Dos velas para el diablo (28 page)

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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil

BOOK: Dos velas para el diablo
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Salgo de nuevo a la calle y me reúno con Angelo. Le cuento brevemente lo que he visto y le pregunto:

«¿Qué vamos a hacer ahora?».

—Dar una vuelta por la ciudad —responde él—, a ver si encontramos a alguien que nos pueda informar.

Me imagino que me va a llevar de visita a los garitos más siniestros, pero, para mi sorpresa, opta por deambular por el centro histórico como un turista más, observándolo todo con interés. Se fija más en el paisaje que en la gente. No parece muy preocupado por encontrar «a alguien que nos pueda informar». Supongo que se debe a que, en efecto, los demonios tienen una concepción del tiempo distinta a la nuestra.

Cosas de la inmortalidad.

«¿Cómo era Florencia cuando vivías aquí?», le pregunto con curiosidad.

—Diferente, supongo. Bulliciosa y activa, como la mayor parte de las ciudades italianas del momento. En aquella época, los lugares como este nos atraían como a moscas. Especialmente Venecia y Florencia. Venecia tenía más acción, pero Florencia poseía más encanto.

«¿En qué sentido?».

—Bueno, Venecia era un hervidero de demonios, eso no lo puedo negar. Pero Florencia estaba también llena de ángeles. Venían aquí por los artistas, ¿sabes?

«¿Por los artistas?», repito sin entender.

—Los ángeles adoran el arte. Les fascina la capacidad del ser humano de crear cosas bellas. Algunos la consideran casi divina. Y en aquel tiempo, en Florencia se respiraba arte por los cuatro costados. Había centenares de pintores, músicos, escultores, arquitectos…, incluso inventores. Parecía haber más creatividad por metro cuadrado que en cualquier otra parte del mundo. Los ángeles frecuentaban los talleres de los artistas, se mezclaban con ellos, los contemplaban, los admiraban. Y los artistas… bueno, ellos tenían un instinto especial para detectar a los ángeles. Aunque fuera inconscientemente. Los retrataban en sus cuadros, ¿sabes?

«Venga ya», me asombro.

—Bueno, no es que lo hicieran deliberadamente. No es que tuvieran modo de saber que eran ángeles. Pero si un artista tenía que pintar una anunciación y disponía de dos muchachas para hacer de modelos, invariablemente elegía a la humana para ponerle su rostro a la Virgen, y al ángel para representar a Gabriel. No falla.

«Vaya», murmuro, dubitativa. Angelo me mira de reojo.

—¿No te lo crees? Te lo voy a demostrar.

Todavía no sé qué hacemos aquí. Deberíamos estar buscando a los de la secta de Enoc, los adoradores de Azazel o a
madonna
Constanza, incluso, pero Angelo sigue dando vueltas por una sucesión de salas que parecen no acabarse nunca.

—Ese —dice—, y ese también. Y aquel de allá, el de la esquina. Ese otro, no.

Estamos en un museo. La Gallería degli Uffizi. Estamos contemplando cuadros que se remontan al Renacimiento, y Angelo tiene razón: están plagados de ángeles. Angeles anunciadores, ángeles músicos, ángeles guerreros, ángeles juguetones, ángeles sonrientes y ángeles tristes. Multitud de criaturas aladas nos contemplan desde sus lienzos, en escenas religiosas o paganas, da igual. El caso es que hay docenas de ellos, tal vez cientos. Angelo señala los que a su juicio son ángeles de verdad. La mayoría.

«Les gustaba posar, ¿eh?», comento, perpleja. Sigo sin estar del todo segura de lo que dice. Jamás me habría imaginado a mi padre posar ante Giotto, Fra Angélico, Raffaelo o incluso Leonardo da Vinci para que le retratase en un cuadro. Aunque, después de todo, mi padre vivió mucho tiempo. Como vea su rostro en alguno de estos cuadros, tocando un laúd, con túnica dorada y unas enormes alas a la espalda, me voy a dar un buen susto, en serio.

