Diario de una buena vecina (27 page)

BOOK: Diario de una buena vecina
8.83Mb size Format: txt, pdf, ePub

Durante todo este año último he ido al médico para conseguir sus recetas, se las he encargado, porque ella no quiere ver al médico. No quiere.

—Maudie, debería verla un médico —le he dicho hoy.

—Si lo han decidido, deberé hacer lo que me dicen —malhumorada.

—No, debe decidirlo por sí misma.

—Es lo que dicen.

Advertí que desea que llame al médico, pero no lo dirá. ¿Le recetará más pastillas? Si un dictador quisiera dominar a una población, todo cuanto debería hacer sería aparecer en la tele y decir: Y ahora, todos, es la hora de tomar vuestra blanca pastillita. Sólo tomad la pastillita por mí, pequeños...

Si preguntáis a Annie, a Eliza: ¿Qué pastilla toma?, nunca se les ocurre responder: Tomo Mogadón, Valium, Dioxin, Frusemida; dicen: Es una pastilla amarilla, es una pastillita blanca, es una pastillita rosa con una franja azul...

Hoy vino el médico. Yo no estaba allí. Maudie:

—Dice que debo ir para otra revisión.

—La acompañaré.

—Como quiera.

Hoy acompañé a Maudie al hospital. Rellené su hoja y les dije que no estaba dispuesta a que la examinaran delante de los estudiantes. Cuando llegó nuestro turno, me llamaron primero a mí. Una sala con grandes ventanas, la mesa de la Autoridad, el gran médico y muchos estudiantes. Caras
jóvenes
e ignorantes...

—¿Cómo voy a enseñar a mis alumnos si no puedo mostrarles pacientes? —me preguntó.

—Es demasiado para ella —le dije.

—¿Por qué? No es excesivo para mí y estoy seguro de que no es demasiado para usted cuando está enferma.

Esto era tan
estúpido
que decidí no preocuparme.

—Es muy vieja y está muy asustada —le dije, tajante.

—¡Hummmmm! —y, acto seguido, a los alumnos—: Supongo que debo pedirles que salgan.

Era un pretexto para que yo cediera, pero no lo haría.

Salieron los alumnos. Nos quedamos el médico, yo y un joven hindú.

—Tendrá que aceptar la presencia de mi ayudante.

Maudie entra con lentitud, no nos mira, la ayuda la enfermera. La deja en la silla a mi lado.

—¿Cómo se llama? —pregunta el gran médico.

Maudie no levanta la mirada, pero musita algo. Sé que dice que me vio rellenar el impreso con su nombre.

—¿Cómo se siente? —pregunta el gran médico con voz alta y clara.

Ante esto, Maudie levanta la cabeza y lo contempla, con incredulidad.

—¿Siente dolor? —pregunta el médico.

—Mi médico me dijo que debía venir aquí —dice Maudie, con la voz que le tiembla de miedo y de rabia.

—Ya. Bien, el doctor Raoul la examinará por mí y luego volverá usted aquí.

Con Maudie nos meten en un cubículo.

—No quiero, no quiero —me dice, con furia.

Me limito a sacarle el abrigo y, luego, el olor me descompone. Ah, si por lo menos pudiera acostumbrarme.

—¿Por qué debería hacerlo? —se queja—. No es lo que yo quiero, es lo que todos quieren.

—¿Por qué no deja que la examinen, ya que está aquí?

Le saco el vestido y veo que se ha ensuciado la ropa interior, a pesar de que sé que se la puso limpia hoy. Tiembla. Se lo saco todo excepto las bragas y la escondo dentro de la enorme bata de hospital.

Nos toca esperar un buen rato. Maudie se sienta erguida en la mesa de revisión, mirando a la pared.

