Diario de una buena vecina (19 page)

BOOK: Diario de una buena vecina
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¿Sonríe Janna mientras duerme? ¿O se debe a la posición que ha adoptado? Oh, le quedará el cuello agarrotado... entonces, ¿se quedará aquí toda la noche? Bien, ¿qué debo hacer? ¿Quedarme aquí sentada mientras avanza la noche? Así son ellas, no piensan en nadie excepto en ellas mismas, no piensan en mí...

Maudie Fowler bulle de rabia, mientras acaricia el bonito sombrero y mira a Janna dormida.

Maudie ve que Janna tiene los ojos abiertos. Piensa: Oh, Dios mío, ¿estará muerta? No, parpadea. Ninguna otra parte se mueve, sino que está dormida en la silla, con los ojos abiertos, mirando a través de Maudie hacia la ventana que hace unas horas ha dejado fuera la noche húmeda y ventosa con cortinas de un amarillo grasiento.

Maudie piensa, ¿le costará mucho despertarse? Seguidamente, los ojos de Janna se mueven hacia su cara, la de Maudie: de repente, Janna mira, horrorizada, como si tuviera que levantarse y escapar... y por un momento sus extremidades se ponen en movimiento de un salto, como si partiera. Ha pasado este momento terrible y Janna dice:

—Oh, Maudie, me he dormido, ¿por qué no me despertó?

—He mirado este hermoso sombrero —dice Maudie, acariciándolo con delicadeza con sus dedos gruesos y torpes.

Janna ríe.

—Puede pasar la noche en la habitación contigua, si lo desea —dice Maudie.

—Pero debo estar en casa para esperar al electricista —dice Janna.

Maudie sabe que esto es una mentira, pero no le importa.

Piensa, Janna ha dormido aquí media noche, ¡como si se tratara de su casa!

—Pensaba que ésta es la mejor época de mi vida —dice.

Janna se endereza en su silla, porque, al ser joven, sus extremidades no se agarrotan, se inclina y mira a Maudie en la cara, seria, incluso sorprendida.

—Maudie —dice—, ¡no puede decir esto!

—Pero es cierto —dice Maudie—. Quiero decir, no me refiero a los días de júbilo, como cuando llevaba a mi Johnnie, o las meriendas campestres aquí y allá, sino ahora, sé que siempre vendrá y podremos estar juntas.

Asoman lágrimas en los ojos de Janna, pero parpadea para que no salgan y dice:

—Sin embargo, Maudie...

—¿Recordará traerme pilas para mi linterna? —dice Maudie, a la manera humilde pero agresiva con la que pide algo.

—Mire, le daré la linterna de mi coche, puede quedársela —dice Janna.

Sale decidida, como siempre, pero vuelve para decirle:

—Maudie, es de día, hay luz natural.

Las dos mujeres se quedan en la entrada de Maudie y ven la luz gris en las calles.

A Maudie no le gusta decir que ahora, probablemente, se meterá en la cama, con las cortinas corridas y se quedará allí durante horas. Sospecha que Janna intentará no volver a dormir esta noche. Bien, es joven, puede hacerlo. Le gustaría tanto tener la linterna de Janna, porque a lo mejor Janna no volverá mañana... no, hoy.

Pero Janna la besa, ríe y sale a toda prisa por las sombrías aceras húmedas. Ha olvidado el sombrero.

Un día de Janna.

El despertador hace que me siente en la cama. A veces, lo paro, me meto de nuevo en la cama, hoy no: me siento en la mañana ya clara, las cinco, y considero el día por delante: no puedo creer que, cuando se acabe, habré hecho tantas cosas. Me fuerzo a saltar de la cama, me preparo café, estoy delante de mi máquina de escribir a los diez minutos de despertarme. Debería escribirlo: vacié mi vejiga, pero aún soy «joven» y no lo tengo en cuenta dentro de las cosas que hay que hacer. Pero hoy escribiré sobre mis visitas al lavabo; si no, ¿cómo puedo comparar mi día con el de Maudie? Los artículos que escribí, de forma tan tentativa y sin ninguna confianza, el año pasado, se han convertido en un libro. Ya casi está acabado. Dije que estaría listo a finales de este mes. Así será.
Porque dije que estaría listo
. Llevar a cabo lo que he dicho ¡me da tanta fuerza! Luego, hay un proyecto que nadie conoce: una novela histórica. Fue Maudie quien me dio la idea. Pienso en aquella época como en algo bastante reciente, la de mi abuela; pero Vera Rogers habla de ella como si hablara de, no sé, digamos de Waterloo. Ideo una novela histórica, concebida y escrita como tal, sobre una sombrerera en Londres. Me falta tiempo para empezar.