—Anda —dice de pronto Angelo, y se para en seco—. Juraría que…

Se inclina hacia delante para estudiarlo con atención. Le sigo, intrigada, y desciendo un poco para leer la etiqueta:
Aparición de la Virgen a San Bernardo
, Fra Bartolomeo (1507-1509). Pero Angelo no se ha fijado en la Virgen, ni en el santo, sino en el grupo de ángeles retratados al fondo.

—Mira ese —me indica señalando uno en concreto que asoma por detrás; viste de rojo, lleva el pelo largo y mira hacia el frente. Por un momento, es como si los ojos de ambos, los del ángel de la pintura y los del demonio de carne y hueso, se encontraran—. Lo conocí —añade Angelo—. Y debió de ser aquí, en Florencia. Si es el tipo aquel del puente… podría no serlo, claro, pero se le parece mucho.

«¿Y qué pasó?».

—Nada, que luchamos —responde él como si fuera algo sin importancia—. Nos encontramos de frente, él venía de un lado del río y yo del otro, nos vimos y…

«¿Y…?».

—Pues que lo maté. Obvio, ¿no?

«¡No es tan obvio!», protesto, y empiezo a mirar al pobre ángel del cuadro con otros ojos.

—Sí que lo es. De lo contrario, yo no estaría aquí ahora, ¿no te parece?

«¿Y tenéis que pelearos siempre que os encontráis? ¿Así porque sí, sin motivo concreto? ¿Tanto os odiáis?».

Angelo suspira.

—No es una cuestión de odio… Es… a ver cómo te lo explico… Imagina que tienes un jardín. Y sientes un deseo irrefrenable de mantener ese jardín, de cuidarlo, para que las plantas crezcan sanas y vigorosas, y echen flores, y lo cubran todo de verde.

«Aja», asiento. Eso lo puedo entender. Mi padre experimentaba un sentimiento parecido y trató de transmitírmelo, pero me temo que yo nunca lo viví de la misma forma que él.

—Bueno, y ahora imagina que llego yo, echo un vistazo a tu jardín y siento un deseo irrefrenable de destruirlo, de arrancar todas las plantas hasta que no quede ninguna.

«Pues vaya», refunfuño.

—Pero es así. Yo necesito destruir tu jardín y, aunque en principio no tengo nada en contra tuya, si tú me impides destruir el jardín, lucharé contra ti. Quizá la primera vez no quiera tomarme tantas molestias y opte por burlar tu vigilancia y atacar tu jardín cuando tú no estés mirando. Quizá la primera vez consideres que es más urgente reparar el jardín que vengarte de mí. Pero cuando la escena se repita, una y otra vez, a través de los siglos, de los milenios… cada vez que me veas me atacarás sin mediar palabra. Para defender tu jardín. Y yo, cada vez que te vea, lucharé contra ti… para que no me impidas destruirlo.

Guardo silencio.

—¿Lo has entendido? —pregunta Angelo.

«Demasiado bien», gruño. «A los demonios os gusta destruir cosas. Disfrutáis con ello. Habéis nacido para ello, es vocacional».

Se ríe.

—No creo que te haya contado nada que no supieras ya.

«¿Así que para eso vinisteis los demonios a Florencia? ¿Para destruir el jardín de los ángeles?».

—Bueno, no exactamente; a ellos les atraía el arte, ya te lo he dicho. A nosotros, en cambio, nos llamaba el dinero. Y el poder. Y con los Medici hubo bastante de ambas cosas, créeme.

No es que esté muy puesta en historia, pero de los Medici sí que he oído hablar. Una familia poderosa que dominó los destinos de Florencia durante mucho tiempo.