Finalmente entra el médico hindú. Encantador. Me gusta y también le gusta a Maudie, quien pacientemente se echa y permite que la examine de manera completa. (Por favor, recuéstese para mí, señora Fowler; por favor, dése vuelta para mí; por favor, tosa para mí; por favor, aguante la respiración para mí; es la fórmula, insultante, que utilizan en los hospitales y asilos quienes trabajan con los ancianos, a los que es preciso tratar como a niños.) Ausculta el corazón, ausculta largamente los pulmones y, luego, con mucha suavidad, le palpa el estómago con sus manos obscuras. Un minúsculo vientre, me pregunto qué pasa con la comida que ingiere.

—¿Qué tengo aquí? ¿Qué tengo aquí? —pregunta ella, con rabia.

—Hasta el momento, nada, por lo que veo —sonriente, encantador.

De repente, entra a zancadas el gran médico. Grita:

—¿Qué se propone al mandar los rayos X del esófago al archivo? Los necesito ahora.

El médico hindú se endereza, se queda mirando a su jefe por encima del cuerpo de Maudie, sus manos obscuras encima del estómago amarillo de ella.

—Debí de entenderle mal —dijo.

—Ésa no es excusa para la incompetencia.

—¿Por qué se enfada con él? Es muy atento —dice Maudie, de repente.

—Tal vez sea atento, pero es un médico muy malo —dice el tirano y se larga.

Los tres evitamos mirarnos mutuamente.

El médico hindú sube las bragas de Maudie y la ayuda a sentarse. Está furioso, podemos advertirlo.

—Bien, supongo que él se siente mejor después de esto —dice Maudie, con amargura.

De vuelta al despacho del gran médico, Maudie, el hindú y yo, en las tres sillas delante de él.

Sé que las cosas van mal, por la competencia melosa del hombre y por algo en la actitud del médico hindú hacia Maudie. Pero Maudie se inclina hacia delante, con sus ojos azules fijos en la cara del gran hombre: espera la palabra del Olimpo. Llega: ah, lo hizo muy bien, digno de admiración, un diez.

—Veamos, señora Fowler, el examen ha sido completo y no hay nada que no podamos controlar. Debe asegurarse de que come... —y así sucesivamente, mientras mira sus notas, se dirige a ella, con sonrisas, comprueba de nuevo las anotaciones, una magnífica actuación. Yo pensaba. No sabré nada hasta que el informe llegue al médico de Maudie, que Vera lo haya llamado y yo haya llamado a Vera, luego podré saberlo: mientras, dado que en realidad no soy pariente próxima, sólo una persona cercana a Maudie, tendré que fastidiarme.

En el taxi, Maudie es un fardo negro y erguido de tenso sufrimiento, dice:

—¿Qué hay del dolor de estómago, qué hay de eso?

Nunca me habló de dolores y no supe qué decirle, excepto que la visitaría su médico.

—¿Por qué? Me acompañó allí, toda aquella comedia, aquel médico, como quiera que se llame, lord Mierda, y después de todo eso, a casita y no me dirán nada.

Ha tardado diez días, mientras Maudie ha estado enferma de preocupación. Sabe que tiene algo grave. El gran médico escribió al pequeño. Vera lo llamó. Vera me llamó: Maudie tiene cáncer de estómago.

—Es malo, es horroroso... pero, sabes, ahora controlan el dolor, saben exactamente cómo hacerlo. Por lo tanto, cuando tenga que ingresar en el hospital... —me dice Vera.

Vera se preocupa por mi preocupación... y yo estoy preocupada. Mucho. Mientras, a Maudie le han dicho que padece una úlcera de estómago y le han dado calmantes. Por desgracia, la atontan y va al retrete con harta frecuencia.

Con Vera hablamos por teléfono con medias palabras que se comprenden perfectamente: debemos conseguir que Maudie esté en casa, no en el hospital, el mayor tiempo posible. No debe preocuparse por la ayuda domiciliaria si no la quiere, o con enfermeras que pasen a lavarla. Debemos asegurarnos de que su administrador no tome en cuenta las amenazas del ayuntamiento según las cuales lo llevarán a los tribunales por el estado de su piso y, mientras, Vera hablará con el encargado oficial al respecto.

