Diario de una buena vecina (23 page)

BOOK: Diario de una buena vecina
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Siente cierto miedo cuando empieza la noche, es algo que he descubierto. En una ocasión, cuando me dirigía a casa de Annie, la vi, la mejilla apoyada en la mano. Volvió la cara cuando le dije, Ah, Eliza, ¡buenas noches!... y, luego, cuando entré, preocupada, me hizo un ademán para que me sentara en la silla de madera contigua.

—Ve —me dijo—, una tiene que mantenerse ocupada, porque si no lo hace, el malhumor la come... —y se restregó los ojos y se puso a reír.

Y, luego, con gran sorpresa mía, se puso de nuevo el sombrero.

—¿Va a salir, Eliza? ¿No debería descansar?

—No. No debería. Debo moverme si me siento deprimida... —y salió de nuevo, avanzando con dificultad alrededor de la manzana, una figurita regordeta y valiente en la obscuridad.

No se preocupa por la cena, tal vez un pastelito o una ensalada. A menudo su amiga que vive enfrente la visita después de la cena, o escucha la radio. No le gusta la tele. Así pasa la noche, hasta meterse en la cama, muy tarde, a menudo pasada la medianoche.

Y, dos o tres veces por semana, de primavera hasta finales de otoño, va en viajes concertados a lugares históricos o rincones bonitos, organizados por la Seguridad Social o una de las dos iglesias que frecuenta. Porque Eliza es muy religiosa. Es anabaptista y también asiste a la iglesia anglicana. Va a la iglesia dos veces los domingos, por la mañana y por la tarde, también a tés, tómbolas y subastas de la iglesia, a conferencias sobre tareas misioneras en India y África. Asiste continuamente a bodas y bautizos.

Cuando me preguntó lo que hacía, yo se lo conté, dulcificándolo un poco, lo comprendió todo, porque ha trabajado para gente en posiciones de responsabilidad, y me hizo todo tipo de preguntas que no se me habrían ocurrido nunca, tales como: ¿Me parecía justo, al no tener hijos, ocupar el puesto de un hombre que podía tener una familia? Y le encanta hablar, no de los vestidos que lleva hace medio siglo, sino de la moda que ve por las calles en chicas jóvenes, que le dan risa, dice, parecen tan locas, parece como si las chicas se divirtieran mucho. Le gusta verlas, pero se pregunta si ellas saben lo que significa no tener nunca un vestido nuevo, sólo lo que encuentras de tu talla en la tienda de empeño.

A su pobre madre un día el marido la abandonó. Salió de casa y no supieron nada más de él.

Tenía tres hijos de corta edad, dos niñas y un chico. El chico, dice Eliza, no servía para nada, había nacido perezoso y nunca se ofrecía para ayudar, y también él se largó de casa a los catorce años, y nunca mandó m siquiera una postal de Navidad. La madre de Eliza había trabajado para ellas dos. Dejaban las sábanas, y, a menudo, sus vestidos en la tienda de empeño en la esquina de su casa, del lunes hasta el viernes, día en que los recuperaban. La mujer de la tienda solía apartar de la venta un buen abrigo para las niñas, o un par de zapatos de su talla. Les decía: Bien, si esta pobre alma no llega a tiempo de recuperarlo, seréis las primeras.

Una noche, Eliza sacó una postal antigua, de alrededor de la Primera Guerra Mundial, con una huérfana en harapos y pies descalzos. Después de examinarla, pensando que era muy romántica, porque así se presentaba a la pobre muchacha, arrinconada toda la dureza de la realidad, Eliza me dijo:

—Yo era esta muchacha... no, quiero decir que yo era así. Cuando contaba doce años, fregaba las escaleras de los ricos por un penique. No tenía zapatos y me dolían los pies del frío y el amoratamiento, también... Eran tiempos terribles —decía Eliza—, terribles. Y, no obstante, me parece recordar que éramos felices. Recuerdo que, con mi hermana, reíamos y cantábamos a pesar de que a menudo estábamos hambrientas. Mi pobre madrecita lloraba porque no podía mantenernos...