—Los Medici eran una familia de banqueros —me explica Angelo—. Buenos negociantes y gente respetable, al menos al principio. Pero se hicieron demasiado poderosos y… en fin, era una oportunidad demasiado buena como para desaprovecharla. Muchos demonios llegaron aquí atraídos por la naciente riqueza de Florencia y se la encontraron llena de ángeles. Las peleas fueron inevitables, claro. Pero reconozco que yo llegué tarde, cuando las familias más poderosas de la ciudad ya estaban bajo influencia angélica o demoníaca. Así que, cuando pasó todo aquel asunto de los Pazzi, solo me dejaron mirar —sacude la cabeza, disgustado—. Una lástima, porque fue muy sonado.

«¿Los Pazzi?», pregunto.

Angelo ladea la cabeza y su mirada se pierde otra vez, recordando.

—Sucedió en tiempos de Lorenzo de Medici, que se hacía llamar «el Magnífico». Un tipo que se encontró con más poder del que podía manejar y ni la mitad de talento, inteligencia o decencia que tenía su abuelo, a quien realmente debía su fortuna. Según tengo entendido, los Medici habían sido hasta entonces una familia neutral, pero Lorenzo frecuentaba en secreto a
madonna
Constanza y los ángeles temían que terminaría sucumbiendo a su influjo demoníaco. De modo que, cuando los líderes de los Pazzi, una familia rival, tramaron una conspiración para asesinar a Lorenzo, los ángeles se limitaron a mirar… o, mejor dicho, se limitaron a impedir que llegara a oídos de
madonna
Constanza. Aunque hay quien dice que ella ya lo sabía y que no hizo nada por impedir el atentado, porque se había cansado de Lorenzo o porque ya no le parecía una presa interesante… no lo sé. El caso es que los Pazzi atacaron a traición a Lorenzo y a su hermano una mañana, a la salida de la catedral.

«¿Y qué pasó?», pregunto, intrigada.

—Pues… que no va con los ángeles eso de limitarse a mirar, claro. Hubo uno que, desobedeciendo las órdenes de sus superiores, intervino en la refriega y le salvó la vida a Lorenzo. Se habrá arrepentido el resto de su existencia, supongo.

«¿Por qué?».

—Pues porque salvó la vida de Lorenzo, pero no pudo evitar que los Pazzi asesinaran a su hermano, Giuliano. Roto de dolor, Lorenzo fue una presa fácil para
madonna
Constanza. Le convenció de que vengara la muerte de su hermano y hubo un gran baño de sangre. —Hizo una pausa—. Si el ángel no hubiese salvado a Lorenzo, quizá muchas cosas habrían sido diferentes en Florencia. Si los ángeles, por el contrario, hubiesen hecho algo por impedir el atentado de los Pazzi, estos se habrían ahorrado la venganza de Lorenzo y la desgracia que cayó sobre su familia. ¿Y sabes lo más divertido? Aún hoy se cree que, en el fondo,
madonna
Constanza estaba enterada de todo y fue quien promovió, desde la sombra, tanto la conjura de los Pazzi como la venganza posterior de los Medici. Los libros de historia no la mencionan, los árboles genealógicos no la incluyen, porque ella no pertenecía a ninguna familia importante y siempre actuó en secreto. Sin embargo, ella siempre estuvo aquí, en Florencia, y se dice que no hubo guerra o crimen tras los cuales no se adivinara su mano.

«Menuda mala pécora», comento impresionada.

Angelo me lanza una breve mirada.

—No creas —comenta—, porque no fue tan cruel con los seres humanos como lo han sido otros demonios. De hecho, dentro de lo que cabe, Florencia prosperó bastante bajo su mandato. Ya hace quinientos años se murmuraba a sus espaldas que era demasiado benevolente con los seres humanos. Y su actitud para con los ángeles era bastante particular. Toleraba a los ángeles menores, pero detestaba intensamente a los poderosos. Recuerdo que llegó a destruir con rabia un cuadro de Botticelli solo porque había representado al arcángel Miguel. Y eso que ni siquiera se le parecía.

