Read Dos velas para el diablo Online
Authors: Laura Gallego García
Tags: #Fantástico, infantil y juvenil
Mi aliado, por su parte, hace lo que puede. Retrocede, esquiva, se defiende de los ataques de su rival, pero en cualquier momento bajará la guardia y cometerá un error, y entonces…
Tengo que hacer algo. Tengo que ayudar a Angelo como sea, pero ¿cómo?
Esto es frustrante. Odio ser un fantasma, en serio. No puedo sostener una espada, no puedo pelear, no supongo una amenaza ni un peligro para nadie, a juzgar por el hecho de que los demonios, en general, ni siquiera se fijan en que estoy flotando por aquí.
Eh, un momento. Es verdad, no se ha fijado en mí. Para él soy parte del escenario, como una farola o un coche aparcado junto a la acera. Como ni siquiera se ha parado a mirarme, no se ha dado cuenta de que yo soy la chica de la que han estado hablando, ni tampoco espera que intervenga en la pelea de ninguna manera. Por lo que he podido observar, parece que, en general, los fantasmas se limitan a mantenerse lejos de cualquier demonio con el que puedan llegar a cruzarse.
Eso me da una oportunidad. Si pudiera…
Me acerco a los combatientes intentando no llamar la atención. Me sitúo fuera de los círculos de luz creados por las farolas y aguardo, intranquila, a que pasen cerca de mí.
Angelo esquiva un golpe que le pasa a un par de milímetros de la piel. No aguantará mucho tiempo más. Es lo que tiene haber escogido como enlace a un demonio del montón, que necesita la ayuda de un simple fantasma en cuanto le desafía alguien un poco poderoso. Si esto sale bien, se lo voy a estar recordando todos los días hasta que pueda marcharme por el túnel de luz. Vaya que sí.
Y entonces, por fin cambia la suerte: los dos demonios, uno atacando y el otro defendiéndose como puede, han llegado hasta donde yo estoy. Angelo me da la espalda. Perfecto.
En ese mismo momento, un rapidísimo golpe de Alauwanis le hace perder el equilibrio, apenas una centésima de segundo, pero suficiente como para que nuestro enemigo adquiera ventaja. Ahora. Tengo que intervenir ahora, o será demasiado tarde.
Me lanzo hacia delante, envolviendo a Angelo entre mis brazos fantasmales y asomando la cabeza por encima de su hombro.
«¡Fuera de aquí!», grito con todas mis fuerzas, esperando que su percepción sea tan sensible a la voz de los fantasmas como la de Angelo. Alauwanis da un respingo y retrocede apenas un paso, con un gruñido irritado. Tarda menos de un segundo reaccionar y volver a centrarse en su oponente, pero es demasiado tarde: mi compañero ha sabido aprovechar la breve ventaja que le he concedido, y el filo de su espada se hunde en el cuerpo de su enemigo.
Floto por encima de ambos para contemplar, desde arriba, cómo el demonio cae a los pies de Angelo. Aún le oigo murmurar unas últimas palabras.
—No podréis evitarlo… está profetizado…
Y muere.
Dicho así suena prosaico, ¿verdad? Pues no lo es. Pero es que me cuesta encontrar palabras para describir lo que puede ser la muerte de un demonio… o de un ángel. La muerte siempre nos conmociona, nos aturde, nos asusta. Y eso si hablamos de seres humanos. Imaginad lo que debe de suponer la muerte de una criatura que lleva cientos de miles de años existiendo. Un ser a quien nuestros antepasados temieron hasta el punto de incorporarlo a sus leyendas. A quien muchos adoraron como a un dios.
Será que eso de haber experimentado mi propia muerte me ha vuelto más sensible a las defunciones ajenas. En otros tiempos, jamás habría lamentado la muerte de un demonio, y menos de uno que quisiese acabar conmigo.
Pero ahora no puedo evitarlo. Una parte de mí lo siente.
