Read Dos velas para el diablo Online
Authors: Laura Gallego García
Tags: #Fantástico, infantil y juvenil
—Comprendo —asiente Nergal—. Ciertamente, has acertado: me interesa mucho disponer de esa información. De acuerdo: esperaré un tiempo prudencial y, entretanto, no enviaré a nadie tras de ti, por muy tentador que sea el precio que le pongan a tu cabeza. Pero si después de ese tiempo prudencial no he tenido noticias tuyas, o si esa información no resulta ser tan interesante como me has prometido… yo mismo me encargaré de atraparte y hacerte pagar tu deuda. ¿Queda claro?
—Cristalino —asiente Angelo con una sonrisa confiada.
De camino hacia su casa, le pregunto con curiosidad: «¿De verdad vas a traicionar a tu señor contándole todo lo que averigües a ese mercenario?». Angelo se encoge de hombros.
—Si no se lo cuento yo, algún otro lo hará. Y si él me mata antes de que pueda descubrir nada más, no le serviré de gran cosa a nadie.
«Mira que llegáis a ser retorcidos los demonios», suspiro. «Aunque, a estas alturas, no sé de qué me sorprendo. Bueno, y ahora… ¿qué piensas hacer? », pregunto.
—Ir a ver a Orias, por supuesto.
«¿Y tienes con qué pagarle una visión?», lo interrogo, recordando que me ha dicho que las cobra caras.
—Tal vez —murmura Angelo. No da más explicaciones, pero lo veo acariciar el pomo de la espada que le ha arrebatado a Alauwanis.
«Bueno, pues nada, vayamos a visitar a ese tal Orias», suspiro, resignada. «¿Vive muy lejos de aquí?».
—Solo un poco —responde Angelo, y sonríe.
N
O
me lo puedo creer… ¡Estamos en Shanghai!
Llevo protestando todo el viaje, pero Angelo, directamente, ha pasado de mí. Lo he visto hacer el equipaje, reservar plaza (solo una, porque yo no necesito) en un vuelo para Shanghai, vía París, montar en taxi camino al aeropuerto y pasar tranquilamente, con espada demoníaca y todo, por todos los controles de seguridad. Le he dado la paliza durante las diez o doce horas que ha durado el viaje, pero se ha limitado a encender la miniconsola de videojuegos del asiento y hacer solitarios… ¡todo el tiempo!, como si yo no existiera.
Al final, le he dejado en paz por puro aburrimiento.
Vale, yo no quería ir a Shanghai. No pinto nada en China. No me apetecía nada irme a la otra punta del mundo porque sí.
Pero he de reconocer varias cosas:
1) Que no tengo más remedio que ir a donde vaya Angelo, me guste o no.
2) Que soy un fantasma con mucho tiempo por delante y nada mejor que hacer.
3) Que entre recorrer el mundo a patita y hacerlo en avión, primera clase, hay un abismo. Porque, aunque el viaje es largo, de haber ido con mi padre, habríamos tardado meses.
De hecho, con él llegué muy lejos; hasta el Tíbet, para ser más exactos, pero nunca fuimos más allá. Y Shanghai está en el extremo oriental de China, pegado al mar.
Aquí vive Orias, el demonio que conoce el futuro. Angelo no ha tenido que investigar ni preguntar a nadie: sabe perfectamente dónde encontrarlo, lo cual me lleva a pensar que, al contrario que la mayoría, este es un demonio que prefiere estar localizable. Aunque sea en el otro extremo del globo.
«No puedo creer que me hayas traído hasta aquí», le digo al salir del aeropuerto.
—Ya ves —responde Angelo con un encogimiento de hombros, mientras busca un taxi.
Enseguida aparece uno. El taxista acude, presuroso y sonriente, a guardarle la maleta (un maletín de viaje pequeño que ha podido llevar consigo en el avión sin necesidad de facturarlo), y Angelo se acomoda en el asiento de atrás. Naturalmente, no tengo otra opción que acompañarle.
