanos de antes. A los de hace miles de años. —Suspira y se levanta, sacudiendo la cabeza—. Estaban hechos de otra pasta.
—¿De verdad recuerdas cómo era la vida hace miles de años?
Clava sus ojos grises en mí. Por un momento, me recuerdan a un mar en calma bajo un cielo neblinoso. Hasta que me doy cuenta de que se está riendo.
—No —confiesa.
Se dirige de nuevo hacia la puerta.
—¿Adonde vas?
—A hablar con algunas personas. Tú quédate aquí —me ordena—, y no salgas por nada del mundo.
—Más que la protegida de tu patrón, parezco su prisionera —comento con sorna.
Pero Angelo ya se marcha. Cierra la puerta tras él, sin ruido, y me quedo sola otra vez…
… Cosa que, por el momento, no me importa lo más mínimo. Ya que dispongo de una
suite
en un hotel de cinco estrellas, por cortesía de uno de los grandes señores del infierno, pienso aprovecharme de ello.
De modo que me doy un laaaargo baño en la inmeeeensa bañera y, poco a poco, tengo la sensación de que mis músculos se relajan y mi mente vuelve a aclararse. Para cuando salgo del baño, ya me encuentro casi bien.
Me miro en el espejo; tengo ojeras a pesar de lo mucho que he dormido, pero, por lo demás, no tengo tan mal aspecto como ayer.
¿Que cómo soy? ¿Aún no os lo he dicho? Veamos… Tengo el pelo de color caoba, y lo llevo corto, en una semimelena por debajo de las orejas. Se me rizan las puntas y es un engorro, así que casi siempre llevo una cinta, a modo de diadema, para recogerlo. Y tengo los ojos de color avellana. Cuando les da el sol, parecen un poco dorados. Oro viejo, decía mi padre. Él tenía los ojos muy oscuros, casi negros, como un pozo sin fondo. Por eso supongo que los míos me vienen por parte de madre. Tengo la piel muy morena por todo el tiempo que paso al aire libre, y, por esa misma razón, también tengo, desde muy pequeña, las mejillas salpicadas de pecas. Y además soy bajita. Así que, como veis, no soy nada espectacular. Una chica del montón.
Pero esta chica del montón está disfrutando hoy de un lujo al que no está acostumbrada, de modo que, después de vestirme otra vez, me dedico a curiosear por todos los rincones de la habitación. Descubro el minibar. Hay refrescos y una caja de bombones. Tras una breve vacilación, me encojo de hombros y me agencio los bombones. ¿Qué diablos? ¡Pagan los demonios!
Paso el resto del día comiendo bombones, tumbada en la cama y zapeando. A mediodía me traen la comida, no menos deliciosa y abundante que el desayuno. Pero sigo sin tener noticias de Angelo ni de nadie más.
Hacia las siete de la tarde, ya me siento como un león enjaulado. La tele me aburre, y lo cierto es que me muero de ganas de salir a la calle a pasear. Ayer no me moví del hostal porque estaba enferma. Y hoy, que ya estoy curada y puedo salir de mi cuarto, no lo hago porque no me dejan.
Entonces suena el teléfono, y lo cojo con precaución. Al otro lado habla un señor muy amable en alemán. Por supuesto, no pillo una, así que me repite en inglés que hay un chico que quiere verme.
No es el estilo de Angelo llamar antes de entrar, de modo que no puede ser él. Cuelgo el teléfono, sin más, y sigo viendo la tele.
Momentos después, llaman suavemente a la puerta. Me levanto y voy a ver quién es, abriendo solo una rendija.
Fuera hay un chico jovencito, de unos trece o catorce años. Me sonríe de oreja a oreja en cuanto me ve.
—¿Cat? —me pregunta, y luego añade algo que no comprendo.
—¿Quién eres ? —interrogo sin abrir del todo la puerta.
—Me llamo Johann —me dice entonces en un perfecto castellano, y añade bajando la voz—: He venido a sacarte de aquí. Vengo de parte de Gabriel.
—¿Gabriel? —repito, y para asegurarme pregunto, en susurros—: ¿El arcángel?
—¿Me dejas pasar?
Dudo solo un momento.
—Espera —le digo.
Cierro la puerta, retrocedo hasta recuperar mi espada y, solo cuando la tengo en la mano, le abro del todo.
El chico entra. Se fija en la espada, claro, pero asiente con un gesto de aprobación.
—La espada de Iah-Hel —dice—. Me alegra saber que está en buenas manos, y que esos malnacidos no te la han quitado.
Me siento en el sofá y le indico que se siente frente a mí. Por si acaso, sigo sin desprenderme de la espada.
—Explícate —le exijo.
—No tenemos tiempo para esto —se impacienta—. Gabriel ha tardado mucho en encontrarte porque los demonios te han estado llevando de un lado a otro, y si no vienes con nosotros ahora, te volverán a trasladar.
—¿A trasladarme? ¡Ni que fuera un preso!
—¿Acaso no lo eres?