A pesar de que a Eliza no le gusta la televisión, cruza la calle para ver
Arriba y abajo
. Esto me molesta, pero me pregunto, ¿por que, entonces, escribo novelas románticas? La verdad es intolerable, ¡eso es todo!

¡La gran dama!

Se me ocurrió que Hermione Whitfield y similares (varones y mujeres), Vera, yo misma, somos en realidad las legítimas herederas de la dama filantrópica victoriana y hemos ocupado su puesto.

Aquí está mi nueva novela romántica:

Mi heroína es una dama sin título, pero esposa de un próspero hombre de finanzas. Vive en Bayswater, en una de las grandes casas de Queensway. Tiene cinco hijos, para quienes es una madre abnegada. Su marido no es un hombre cruel, pero es insensible. Lo describí utilizando un lenguaje que robé abiertamente de una carta en una de las virulentas revistas del movimiento de liberación de la mujer, que Phyllis solía dejarme encima de la mesa. El hombre es incapaz de comprender las mejores cualidades de ella. Tiene una amante, que ha instalado en Maida Vale, para alivio de nuestra heroína. Por lo que se refiere a ella, invierte su tiempo en visitas a los pobres, de los que hay un buen número. A su marido no le molestan tales actividades, porque la distraen de pensar en él. Ella sale a diario, vestida con sus sencillos pero bonitos vestidos, acompañada por una dulce criadita que la ayuda a transportar los recipientes de sopa y nutritivos budines.

Naturalmente, no me permito que estos enfermos y ancianos que ella mantiene sean gente de alguna manera difícil (a pesar de que a uno, un anciano con heridas de la guerra de Crimea, ella lo describe con una sonrisita de desaprobación como
difícil)
. Ninguno grita ni se enfada, como Maudie, o repite las mismas diez o doce frases en una o dos horas de visita, como si no lo hubieras escuchado cien veces anteriormente, o se pone mohíno y de malhumor. No, es posible que vivan en una terrible pobreza, sin saber de dónde les llegará su próximo mendrugo, viven a base de té, margarina, pan y patatas (excepto lo que les da la gran dama), es posible que no tengan carbón suficiente y tienen viles o brutales maridos o esposas que mueren de tuberculosis o de fiebres de parto, pero se muestran siempre como seres educados y galantes, y ellos y Margaret Anstruther gozan de una amistad basada en la apreciación real de las cualidades mutuas. Naturalmente, Margaret A. no padece vapores, languideces ni desmayos; no sugiero nada respecto de las terribles enfermedades psicosomáticas que aquellas pobres sufrieron en la realidad. Ella no se permite el tedio, que fue la verdadera causa de permanecer años en un sofá con dolor de espalda o una migraña. (He pensado en escribir un libro de crítica titulado
La importancia del aburrimiento en el arte
. Utilizaré a Hedda Gabler, cuya conducta peculiar era debida a que enloquecía de aburrimiento, como un caso ejemplar.) No, Margaret sufre sólo de amor no formulado por el joven médico a quien ve con frecuencia en aquellos pobres hogares, y que la ama. Pero el médico tiene una enferma y
difícil
esposa y a unas almas tan delicadas ni se les ocurre pecar. Se ven en lechos de muerte, de enfermos, y juntos alivian la condición humana, con sus miradas que se cruzan en ocasiones, canciones sin palabras, y brillan, rara vez, con una lágrima no vertida.

¡Menudo montón de antiguas tonterías! Bastante parecido a
Arriba y Abajo
, que me encantó, como a todo el mundo.