La sonrisa del taxista se desvanece cuando Angelo le habla en perfecto chino mandarín. Se ha dado cuenta de que este occidental no es un turista más; probablemente sabe de sobra cuánto debería costarle el taxi y, por tanto, no va a poder cobrarle de más.
A través de la ventanilla del taxi veo los altísimos edificios de Shanghai, torres de acero y cristal que atraviesan un cielo gris, neblinoso. Todo parece enorme, inmenso. Nunca había visto antes una ciudad remotamente parecida a esta. Por una parte, parece que haya viajado en el tiempo veinte años hacia el futuro; por otra, la ciudad da la impresión de estar muriendo, ahogándose en su propio cemento.
No sé si será porque en los últimos años mi padre procuró que viajáramos a través de espacios naturales, evitando las grandes ciudades en la medida de lo posible; pero el caso es que Shanghai me aturde y me intimida.
Naturalmente, esta ciudad debe de ser un hervidero de demonios: les encantan los sitios como este.
El taxi nos deja ante un hotel de cinco estrellas. Parece que a Angelo le gusta vivir bien.
«¿No tienes casa en Shanghai?», pregunto, consciente de que la mayor parte de los demonios poseen viviendas en varias ciudades del mundo. Probablemente, el piso de Angelo en Berlín sea solo uno de tantos otros. Casi seguro que tiene uno parecido en Madrid.
—No —responde él—. Me temo que tendremos que alojarnos aquí.
«No tengo ningún inconveniente», respondo. «De hecho, no necesito ningún tipo de alojamiento. Estoy muerta, ¿recuerdas?».
—Resulta difícil olvidarlo cuando me lo repites veinte veces al día —refunfuña Angelo.
Pero no nos quedamos mucho tiempo en el hotel. Por lo visto, hemos quedado con Orias esta misma tarde. Hay que reconocer que, aunque Angelo no sea un demonio poderoso, al menos es eficiente.
Así que, apenas un rato después, estamos paseando tranquilamente por la ciudad. Me llama la atención el color tan extraño del cielo, de un gris sucio que no había visto nunca.
«Parece que va a llover», comento, por decir algo.
—No va a llover —replica Angelo—. Es contaminación.
Me quedo de una pieza.
«¿Con… taminación?», repito. «¡Pero si apenas se ve el sol!».
—Pues ahí lo tienes —y añade con un poco de rabia—. Alégrate de no poder respirar este aire.
«Me encanta el tacto con el que tratas el delicado tema de mi muerte», comento con sorna, pero me callo, de pronto, al advertir algo importante: a Angelo le molesta la contaminación. ¿Cómo es posible? ¡Pero si la inventaron ellos! ¡Pero si los demonios hacen todo lo posible para que: primero, las personas se destruyan unas a otras, y segundo, las personas destruyan el planeta!
«¿A ti no te gusta esto?», pregunto, incrédula.
Angelo desliza la mirada de sus ojos rojos por el paisaje urbano de Shanghai. Coches, ruido, humo y gente, mucha gente.
—Este era nuestro objetivo —reconoce—. Que no quedara nada intacto. Que reinaran el caos y la destrucción en el mundo. Pero eso solo significaba algo porque los ángeles estaban al otro lado para impedirlo. Ahora que ya nada puede detenernos, dime, ¿qué sentido tiene? ¿Qué haremos cuando ya no quede un solo árbol en pie, cuando no haya un río sin contaminar, cuando hasta la última criatura de este planeta se haya extinguido? ¿Qué nos quedará por destruir?
Me quedo mirándolo, perpleja. Jamás se me había ocurrido pensar tal cosa. Y, sobre todo, jamás habría imaginado que semejante reflexión pudiera salir de la boca de un demonio.
«¿Y sois muchos… los que pensáis así?», me atrevo a preguntar.
Angelo vuelve a la realidad, me mira y sonríe.
—Si así fuera, no te lo diría —replica.
Y ya no añade nada más.