Abro la boca para replicar. Lo cierto es que estoy aquí, en esta habitación, porque Angelo así lo ha querido. Antes de conocerle, yo iba a donde me daba la gana y salía de mi cuarto si me daba la gana.
Reflexiono un momento. Lo cierto es que no he querido pararme a pensar en ello porque es demasiado desconcertante, y porque, después de todo, merecía un descanso y el día en el hotel me ha sentado muy bien. Pero no me da buen rollo que un gran señor demoníaco desconocido quiera ser mi padrino, mi protector, o lo que sea. Johann tiene razón, no tiene ningún sentido. El único motivo por el cual podrían estar interesados en «protegerme» es, en efecto, tenerme controlada… atrapada.
—Tenemos que darnos prisa —me insiste—. Estamos en territorio demoníaco, y no tardarán en descubrirme si permanezco mucho más tiempo aquí.
Lo observo con atención. Es un chaval rubio, de mirada despierta y sonrisa amistosa.
—¿Eres un ángel?
—Te ha costado darte cuenta, ¿eh? —Me coge de la mano y tira de mí para levantarme; cuando estamos el uno junto al otro compruebo que, a pesar de ser menor que yo, es un poco más alto.
—Entonces, ¿quieres llevarme con los demás ángeles? Pero Jeiazel dijo…
—Jeiazel actuó por su cuenta y sin consultar a sus superiores —replica Johann—. Por supuesto que no íbamos a dejar a la hija de Iah-Hel sola en el mundo a merced de los demonios. ¿Cómo se te ha ocurrido semejante idea? —Sacude la cabeza, indignado.
Un inmenso alivio me recorre de la cabeza a los pies. De modo que es cierto: por fin me aceptan. Los ángeles no son tan altivos ni tan despiadados como me dio a entender Jeiazel. Acogerán a la hija de un ángel, aunque tenga sangre humana; me protegerán y responderán a todas mis preguntas, y no tendré que pactar con demonios nunca más.
—Voy por mis cosas —respondo, y me levanto rápidamente para recogerlo todo. Estoy lista en apenas un par de minutos; después de todo, ni siquiera había llegado a colocar mi ropa en el armario.
Sí, es verdad, sé que Angelo me dijo que no saliera de aquí. Pero ¿cómo voy a fiarme de un tipo que, además de ser un demonio, hace menos de dos días me dejó plantada?
Con cierta pena por abandonar la habitación, sigo a Johann al pasillo, equipada con mi bolsa de viaje y mi espada. El chico corre hacia las escaleras, resuelto.
—¿No vamos por el ascensor?
—Es mejor que no nos topemos con nadie —me responde en voz baja—. La mayoría de los trabajadores de este hotel son humanos, pero hay algunos demonios, y han estado a punto de verme cuando he ido a recepción a preguntar por ti. Si me ven, me reconocerán. Así que es mejor que salgamos por la entrada de servicio.
Seguimos por las escaleras hasta llegar abajo del todo. Después de recorrer un par de pasillos más, Johann empuja una puerta, y de pronto estamos en la calle.
—Genial —dice brindándome una sonrisa encantadora—. Debían de estar muy seguros de que no ibas a escapar. ¿Qué te han dicho para convencerte de que te quedes en el hotel?
—Que era peligroso salir. Y que podían darme información sobre los asesinos de mi padre —añado sintiéndome un tanto estúpida.
Johann sacude la cabeza con pesadumbre.
—Tu padre murió en Combate, Cat. Probablemente lo mató el grupo de Malfas; últimamente disfrutan acorralando a pobres ángeles perdidos. Pero no te preocupes: Miguel anda tras ellos desde hace un tiempo, y tarde o temprano acabará con él.
—Pero… pero… ¿por qué tienen tanto interés en mí?
—Oh, simplemente porque Gabriel te estaba buscando. Todos saben que, desde que la guerra contra los ángeles ya no es lo que era, muchos grandes señores demoníacos están de capa caída. Dicen que hasta Nisrog se les sube a las barbas —asegura, y se ríe nada más decirlo—. Eso es una exageración, claro, pero sí es verdad que algunos están deseando congraciarse con Lucifer, y están enviando agentes a espiar a Gabriel y los ángeles de su entorno. Alguien se enteró de que te estábamos buscando y pensó que debía haber alguna razón —se encoge de hombros—. Los demonios son incapaces de comprender que queramos proteger a un humano simplemente por pura amabilidad. Para ellos siempre tiene que haber un significado oculto en todo.
Suspiro, aliviada. Por fin alguien me da las explicaciones que llevo tanto tiempo buscando. Es increíble cómo puede cambiar la vida de una persona de la noche a la mañana. Ayer estaba tumbada en un hostal, pensando que la vida no tenía sentido, y hoy me aceptan en el seno de la comunidad angélica… a la que siempre quise pertenecer.
—De todos modos —añade Johann frunciendo el ceño—, nos vendría muy bien saber quién te tenía retenida.