¿Cuánto puede durar? De repente, me encuentro con grandes ansias de que todo haya acabado. En pocas palabras, quiero a Maudie muerta. Pero Maudie no quiere estar muerta. Por el contrario. Se debate con una furiosa necesidad de vivir. Es Vera quien la obligó a ir al hospital, hizo que su médico la visitara, ha provocado el diagnóstico de la úlcera de estómago. Vera es el enemigo: pero, como dice Vera, esto es bueno, porque los ancianos precisan un enemigo (¿sólo los ancianos?), por lo que puede tenerme a mí de amiga y a Vera de enemiga. Vera ya está acostumbrada a eso.

—¿Úlcera de estómago? —me dice Maudie. Se sienta con sus dos manos nudosas palpándose el estómago con suavidad. Hay sudor en su frente.

Vera dice que las células de los ancianos se reproducen con lentitud, por lo que el cáncer tarda tiempo en ser fatal Maudie puede vivir tres años, cuatro... ¿quién puede saberlo?

Con Vera tomamos té en el café de la esquina y comemos judías al horno. Las dos comemos algo, en algún lugar, antes de despedirnos con prisas para ir a nuestras distintas esferas laborales.

Vera me dice que sí, que, probablemente, Maudie lo sabe, pero que, también, no lo sabe: y debemos seguir su ritmo.

Vera me habla de un anciano que ella visita y que tiene cáncer intestinal; el anciano se ha mantenido erguido y viable (¡palabras de Vera!) durante dos años. Él lo sabe. Ella lo sabe. Él sabe que ella lo sabe. La angustia del anciano, sus inventos, su lento empeoramiento —la sordidez— ambos fingen ignorarlo. Pero ayer le dijo a Vera: Bien, no falta mucho y no lamentaré morir. Ya basta.

Maudie no quiere ayuda domiciliaria, no la quiere. Durante años esta o aquella asistente social ha intentado que entrara en razón. Por las historias que Maudie cuenta, creerías que son una pandilla de prostitutas y ladronas. Pero, ahora, ya sé un poco más, porque veo a la auxiliar de Annie. Y Eliza Bates está enferma, de repente está muy enferma, casi desvalida, y la auxiliar de Annie también es la suya, a pesar de que lo que la enorgullecía durante todos estos años era que ella nunca, jamás, había pedido nada a nadie, nunca había dejado que su casa decayera, nunca había sido una carga.

Un día en la vida de una Ayuda Domiciliaria.

Puede que sea irlandesa, antillana, inglesa... Cualquier nacionalidad, pero no tiene títulos y de ella depende algún familiar o hijos, por lo que necesita un empleo que pueda compaginar con su familia. Es joven, o, por lo menos, no va para vieja, porque se necesita fuerza física para este trabajo. Ha tenido problemas con las piernas/columna vertebral/indigestión crónica/matriz. Pero casi toda mujer tiene hoy problemas con la matriz. (¿Porqué?)

Casi es seguro que vive en un piso del municipio y es una empleada del municipio, en calidad de auxiliar a domicilio.

Se levanta a las seis y media o a las siete, a la misma hora que su marido. Él trabaja en la construcción y tiene que levantarse temprano. Él o ella pone la cafetera de agua a calentar y prepara los
cornflakes
para los niños, y padre y madre los apremian a salir de la cama y los ayudan a lavarse y vestirse. Mientras ella vigila el desayuno de todo el mundo, su estado de salud, la comida del gato, el tiempo atmosférico, su voz compite con el cásete del mayor, que lo baja porque ella le riñe. Simultáneamente organiza su día. Llueve... los niños tienen que coger sus impermeables... Bennie necesita su equipo de fútbol... tiene que recoger la receta de su marido para la infección de la piel que apareció la semana pasada y no da ninguna señal de desaparecer. Mientras llama por teléfono para pedir una cita con el dentista para su «pequeña», que tiene cinco años, apremia a la mediana, la niña, a que se apresure y le ponga el abrigo y la bufanda a la de cinco años, porque se está haciendo tarde. Su marido se ha tragado
cornflakes
, tostadas y mermelada, mientras leía el
Mirror
y distraídamente se rascaba el pescuezo, rojo subido. A ella no le gusta nada el aspecto que tiene. Él le dice al niño de doce años: Vamos, ya, y cuando pasa delante de su mujer le coge de la mano (la que no tiene ocupada con el teléfono) el paquete de bocadillos que le ha preparado mientras él estaba en el baño. Nos veremos luego, masculla él, porque está pensando si debería pasarse por el médico debido a la erupción. Ella les grita, Bennie, tus cosas de fútbol, y ya han salido los dos hombres.