La investigación que he llevado a cabo (extensa) me ha provocado un verdadero respeto por estas heroínas desconocidas, las damas filantrópicas victorianas, a quienes sus maridos les perdonaban la vida, probablemente (¿en qué medida lo sabemos?), y a quienes ahora despreciamos. Es una lástima que, a menudo, guardaran silencio sobre lo que hacían, que con tanta frecuencia se escriba sobre ellas en vez de dejarlas hablar por sí mismas. Seguro que eran una casta dura, que sabían por lo cotidiano, año tras año afanándose y esforzándose, lo que Jack London, Dickens y Mayhew supieron tras breves incursiones en la pobreza y se batieron en retirada, porque ya tenían bastante realidad recogida. Cuando pienso en lo que representaba para ellos entrar en estas casas, a finales del siglo diecinueve, a principios del veinte, el
horror
puro, desnudo, frío, sombrío, mujeres agotadas, niños raquíticos, hombres convertidos en brutos... no, no, no seguiré. Sin embargo, hay algo que sé muy bien, y es que Maudie, Annie y Eliza son ricas y felices en comparación con esta gente.

Annie diría, mientras la gente que la ayuda entra y sale:

—Pienso en mi pobre madre, no tuvo nada de esto.

—¿Qué pasó, quién la cuidó?

—Se cuidó ella misma.

—¿Tenía salud?

—Le temblaban las manos, con frecuencia se le caían de las manos tazas y platos. Solía empujar una silla para aguantarse cuando se cayó y se rompió la cadera. Le llevábamos comida y un poco de cerveza negra a veces.

—¿Vivía sola?

—Vivió sola... años. Vivió hasta los setenta. La he superado, ¿no? ¡Diez años y más!

Sé muy bien que lo que oigo de Eliza sobre su vida no es totalmente cierto, probablemente nada parecido; pero le presto atención, como se la prestaría a un escritor de un cuento muy bien contado. Aquellos largos y cálidos veranos ¡jamás una sola nube! ¡Aquellas excursiones con su marido! ¡Aquellas comidas en el parque! ¡Aquellas Navidades! ¡Aquel grupo de afectuosos compañeros, se veían constantemente, jamás una palabra de enfado!

Hay ocasiones en que el velo se levanta, ah, sólo un momento. Lo censura todo, pobre Eliza, llena de moralidad, no puede comprender por qué una mujer puede hacer esto o aquello. Estuvo molesta durante días por una noticia del periódico respecto a una mujer entrada en años que había dejado a su marido por un hombre joven. Es una porquería, dijo, una porquería. Y, al cabo de un momento, con voz distinta, una voz apresurada y ensoñada: Si fuera ahora me podría haber ido, lo podría haber abandonado, y escaparme de...

Siento decir que, de nuevo, de lo que quería escapar era del sexo... Eliza no tuvo hijos. Quería tenerlos.

¿Visitó algún médico y preguntó?

—Ah, sí, dijo que yo no tenía ningún problema, tenía que pedir a mi marido que lo visitara.

—¿Supongo que él no quiso?

—Ah, no le podía pedir una cosa semejante, no lo hubiera escuchado –exclamó ella—. Ah, no, el señor Bates sabía muy bien cuáles eran sus derechos, sabe...

Abajo, Eliza, un ejemplo para todas nosotras...

Arriba, la deplorable Annie Reeves.

Con Vera Rogers almorzamos juntas, media hora al cruzarnos a toda prisa. Le dijo a Vera:

—Lo que me interesa es esto:
¿cuándo
tomó Annie la decisión de convertirse en lo que es ahora? Porque tomamos decisiones antes de saberlo.

—Ah no, no es así en absoluto. ¡Eliza siempre ha sido así, Annie siempre ha sido así!

—Menuda pesimista. Entonces, ¿no cambiamos?

—¡No! ¡Mira a Maudie Fowler! Imagino que siempre fue así. Hace poco me encontré con una prima al cabo de veinte años... Nada había cambiado, ni una sílaba, ni un hábito.

—Cielo santo, Vera, ¡es como para echarse desde un acantilado!

—No lo veo así, en absoluto. No, la gente es lo que es durante toda la vida.