»Eso sí —añade—, se decía también que odiaba profundamente a Lucifer y que no tardaría en rebelarse contra él. Cosa que, según tengo entendido, no llegó a hacer nunca.

«Vaya», murmuro. «Debe de ser todo un carácter. Si es cierto todo lo que se cuenta de ella, claro».

Angelo se encoge de hombros.


Se non é vero, é ben trovato
—responde sin más.

Empiezo a lamentar que hayamos encontrado el
palazzo
abandonado. Me pregunto dónde se encontrará ahora esa tal
madonna
Constanza.

—Mira, hablando de Botticelli… —comenta Angelo.

Acabamos de llegar a la sala donde se exponen sus célebres obras
La primavera
y el
Nacimiento de Venus
, que están, cómo no, ocultas tras una nutrida nube de turistas. Pero Angelo se ha acercado a otro cuadro, no tan popular pero igualmente bello.

Es una anunciación.

«¿Es suyo también?», pregunto

Angelo asiente. Contempla el cuadro con una enigmática sonrisa, pero no me explica qué tiene de especial, así que lo observo con atención.

Como de costumbre, no me fijo en la Virgen, sino en el ángel, Gabriel, que, una vez más, se inclina ante María. Este Gabriel es curiosamente andrógino. Juraría que tiene nuez, pero viste ropajes que parecen femeninos, y su rostro es dulce, sereno y delicado como el de una mujer… Sus cabellos castaños se rizan en las puntas y le caen por la espalda, ocultando el nacimiento de unas alas de plumas blancas y azules. Lleva una flor en la mano, como casi todos los Gabrieles anunciadores del mundo. En cierta ocasión, mi padre me contó qué flor es esa y cuál es su significado, pero me temo que no estaba prestando atención ese día.

Y, de todos modos, es lo que menos importa ahora.

No puedo dejar de mirar a Gabriel. Su expresión es seria, muy seria, como corresponde al importante mensaje que está transmitiendo. Pero ese mensaje —el del futuro nacimiento del hijo de Dios— debería ser una noticia alegre, un acontecimiento feliz. ¿Por qué tengo la sensación de que los ojos de Gabriel están preñados de tristeza y melancolía?

«¿Qué es lo que tengo que ver aquí?», le pregunto a Angelo.

Pero no me contesta y, cuando me vuelvo hacia él, descubro por qué.

Se ha quedado observando fijamente a un joven que le devuelve una mirada cautelosa y desafiante al mismo tiempo.

Una mirada repleta de luz angélica.

«Angelo…», murmuro, pero mi demonio no me escucha.

Se acaba de topar con un ángel amante del arte que también ha venido hasta aquí para contemplar el Gabriel de Botticelli. Y este no parece un ángel desmemoriado o debilitado. Es un joven alto y fuerte, de cabello negro y penetrantes ojos oscuros. Mantiene sus alas luminosas erguidas, alerta, y se ha llevado la mano a la espalda, dispuesto a desenvainar su espada.

Un combatiente.

Angelo también mantiene en alto las alas, que ahora parecen chorros de oscuridad pulsante, vibrante, como la cola de un escorpión a punto de atacar. Es una locura que se enzarcen en una pelea justamente aquí y justamente ahora, pero comprendo, consternada, que es una lucha que llevan repitiendo desde el principio de los tiempos y que, después de todo, probablemente ni se les pase por la cabeza que puedan llegar a actuar de otra forma.

Entonces, contra todo pronóstico, el ángel baja la mano un poco, con cuidado.

—Aquí no —dice en italiano.

Angelo asiente brevemente y sonríe.

Y, de pronto, los dos se esfuman. Así, por las buenas. No tengo tiempo ni de sorprenderme por su repentina desaparición. De pronto, algo tira de mí con fuerza y me veo volando a través de las salas del museo a tal velocidad que los turistas se convierten en manchas borrosas. De nuevo, Angelo corre a la velocidad de los demonios, y el maldito vínculo que mantenemos me arrastra tras él.

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