Quedan las dos niñas. Enmudece la música. Silencio. La «pequeña» canturrea al coger una tostada y la muchacha está sentada con gran eficiencia ingiriendo tostadas y mermelada.

La auxiliar se deja caer en una silla, después de llevarse el teléfono y se engancha el receptor debajo de la barbilla mientras se sirve té y alcanza la tostada con mermelada que su hijo no se ha comido, porque no puede soportar desperdiciar nada.

Hace una media docena de llamadas, todas relacionadas con su marido y sus hijos y, luego, llama a la oficina de la Ayuda Domiciliaria para saber si hay alguna novedad. Quieren que hoy se dedique al señor Hodges, porque su auxiliar acaba de llamar para decir que debe acompañar a su madre al hospital y no trabajará. En la oficina adoptan un tono de disculpa, más les vale, porque Bridget ya se encarga de cuatro casos al día, y todos son difíciles. Le dan los difíciles porque los trata bien.

Mientras está allí y contempla cómo se comporta «la pequeña» —ah, mira esto, se le cae la leche, vaya porquería—, idea cómo encajar al señor Hodges. Acto seguido, se levanta, dice: Vamos, ya es hora de ir al colegio. Recoge la cocina, el bolso, las bolsas y las cestas de la compra, dinero de un cajón, una capucha de plástico para la
cabeza.
, los paquetes de bocadillos para los niños, una docena de pequeñas cosas que necesitan para el colegio: libros, cuadernos de ejercicios lápices. Parece como si los objetos bailaran a su alrededor, entran y salen de bolsas, cajones y perchas, luego las tres están en marcha, embutidas en plástico debido al mal tiempo.

Cuando salen, no obstante, no es tan terrible, hay humedad pero no hace tanto frío. El colegio sólo está a cinco minutos a pie, ya es algo; Bridget nunca deja de agradecer que este aspecto de su vida, por lo menos, sea tan conveniente. Al ver a las dos niñas correr por el patio de la escuela, se aleja y piensa: Ah, ya no es una niñita, la pequeña Mary... ¿será demasiado tarde para pensar en otro hijo? Suspira por tener el cuarto hijo, a veces; su marido le dice que está loca cuando se lo menciona, ella está de acuerdo con él... Cuando pasa rápidamente delante de una madre que deja a su hijo en la verja del colegio, Bridget sonríe al bebé en un cochecito y piensa, ¡para, muchacha!, ¡para! Sabes muy bien a qué te conducirá
esto
.

Vuelve a casa por los pocos minutos diarios en que disfruta de una paz perfecta. Se instala junto a la mesa de la cocina, mira si queda un poco de té en la tetera... queda, pero está demasiado fuerte y no tiene ganas de preparar otro. Se instala de cualquier manera, respira con regularidad, adentro y afuera, todavía una mujer joven, antes de los cuarenta, y se puede ver a la lozana muchacha irlandesa que era cuando llegó a este país con su marido hace doce años. Unos ojos azules claros, piel sonrosada, una mata de ondas y rizos negros. No obstante, está cansada y lo parece. Esto es... está cansada.

Other books

Hidden Heart by Camelia Miron Skiba
Hot by Laura L Smith
Catch the Fallen Sparrow by Priscilla Masters
The Real Peter Pan by Piers Dudgeon
Succumbing To His Fear by River Mitchell
The Strange Maid by Tessa Gratton
Seaglass Summer by Anjali Banerjee
The 37th Hour by Jodi Compton
Prescription for Chaos by Christopher Anvil