—Entonces, ¿por qué te esfuerzas tanto con Annie?

—Aquí me has pillado. No creo que cambie. Lo he visto anteriormente, ha decidido abandonar. Pero, intentémoslo un poco más, si no te importa,
y
luego sabremos que hicimos cuanto pudimos.

Nuestra campaña a favor de Annie es algo humano e inteligente. Aquí está, una anciana abandonada, sin amigos, algunos familiares en algún lugar, pero su situación les parece una carga y un escándalo y no responderán a sus súplicas; pierde la memoria, aunque no la del pasado remoto, sólo lo que dijo hace cinco minutos; todos los hábitos y apoyos de una vida se deshacen a su alrededor, se mueven cuando pone el pie donde esperaba encontrar tierra firme... y ella, sentada en su silla, de repente se ve rodeada de caras sonrientes y bien intencionadas que saben exactamente qué hay que hacer para arreglarlo todo.

Mirad a Eliza Bates... todo el mundo exclama. Mirad cuántas amigas tiene, va a tantas excursiones, siempre sale y se mueve... Pero Annie no intentará andar bien, salir, empezar de nuevo una verdadera vida. Tal vez cuando llegue el verano, dice ella.

Por Eliza Bates he comprendido las muchas excursiones, viajecitos, tómbolas, fiestas, reuniones de las que Maudie podría disfrutar, pero no lo hace. Lo pensé de nuevo. Llamé a Vera, cuya voz en seguida, cuando supo lo que le preguntaba, pasó a ser profesional y llena de tacto.

—¿Qué estás diciendo? —le pregunté al final—. ¿Quieres decir que no tiene sentido que Maudie Fowler empiece algo porque no es verosímil que viva lo suficiente como para disfrutarlo?

—Bien, es algo milagroso, ¿no te parece? Puede seguir un año, se mantiene bien, pero...

Salí a visitar a Maudie un sábado, con un licor de cereza que traje de un viaje a Amsterdam, donde estuve para el desfile de primavera. Como Eliza, Maudie distingue, y disfruta, lo mejor. Nos sentamos una frente a la otra bebiendo y la habitación olía a cerezas. Fuera de las cortinas corridas una fina lluvia de primavera caía lenta y ruidosa de una cañería rota.

Ella se había negado a que los obreros del griego se la arreglaran.

—Maudie, quiero preguntarle algo sin que se enfade conmigo.

—¿Supongo que será algo malo?

—Quiero saber por qué no aprovechó nunca las excursiones al campo que organiza el ayuntamiento. ¿Fue alguna vez de vacaciones con ellos? ¿Qué hay del comedor público? Existen todas estas cosas...

Se quedó con la cara cubierta por una mano sucia del polvo del carbón. Había deshollinado su chimenea aquella mañana. Fuego: me cuenta que sufre pesadillas al respecto: Me podría morir en mi cama, dice del humo, sin saberlo.

Me dijo:

—Me las he arreglado sola y no veo la razón para cambiar.

—No puedo dejar de pensar en los momentos felices que podría haber pasado.

—¿Le he contado lo de la fiesta de Navidad, antes de conocerla? La policía celebra una fiesta. Subí al escenario y enseñé las rodillas. Supongo que no les gustó que enseñara mis enaguas.

Me imaginé a Maudie, levantándose su falda negra para enseñar sus calzones manchados, algo borracha, disfrutando.

—No creo que se tratara de eso —le dije.

—Entonces, ¿por qué no me han vuelto a invitar? Ah, no hay que preocuparse, tampoco iría ahora, en todo caso.

—Y todas esas cosas de la iglesia. Solía ir a la iglesia, ¿no?

—Iba. En una ocasión fui a tomar té y, luego, volví porque el vicario dijo que no era justa con ellos. Me senté allí me tomé mi té en un rincón, y toda la gente, ni me dieron la bienvenida, charla que charla entre ellos, yo podía muy bien no estar allí.

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