Read Dos velas para el diablo Online
Authors: Laura Gallego García
Tags: #Fantástico, infantil y juvenil
Los demonios están comenzando a enfermar. Y quizá… solo quizá… la Plaga terminará por llevárselos a ellos también.
Oh, no sucederá durante los próximos cien años ni, probablemente, durante los próximos trescientos… pero acabará sucediendo. Y lo peor es que, si bien a los ángeles les pilló desprevenidos, los demonios ya saben lo que les espera. El presente de los ángeles es su futuro. Lo saben, aunque no quieran reconocerlo.
Y quizá por eso hay algo más que compasión en su forma de tratar a sus agotados enemigos.
Miedo.
«Estás asustado», murmuro.
Me da la espalda con brusquedad. Sus alas forman una impenetrable capa de oscuridad que me impide verle el rostro.
«Angelo…», empiezo, pero me callo de pronto.
Vale, él tiene miedo, pero yo también estoy experimentando algo que no me gusta un pelo. ¿Compasión? ¿Por un demonio? Venga ya.
De todos modos, es un tema delicado e incómodo para los dos, así que lo mejor es hablar de otra cosa.
«Bueno, entonces, ¿cómo vas a encontrar a Ravana? Y si es verdad que existe una… una secta enoquiana o lo que sea… ¿cómo vas a conseguir que te lo cuente?». Angelo se vuelve hacia mí, dubitativo.
—Buena pregunta —admite, y me da la sensación de que está aliviado porque haya cambiado de tema.
«Me temo que se te han acabado las espadas para negociar», señalo.
—Cierto —reconoce—. Aun en el caso de que pudiera utilizar la espada de tu padre para regatear sin que me chillases en la cabeza durante el resto de mi existencia, no creo que encontrase a muchos demonios dispuestos a quedársela.
«¿Por qué son tan importantes las espadas?», pregunto. «Entendería que hubiese demonios que coleccionaran trofeos del enemigo, pero… ¿espadas demoníacas?».
Esto es algo que me tiene muy intrigada desde hace un tiempo, lo reconozco. Angelo duda si revelármelo o no. Por fin se encoge de hombros y dice:
—Recuerdas la Ley de la Compensación, ¿no? Me refiero a la primera.
«Sí: nace un nuevo ángel o demonio por cada uno de ellos que muere en Combate».
—Exacto. Desde el principio de los tiempos ha sido así. Cuando uno de los nuestros moría bajo la espada de un ángel, en alguna otra parte una pareja de demonios sentía el impulso de pasar al estado material y engendrar una nueva vida… Así que todos los demonios hemos nacido alguna vez. Y fuimos criaturas de carne y hueso hasta que crecimos lo suficiente como para pasar al estado inmaterial de forma espontánea.
Me imagino de pronto un bebé demoníaco de ojos rojos. No es una visión agradable.
«¿Y?», pregunto, sin entender adonde quiere ir a parar.
Angelo suspira con impaciencia.
—¿Es que no lo entiendes? No nacemos con la espada bajo el brazo.
Eso quiere decir que… ah. Vaya. Ya comprendo.
—Exacto —asiente él, al ver mi expresión—. Cuando un joven demonio llega a lo que llamamos la edad de combate, necesita una espada… y el demonio que pueda ofrecérsela creará un vínculo de lealtad entre los dos. De modo que, cuantas más espadas demoníacas acumules, más jóvenes demonios tendrás a tus órdenes, y más poderoso te volverás.
«¿Y no valen para eso las espadas angélicas?», pregunto con curiosidad.
—No de la misma manera. Las espadas angélicas son luz en esencia, y las demoníacas, oscuridad. La espada de un demonio muerto en Combate sirve solo si dicho demonio ha caído bajo una espada angélica… luz contra oscuridad, eso es lo que genera un nuevo ser. Si lo mata otro demonio, como ya te expliqué una vez, no habrá ningún otro que lo reemplace. Pero, en realidad, no tiene que ver con el asesino, sino con el arma. Si yo utilizo mi espada para matar a otros demonios, no nacerán nuevos demonios. Si utilizo la espada de tu padre, una espada angélica, sí. Y lo mismo a la inversa. Si uso mi espada para matar ángeles, nacerán nuevos ángeles; pero no lo harán si uso la de tu padre.
«Razón de más para usar espadas angélicas contra los ángeles, ¿no?», argumento.
—Al principio, las cosas sí funcionan así… pero sucede que si un demonio utiliza a menudo la espada de un ángel, esta se invierte… su esencia deja de ser luz para transformarse en oscuridad… y se convierte en una espada demoníaca. Lo mismo ocurre al contrario.
»Y una espada demoníaca recién invertida, una espada que no hace mucho que fue angélica, no es una buena arma. Resulta inestable, y no es una buena idea dársela a un joven demonio. El demonio que se la entregara tendría que domarla primero, y la mayor parte de nosotros ya estamos demasiado acostumbrados a nuestra propia espada como para querer empezar con una diferente. Por eso las espadas angélicas ya no sirven como moneda de cambio.
«Pero tú estás utilizando la espada de mi padre», protesto.