Y otra parte de mí experimenta una curiosidad malsana hacia el hecho de que Alauwanis la haya palmado. Miro a mi alrededor, interesada. ¿Se convertirán los demonios en fantasmas? ¿Flotarán a través del túnel de luz? ¿Veré a Alauwanis marcharse adondequiera que debería haberme ido yo?
Pues nada de nada. Ni fantasmas ni túneles… Alauwanis parece haberse ido, sencillamente.
«
Cuando un demonio muere, otro debe nacer
», recuerdo de pronto. Así reza la Primera Ley de la Compensación. Interesante. ¿Se reencarnarán los demonios?
¿Se reencarnarán… los ángeles? ¿Significa eso que si atravieso el túnel de luz no encontraré a mi padre esperándome al otro lado? La idea resulta aterradora y angustiosa.
—Cat —me llama de pronto Angelo, interrumpiendo mis pensamientos.
Se ha inclinado junto al demonio caído y lo observa, muy serio. Si no fuese porque creo conocerlo bien, diría que está temblando. Bueno, ¿y por qué no? Ha estado a punto de ser atravesado por la espada de Alauwanis. Hasta un demonio milenario como él debe de tenerle cierto respeto a la muerte, ¿no?
Floto hasta situarme a su lado. Sí, parece asustado. Supongo que el tal Alauwanis era, en efecto, demasiado poderoso para él. Y eso que era solo un jefecillo menor.
«¿Qué?», pregunto, y aguardo a que me dé las gracias por haberle salvado el pellejo.
—¿Has oído lo que ha dicho?
Finjo que no sé de qué me habla.
«Sí, claro», respondo. «Ha dicho que eres un jovenzuelo arrogante y que yo era una chica excepcional».
Bueno, qué pasa, lo ha dicho, ¿no?
—No me refiero a eso —replica, y constato con satisfacción que le ha picado—. Ha hablado de una profecía.
«Sí, esto también lo he oído», contesto con indiferencia. Aún estoy esperando que me dé las gracias. «No sabía que los demonios creyeseis en esas cosas».
—Creemos en esas cosas porque, en efecto, tenemos formas de conocer el futuro.
Reflexiono sobre lo que acaba de decir.
«Ah, es verdad. Muchos tratados de demonología atribuyen a algunos demonios poderes adivinatorios. A Nebiros, sin ir más lejos».
—Sí, pero eso es mentira —sonríe Angelo limpiando despreocupadamente la espada de mi padre—. Muchos demonios a lo largo de la historia se las han dado de adivinos, pero lo cierto es que solo uno de nosotros tiene el poder de ver el futuro.
«¿Ah, sí? ¿Quieres decir, entonces, que las distintas profecías formuladas por demonios…?».
—Todas tenían una misma fuente —confirma mi aliado—. Todos aquellos demonios que han profetizado hechos futuros no hacían otra cosa que repetir las palabras de una única persona.
»El demonio en cuestión ha tenido muchos nombres, pero los demonólogos occidentales lo identifican con el nombre de Orias, que es la identidad que suele utilizar últimamente.
«Orias… ¿qué es, una especie de oráculo? ».
—Algo así. Pero no te imagines a un pobre tipo torturado por sus visiones. Las controla muy bien, y las vende caras. No todo el mundo puede permitirse el lujo de una consulta con él.
«Vaya», comento solamente. Sí, de verdad me había imaginado a un demonio sacudido por convulsiones, permanentemente en trance y balbuceando palabras sin sentido. Pero supongo que esas cosas solo pueden pasarnos a los humanos, no a los demonios. «¿Tú has hablado con él alguna vez?», pregunto con curiosidad.