Dudo. Me sabe mal confesarle que no tengo ni idea, que Angelo no ha llegado a desvelar la identidad del «protector» que, supuestamente, quería conservarme viva y prisionera en un hotel de cinco estrellas.
—No te lo dijeron, ¿eh? —adivina él; parece frustrado un momento, pero luego sonríe de nuevo—. No importa; lo averiguaremos. ¿Tampoco lo sabe el demonio que iba contigo?
—¿Angelo? —pregunto maquinalmente—. No; me dijo que alguien había contactado con él, y que ese alguien era un demonio antiguo que servía a otro mucho, mucho más poderoso. No me dio nombres.
—Entiendo —asiente Johann pensativo.
—¿Es importante?
—Es más fácil luchar contra un demonio si conoces su identidad. Por eso, muchos de ellos se ocultan bajo nombres falsos. Pero los señores demoníacos no necesitan hacerlo, por lo que supongo que este es particularmente cobarde, o bien no es tan poderoso como quiso hacerte creer.
Estamos bajando las escaleras que llevan a una estación de metro. Nadie nos sigue, nadie nos persigue. Me siento segura por primera vez en mucho tiempo.
—Pues tú tampoco me has dicho cómo te llamas de verdad —hago notar.
Él me dedica otra de sus francas sonrisas.
—Nithael —responde.
—Ese es el nombre de un ángel muy antiguo —observo, y reacciona con una carcajada.
—Que no te engañe mi aspecto —me recomienda—. Tu nombre, en cambio, no es Cat, ¿me equivoco?
—Caterina —admito a regañadientes.
—Italiana —asiente Johann—. Hablas español, pero aún te queda algo de acento.
Lo miro, sorprendida. Es cierto que nací en Italia, donde pasé los dos primeros años de mi vida, una etapa de la que no recuerdo gran cosa. Luego, mi padre me llevó a vivir a España, a un pueblecito de Asturias, y se podría decir que allí aprendí a hablar del todo. Después, cuando cumplí los cinco años, empezaron los viajes…
… Y hasta hoy.
—¿Cómo me va a quedar acento italiano? ¡Si me fui de allí a los dos años!
—Los orígenes no se olvidan, Cat.
—Pues tú has olvidado el tuyo —respondo, mordaz.
Johann se ríe otra vez, con una risa alegre y cantarína.
Nos detenemos junto al andén del metro.
—¿Adonde vamos? —pregunto.
—Al aeropuerto —contesta Johann; me maravilla ver cómo responde a todas mis preguntas sin acertijos, rodeos ni medias verdades—. Tengo dos billetes para Río de Janeiro; allí nos reuniremos con Gabriel.
—¿Gabriel está en Brasil? —pregunto sonriendo.
Todo es mucho mejor de lo que jamás había imaginado. Mi padre siempre me habló de Gabriel como de un ángel bueno y amable. Hoy día, es uno de los ángeles más nobles que existen. Es un gran honor que quiera conocerme. ¡Y voy a ir a Brasil!
—¿Por qué vamos en metro? ¿No podemos ir en taxi?
—Bajo tierra somos más difíciles de detectar… —dice Johann. Sus últimas palabras quedan ahogadas por el ruido del tren que se acerca.
Entonces oigo que alguien grita mi nombre; no lo escucho en mis oídos, puesto que el estruendo del metro bloquea cualquier otro sonido, sino que suena en algún lugar de mi mente, o de mi corazón.
Es la voz de Angelo.
Me vuelvo, extrañada. Detecto una sombra bajando los escalones tan deprisa que mi ojo apenas puede captarla. ¿Por qué…?
De pronto me empujan y pierdo el equilibrio. Muevo los brazos para tratar de estabilizarme sobre el andén, pero mi bolsa y mi espada tiran de mí hacia atrás.
Y todo sucede en menos de dos segundos, pero es como si transcurriese a cámara lenta. Me veo cayendo al vacío sin poder evitarlo, mientras vislumbro el rostro de Johann, cuya franca sonrisa es ahora una mueca malévola, siniestra.
Y comprendo, una milésima de segundo antes de que el tren embista mi cuerpo y lo destroce, cortando los lazos que me unen a la vida, que no fui capaz de reconocer al demonio hasta que estuve junto a él al borde del abismo… hasta que fue demasiado tarde.
H
UBO
gritos en la estación, carreras, histerismo… El tren frenó bruscamente y, a través de la ventanilla, Angelo vio la cara desencajada del conductor, que momentos después se precipitaba fuera del vagón.
Pero era demasiado tarde: la muchacha había saltado a las vías del metro y el convoy la había arrollado. Su cuerpo, ensangrentado y roto, yacía sin vida sobre la vía.
Angelo se abrió paso entre la gente que, consternada, había formado corro en el andén lanzando gritos de horror, y, antes de que nadie pudiese detenerlo, saltó junto al cadáver de Cat. Comprobó que estaba muerta, aunque eso ya lo sabía. Despacio, desabrochó la correa de la vaina y separó la espada de su cuerpo destrozado. Le cerró los ojos.