—Sí, claro, porque ahora me estoy enfrentando a individuos de mi propia especie, y yo no creo en la Segunda Ley de la Compensación. Si tengo que matar a un demonio, prefiero que nazca otro en su lugar a eliminar a uno de los nuestros para siempre. Además, usar una espada que no es la mía supone una buena manera de borrar mi rastro. Y, por último, resulta que la espada de un demonio caído en Combate bajo una espada angélica es mucho más poderosa que la de un demonio asesinado por otra espada demoníaca. De modo que si venzo en un combate contra otro demonio y me llevo su espada como trofeo, será un arma más valiosa si lo he matado con una espada angélica que si ha muerto bajo mi propia espada demoníaca. Es el choque entre la luz y la oscuridad, entre esencias contrarias, lo que genera el poder…
«… y la vida», añado, recordando que de esa manera nacen nuevos ángeles y demonios.
—Sí, bueno, es uno de los grandes misterios de nuestro mundo —sonríe Angelo; parece que se le ha pasado del todo el enfado.
Reflexiono sobre lo que acaba de decirme. Es enrevesado, pero muy simple en el fondo. Sigue basándose en el principio fundamental de la lucha entre dos fuerzas esencialmente diferentes. Tan sencillo como eso.
«No me haría gracia que la espada de mi padre se invirtiera, ¿sabes? », comento. «Prefiero que siga manteniendo su esencia. Que sea una espada angélica, y no demoníaca».
—Me gustaría complacerte —replica él con una mueca—, pero resulta que en mi lista de prioridades está antes mi seguridad personal que la memoria de tu padre. Así que seguiré usando esa espada si lo considero necesario para borrar mi rastro. Y a ti debería importarte también —añade antes de que pueda protestar—, porque si yo muero y te quedas sin enlace, estarás totalmente perdida y habrás desperdiciado cualquier oportunidad que te quede de irte por el túnel de luz. Un fantasma sin enlace es poco más que un cero a la izquierda. ¿Queda claro?
«Clarísimo», refunfuño. No se me ha olvidado el dolor y la desesperación de los fantasmas perdidos, y no tengo la menor intención de convertirme en uno de ellos.
«También me ha quedado claro que ya no tienes nada con que negociar, y ya he comprobado que, sin espadas que vender, tú también eres poco más que un cero a la izquierda, así que ya me dirás qué piensas hacer ahora».
—En eso te equivocas —sonríe Angelo—. Sí tengo algo con lo que negociar: información. Y sé de alguien que la intercambia gustosamente.
«¿Ah, sí?», pregunto, intrigada. «Ah», digo, en cuanto caigo en la cuenta. «Oh. Oh, no. Otra vez no».
Angelo sonríe de nuevo. Me temo que nos aguarda otra visita al Sony Center.
Afortunadamente, como estoy muerta, mis nervios pueden soportar la idea de toparme otra vez con Nergal. Pero mi memoria sigue ahí, intacta, y resulta difícil pasar por alto lo que sucedió la última vez que me encontré con él en vida. No estoy de humor para mirarle a la cara otra vez, de modo que me quedo flotando por la plaza, un poco más alejada, mientras Nergal y Angelo hacen tratos.
«¿Y bien?», le pregunto, intrigada, cuando se reúne conmigo y Nergal se aleja entre la multitud.
Angelo suspira.
—Ravana está muerto —anuncia—. Lo abatió Abdiel hace ya más de ciento cincuenta años.
«Tío, en serio, deberíais tener un censo», comento. «No puede ser que quieras contar con alguien y te enteres de que lleva siglos muerto. No puede ser bueno para tu vida social».
—Los ángeles sí tienen un censo, o algo parecido, aunque solo lo usen para tachar más y más nombres de la lista año tras año. Pero eso no va con nosotros.
«Demasiado control para vuestro gusto, ¿eh? Bueno, pues has de saber que si alguien guardara registro de todos los demonios que existen, no estarías ahora rompiéndote la cabeza tratando de averiguar si Azazel existe o no».
—No he necesitado romperme la cabeza —replica Angelo con una sonrisa de triunfo—. Tal como yo sospechaba, existe una secta en torno al mito de Enoc, y precisamente en Italia. Pero no en Venecia, donde conocí a Ravana, sino en Florencia. Por lo que sé, creen, en efecto, que Azazel y los suyos fueron castigados por algo que hicieron en un pasado remoto. Hay un culto en torno a esos demonios caídos en desgracia.
«¿Y eso te lo ha contado Nergal?», pregunto, sorprendida. «¿A cambio de qué?».
—De la información que he traído de Shanghai. Nebiros, el virus, todo eso.
«¿¡Qué!?», me escandalizo. «¿Se lo has contado todo a ese espía de tres al cuarto? »
—¿Y por qué no? ¿A mí qué más me da que lo sepa o no? Lo que Nergal haga con esa información es cosa suya. He venido a averiguar quién mató a tu padre para ver si así te largas de una vez… no a salvar al mundo. Y quedé con Hanbi en que le contaría lo que averiguase para saldar mi deuda con su señor. Ese era el trato, pero en ningún momento me comprometí a no revelarlo a nadie más.