Para cuando llegamos al Bund, el elegante paseo que se extiende junto al río Huangpu, reliquia de la época del colonialismo occidental, ya se ha hecho de noche. Al otro lado del río se alzan los fantásticos edificios futuristas de la Shanghai postmoderna: la altísima torre de la televisión a la que llaman la Perla de Oriente, los rascacielos que la escoltan, cada uno de ellos lanzando al cielo sin estrellas una lluvia de luces de colores e imágenes publicitarias.
Nos abrimos paso por entre una auténtica marea humana. Hay gente en todas partes, gente paseando, gente riendo, gente parándose en los puestos callejeros… ¿De dónde sale tanta gente?
De pronto se detiene ante nosotros un vendedor ambulante y le ofrece a Angelo una simpática diadema con dos demoníacos cuernos rojos que brillan en la oscuridad. Hemos visto ya a decenas de jóvenes que se pasean coronados con esos refulgentes cuernos de diablillo, que parecen estar de moda por aquí, pero Angelo se fija en el objeto por primera vez cuando el vendedor se lo planta delante de las narices.
Me desternillo de risa mientras mi compañero lanza al pobre hombre una mirada incendiaria. Lo siento, no puedo evitarlo, es demasiado divertido.
«¡Vamos, Angelo, póntelos!», le pincho. «¡Que resulta frustrante saber que eres un demonio y no poder contárselo a nadie!».
Angelo no se digna contestarme. Solo cuando el vendedor ha puesto pies en polvorosa, intimidado por su mirada, me dice con una voz peligrosamente suave:
—Mira a tu alrededor y dime dónde están los demonios.
Intrigada, me elevo por encima de la multitud y echo un vistazo.
Montones de destellos rojos iluminan la masa de gente. Inofensivos cuernos de juguete. Maliciosos ojos de brillo rojizo.
Maldita sea, hay muchos más demonios de lo que yo creía. Naturalmente, ninguno de ellos lleva los ridículos cuernecitos luminosos. Los humanos que se han adornado con ellos parecen felices y despreocupados, sin imaginar que las criaturas a las que intentan parodiar son reales, muy reales, y que los acechan bajo el aspecto de personas normales y corrientes.
Y más allá, junto al pretil del río, brillan, mustias y apagadas, las blancas alas de otro ángel perdido.
Reprimo el impulso de acudir junto a él cuando recuerdo a la chica del bar en Berlín.
Este es nuestro mundo, me digo a mí misma mientras desciendo, lentamente, hasta el suelo, donde me espera Angelo.
«No he visto ningún demonio con cuernos», comento, para no tener que compartir con él la impresión que me he llevado de mi breve exploración. «Qué decepción: otro mito que cae».
Mi compañero se ríe ante mi observación.
—No es un mito, en realidad. Los demonios adoptábamos formas pavorosas en tiempos pasados. Cuernos, pezuñas, ese tipo de cosas que impresionaban e intimidaban a los humanos y los hacían más tratables.
«¿Y a qué se debe el cambio de táctica?».
—Al escepticismo de la raza humana, que se ha vuelto sumamente incrédula. Pero, sobre todo, a vuestra desconfianza.
«¿Desconfianza?».
—Ya no escucháis a nadie que consideréis diferente. Aunque sea humano. Así que, para seguir manteniendo nuestra influencia sobre las personas, simplemente nos mezclamos con ellas.
«Ah, claro. Es decir, que antes teníais que asustarnos y ahora os limitáis a ganaros nuestra confianza para apuñalar por la espalda. Encantador comportamiento el vuestro, pero ya se sabe… los demonios nunca habéis destacado, precisamente, por vuestro respeto hacia la especie humana».
—¿Ah, sí? ¿Acaso crees que los ángeles no hacían lo mismo?
«¿El qué? ¿Aparecerse como enormes monstruos con cuernos, alas membranosas y patas de cabra?».