—Hace mucho tiempo —y desenfoca los ojos, con esa mirada ausente que adoptan tanto ángeles como demonios cuando tratan de recordar—. No sé decirte cuánto. Pero sí sé que fue en África, quizá en lo que hoy es el Congo, quizá en Nigeria. Pero entonces, Orias no se llamaba Orias. Los nativos lo llamaban Orumbila…
Trato de hacerle volver a la realidad:
«Todo esto es muy interesante, pero mejor será que lo discutamos en otro lado, ¿de acuerdo? Hay un cadáver a tus pies, tienes una espada en la mano y no resulta una imagen tranquilizadora, ¿sabes? Si viene alguien……
—No va a venir nadie —me corta Angelo envainando la espada de mi padre y ajustándose la de Alauwanis a la espalda—. Es verdad que los humanos tenéis un instinto de supervivencia bastante atrofiado, pero todavía sois capaces de intuir cuándo no debéis internaros en un callejón oscuro donde hay demonios peleando. No pasará nadie por aquí hasta que me haya marchado, te lo aseguro.
«Si tú lo dices…», murmuro, no del todo convencida. Me quedo más tranquila al ver que Angelo echa a andar, dejando el cuerpo de Alauwanis tras de sí. Ya sé que no vale la pena tratar de convencerlo de que muestre un poco más de respeto por los semejantes a los que mata, sea o no en defensa propia, así que intento volver a centrarme en el tema que estábamos debatiendo:
«¿Quieres decir que el señor demoníaco que está detrás de esto ha acudido a Orias en busca de una profecía? ¿Y que él le ha dicho que su plan, sea cual sea, va a funcionar?».
—
«No podéis evitarlo… está profetizado…»
—repite Angelo las palabras de Alauwanis—. Solo Orias podría profetizar algo, cualquier cosa, así que solo él podría decirnos si es realmente Nebiros el demonio al que estamos buscando.
«Yo creo que eso está bastante claro», señalo. «Alauwanis trabaja para él, ¿no?».
—Hace cuarenta años trabajaba para él —puntualiza Angelo—. Y es cierto que cuarenta años no son demasiado para un demonio, pero más vale que nos aseguremos antes de decirle nada a Hanbi.
«¿Hanbi…? Ah, ya, el tipo del bar. Me parece bien», asiento. «Entonces, ahora que sabemos seguro que Johann trabajaba para Alauwanis, no hace falta que veamos a Nergal para nada, ¿no?».
Los ojos rojos de Angelo se abren como platos, e inmediatamente suelta una retahila de tacos y maldiciones en lenguaje demoníaco, que no voy a reproducir aquí porque no son aptas para oídos delicados. Parece que mi encantador demonio se había olvidado por completo de su cita en el Sony Center, porque sale corriendo, dejándome atrás.
«¡Eh!», protesto, preocupada porque lo he perdido de vista. Decir que corre como una flecha es poco decir. Nunca había visto a nadie moverse tan rápido, y me preocupa no poder alcanzarlo… pero, de pronto, algo tira de mí con violencia y me veo volando a toda velocidad por las calles de Berlín. Enseguida diviso a Angelo, o a su sombra, deslizándose como un rayo por las aceras, torciendo esquinas, sorteando peatones, tan deprisa que nadie lo percibe siquiera. Es él quien tira de mí. O, mejor dicho, es mi vínculo con él lo que me impide alejarme demasiado de sus pasos. Maldita sea, es humillante. No solo he perdido mi vida, mi cuerpo y mi voz, sino que encima tengo que decirle adiós a mi preciada independencia. En serio, no es justo.
No tardamos en llegar al Sony Center, con su cúpula en forma de paraguas relumbrando en la noche con una luz violácea. Angelo alcanza a Nergal justo cuando está a punto de marcharse.
—Llegas tarde —le dice con un tono de voz que no presagia nada bueno.
—Lo… lo siento —balbucea Angelo; esta vez está asustado de verdad. Vaya; por lo visto, todo ese rollo de soy-un-poderoso-demonio-y-tú-solo-eres-una-pobre-humana se desvanece en cuanto alguien como Nergal le mira mal. Vale, de acuerdo, a mí también me da mucho miedo, pero, después de todo, yo soy humana, ¿no?—. He tenido una pelea de camino hacia aquí —añade mi aliado.