Le miro, asqueada.
«No tienes principios, Angelo».
—No tengo principios —admite él—, pero tengo una pista. Que es mucho más de lo que tendría si nos limitásemos a hacer las cosas a tu manera.
«
Touchée
», suspiro. Y, tras un momento de silencio, añado: «Así que Florencia, ¿eh?».
Florencia… por lo menos, está más cerca que Shanghai. Algo es algo.
Lo cierto es que, comparado con el viaje a China, este se me ha hecho muy corto. Ha sido subir al avión y, poco después, ya estábamos bajando. Vuelo directo a Florencia, cortesía de
Air Berlin
.
Lo demás también ha sido rápido. Taxi, llegada al hotel, acomodo y vuelta a las calles. Ni Angelo ni yo necesitamos en realidad un hotel, ni una cama donde dormir. Después de todo, él es un demonio y yo soy un fantasma. Pero he comprobado que mi enlace se siente mucho más cómodo si tiene un espacio propio al que pueda considerar su base de operaciones… por llamarlo de alguna manera.
Me cuenta que vivió en Florencia hace un tiempo, pero que no llegó a conservar su casa aquí. Pese a ello, avanza por la ciudad con bastante soltura. No sé cuánto habrá cambiado este lugar desde que Angelo estuvo aquí; pero conserva un montón de monumentos antiguos, iglesias, conventos,
palazzi
y casas-torre, y, por supuesto, la gran catedral con la inmensa cúpula que se ve desde casi cualquier punto del centro. Aunque estemos en pleno siglo XXI, algunos rincones de Florencia conservan todavía un cierto sabor medieval.
Eso quizá explique que Angelo haya podido orientarse con tanta facilidad. Tiene una gran cantidad de puntos de referencia.
Y, sin embargo, algo me dice que no se había pasado por aquí en varios siglos.
Mis sospechas se confirman cuando un rato después se detiene, desconcertado, ante un
palazzo
que tiene toda la pinta de llevar décadas abandonado.
Es una casa de tres plantas que hace esquina. Está situada en una zona privilegiada, cerca del centro y del río, pero retirada del bullicio de la zona turística. La observo con aire crítico. Un letrero plantado ante la fachada informa de que es un edificio del siglo XIV, lo cual no es tan raro tratándose de Florencia, cuyas calles están salpicadas de casas similares. La mayor parte de ellas están restauradas o muy bien conservadas, incluso hay comunidades de vecinos viviendo en ellas, o sirven como museos, o tienen comercios en los bajos… pero este
palazzo
está abandonado del todo. Nadie se preocupa por limpiar los grafitis de las paredes, y las ventanas, protegidas por rejas cruzadas, no parecen haberse abierto en años.
«Er… ¿qué hacemos aquí?», interrogo cuando me canso de esperar.
Angelo sacude la cabeza.
—Habría jurado que era esta casa —murmura—. Aquí vive… o vivía… madonna Constanza, una dama diablesa que estaba al tanto de todo lo que sucedía en la ciudad. Nadie movía un dedo sin que ella lo supiera. Nadie emprendía un proyecto importante sin pedirle permiso.
«Ya. ¿Y eso cuándo fue, exactamente?», pregunto con sorna.
—No hace tanto —se defiende él—. Bueno… —reconoce, pensativo—, la verdad es que unos quinientos años como mínimo sí que habrán pasado…
Resoplo con impaciencia.
«¿Lo ves? Tienes un concepto distorsionado del tiempo. En medio milenio, chaval, pueden pasar muchas cosas, y una diablesa puede cambiar de residencia o, quién sabe, tal vez haberla palmado en Combate contra un ángel».
—Quinientos años no es nada en comparación con lo que yo he vivido —replica con cierta arrogancia.
«Bueno, pues es muchísimo en comparación con lo que he vivido yo», le espeto. «Y ahora, espabila y haz lo que tengas que hacer. A ser posible, antes de que se acabe el mundo».
Angelo se encoge de hombros y llama a la puerta. Los aldabones tienen forma de pequeños diablillos que sostienen los aros entre los dientes. Si Angelo está en lo cierto, desde luego era una forma muy sutil de avisar que se trataba de la casa de un demonio.
Sinceramente, no creo que conteste nadie. Aguardamos unos minutos… pero, en efecto, la puerta no se abre.
«Voy a curiosear», anuncio, y antes de que Angelo pueda impedírmelo, atravieso la puerta —¡las ventajas de ser un ectoplasma!— y me cuelo en la casa.
Voy a parar a un pasillo oscuro de techo abovedado que desemboca en un patio interior algo desangelado. Las paredes están desnudas y muestran manchas de humedad. Las columnas que sostienen los arcos del patio tienen ya algunas grietas. Las ventanas parecen totalmente selladas.
Recorro las habitaciones, pero en todas ellas existe la misma sensación de abandono. Las de la planta baja, además, están especialmente estropeadas. El olor a humedad y a cerrado es mucho más intenso allí.
No hay muebles, ni cuadros, nada. Si una diablesa vivió aquí alguna vez, desde luego hace tiempo que se buscó otro lugar de residencia.