—Eh, que las alas forman parte de nuestra esencia —se defiende Angelo—. Lo más natural para nosotros, tanto para unos como para otros, era encarnarnos en un cuerpo alado. Y debo decir que los ángeles siempre exageraron mucho con el tema de las alas. A algunos les gustaba aparecerse hasta con tres pares de alas, para impresionar. Apenas se les veía la cara entre semejante maraña de plumas.
«Estás hablando de los serafines», puntualizo. «La tradición los representa con tres pares de alas, pero sigo sin ver qué tiene eso de monstruoso».
—Cierto, los ángeles no se mostraban horribles y amenazadores… solo insoportablemente bellos y perfectos. Ah, sí, los humanos enloquecían por ellos, les dedicaban templos, los tomaban por dioses hermosos y omnipotentes.
«Venga ya. Los ángeles no son dioses, y nunca pretendieron serlo», protesto. «Eso solo lo hacíais los demonios».
Angelo se carcajea de mí.
—¿Eso crees? Estudia la mitología de cualquier pueblo, en cualquier época. En la mayoría de los casos encontrarás relatos de guerras, disputas o batallas entre dioses benévolos y dioses caóticos —sacude la cabeza—. Bajo distintos nombres, bajo distintos aspectos, siempre fuimos nosotros. Angeles y demonios, enzarzados en una guerra que los mortales nunca comprendieron.
»Pero resultó que, con el tiempo, algunos ángeles empezaron a admitir que se los adoraba como a dioses de un mundo que, en realidad, no habían creado. Y comenzaron a hablar a los humanos de algo que estaba por encima de ellos, de un Dios universal, que era el responsable del mundo que luchaban por mantener desde el principio de los tiempos. Al final, los humanos dejaron de creer en los dioses antiguos, y ese fue uno de los motivos que contribuyeron a que los ángeles terminaran de creerse su propia mentira.
«Ya, claro, y eso de que los demonios son malvados y tratan de destruir al ser humano y a todo lo que existe es otra invención de los ángeles, ¿no?», replico con sorna.
Angelo me dedica una deslumbrante sonrisa.
—No, esa parte de la historia es totalmente cierta —admite—. Pero verás… resulta que nadie ha visto nunca a Dios. Ni los demonios que supuestamente fuimos castigados por él… ni los ángeles que dicen ser sus mensajeros. Nadie. Desde el principio de los tiempos.
«Eso no es del todo exacto», protesto. «Lo que sucede es que lo habéis olvidado».
—¿Tú crees? —interroga Angelo, pero el tono burlón de su voz ha desaparecido; ahora se muestra serio y reflexivo—. ¿Cómo podríamos… todos los miembros de ambas razas… haber olvidado algo tan importante? Si Dios existe y es tan grande y poderoso como afirman los ángeles, ¿cómo podríamos haber estado alguna vez en su presencia y no recordarlo?
«No puedes estar seguro de eso. Después de todo, tal vez las distintas religiones del mundo sí contengan pequeños retazos del recuerdo que los ángeles tienen de Dios, ¿no te parece?»
Angelo sacude la cabeza, como si hubiese dicho algo absurdo.
—Lo que los ángeles crean recordar no es importante. Son una raza desesperada, en vías de extinción, que se siente abandonada a su suerte, traicionada por un destino cruel. Necesitan creer en algo que dé un sentido a todo lo que están sufriendo. A pesar de todo, si Dios existiera, nosotros lo recordaríamos con más claridad que ellos.
«¿Y eso por qué, si puede saberse?»
—Porque, según su versión, Dios nos castigó por habernos rebelado contra él. Ya que la primera guerra del cielo, si es que en realidad tuvo lugar, fue entre dos facciones de ángeles, y tras nuestra derrota fuimos transformados en lo que somos. Y dime… ¿no crees que es un hecho demasiado importante como para haberlo olvidado? ¿Crees que el propio Lucifer habría olvidado semejante derrota? ¿Crees que no recordaría que fue un ángel en el pasado? ¿Cómo podría alguien olvidar algo así?