Los ojos de Nergal se fijan en las dos espadas que Angelo lleva cruzadas a la espalda.
—Ya veo —es su único comentario.
—Me salió al paso el demonio por el que tenía intención de preguntarte.
—Ya veo —repite Nergal—. De modo que ya no tienes necesidad de preguntarme nada.
—A no ser que puedas decirme para quién trabajaba —añade Angelo; parece que, poco a poco, va recuperando su aplomo—. Se llamaba Alauwanis, y venía de parte de alguien muy interesado en ver a Cat muerta. Parecía un asunto demasiado personal como para tratarse de uno de los tuyos.
—Alauwanis no trabajaba para mí —confirma Nergal—. Sin embargo, no tenía noticia de su presencia en Berlín.
—Sé que no puedes decirnos quién contrató a los señores de los espías para localizar y matar a Cat —prosigue Angelo—, pero nos bastaría con saber a quién obedecía Alauwanis en estos momentos. Lo último que tenemos claro es que estuvo bajo las órdenes de Nebiros no hace mucho.
—Mmm —murmura Nergal—, no veo qué beneficios puede reportarte seguir investigando este asunto. Ya veo que alguien se ha adelantado a mi gente y ha matado a la chica por mí —concluye, y me mira significativamente.
Doy un respingo y retrocedo un poco, asustada. Sin darme cuenta, me he acercado demasiado a Angelo, y está claro que Nergal ha reparado en mí. Me conoce, me recuerda y parece que me ha reconocido.
Intento hablar, pero no me salen las palabras. Nergal se ríe.
—Ah, esto me pasa por haberos concedido esa tregua de dos días —suspira—. Me he quedado sin el pago. En fin… me estaré volviendo blando con la edad —y sonríe casi bonachonamente.
—Por si te interesa saberlo… —interviene Angelo—, el demonio que mató a Cat obedecía órdenes de Alauwanis… y ambos están ya muertos.
Me sorprende el tono belicoso, casi fiero, que ha utilizado al hablar de mi muerte.
—Oh, ya veo —comenta Nergal—. Cuestión de propiedad, ¿eh?
—Algo así —asiente Angelo, y sonríe como un lobo.
Quiero intervenir y protestar que yo no soy propiedad de nadie, pero aún recuerdo muy bien lo que pasó la última vez que se me ocurrió replicarle al gran Nergal. Estuve varios días en cama, y eso que solo me miró con cara de mala uva.
Aunque, claro, bien mirado, era mejor estar en cama que estar muerta.
En cualquier caso, Angelo y yo tenemos que hablar acerca de eso de la propiedad. Muy seriamente.
—Debes de estar loco para acudir a la cita después de todo —prosigue Nergal—. Mis superiores me encargaron que encontrara a tu amiguita y la matara. ¿Cómo puedes estar seguro de que no me han ordenado que te quite de en medio a ti también?
—Precisamente he venido por esa razón. Para adelantarme a ellos. Porque es demasiado pronto para que hayan averiguado nada acerca de mí; nada, excepto lo que tú puedas contarles. Por eso quiero pedirte que me cubras las espaldas.
—¿A cambio de qué?
Ahora es Angelo el que sonríe.
—A cambio de información. Estoy detrás de algo importante y, teniendo en cuenta las precauciones que están tomando unos y otros para no desvelar sus secretos, deduzco que pagarías un buen precio por ellos.
Los ojos rojizos de Nergal relucen de forma siniestra.
—¿Estás seguro de que puedes revelarme esa información?
—No ahora —reconoce Angelo—, pero sí más adelante, cuando sepa qué está sucediendo exactamente. Sin embargo, sí puedo decirte algo: detrás de la muerte de Cat hay gente muy poderosa. Y tiene que haber razones igualmente poderosas como para que se tomen tantas molestias por una simple humana.