Trabajo sin descanso hasta las ocho. Luego tomo café y me como una manzana, la ducha, me visto y al cabo de media hora ya he salido. Me gusta estar allí a las nueve y siempre lo consigo. Hoy, Phyllis se retrasó. Ni rastro de Joyce. Recogí el correo de las tres, llamé a la secretaria y lo repasé y solucioné antes de las diez y la reunión. Phyllis llena de excusas: se parece a mí, nunca llega tarde, nunca se ausenta, nunca está enferma. La reunión, como siempre, animada y
maravillosa
. Fue Joyce quien dijo que debería funcionar como una especie de almacén de ideas. Todos, desde los de promoción hasta los ayudantes de los fotógrafos pasando por redacción, estimulados a tener ideas, no importa que sean descabelladas, locas, porque no se sabe nunca. Como siempre, Phyllis toma notas. Se ofreció ella a hacerlo y tanto Joyce como yo supimos, cuando lo hizo, que ella lo consideraba una posición clave. Phyllis no deja que estas ideas se evaporen, las consigna, dispone copias que tenemos encima de la mesa en todos los departamentos. Una idea que desaparece del panorama puede resucitar un año más tarde. Hoy alguien resucitó una de ellas, la de la serie «uniformes para mujeres», con todo tipo de ropa que llevan, por ejemplo, las mujeres que anuncian por la televisión o las mujeres que van a cenas con sus maridos por motivos de carrera. Es un cierto tipo de vestido de noche, o estilo, como un uniforme... ¡esto hace que mi estilo sea un uniforme! ¡Lo sabía ya! Lo llevo constantemente. Incluso, decía Freddie, en cama. Nunca llevo nada que no sea seda auténtica, algodón fino, crinolina, en cama... solía bromear que si llevara un camisón de nailon, sería lo mismo para mí que cometer un delito.

Al pensar en Freddie en la oficina, me he sorprendido llorando y me he alegrado de haber dicho que yo entrevistaría a Martina y llegué puntual al Brown's Hotel.
Nunca
me retraso. Es fácil de entrevistar, profesional, competente, no se pierde el tiempo, un diez. He vuelto a las doce y media, le he pedido a Phyllis si quería encargarse del almuerzo de las Mujeres Prominentes. Se ha negado con firmeza; no podía, debía hacerlo yo. Soy una suplente de Joyce, que es la mujer prominente, pero está enferma y Phyllis tiene razón, estuvo en lo cierto al sorprenderse: no sería adecuado para Phyllis hacerlo. Antes, jamás hubiera cometido este fallo, pero, a decir verdad, mi pensamiento está cada vez más en mis dos libros, uno casi acabado y mi maravillosa novela histórica a punto de empezar.

En el lavabo examino mi aspecto. Esta mañana me olvidé del almuerzo, no aprobaría por ello, ¡cometo errores! Un botón a punto de caer y mis uñas no estaban perfectas. Me pinté las uñas en el taxi. El almuerzo, agradable; hablé en nombre de Joyce.

De vuelta del almuerzo paro en Debenham's y subo al último piso; busco el tipo de camisetas adecuadas para Maudie, lana virgen, sencillas enaguas largas y bragas grandes. Compro diez bragas y tres camisetas, tres enaguas... porque ahora se moja las bragas y, en ocasiones, peor. Rápido, rápido, pero estoy de vuelta a las tres treinta. Llamo para pedir hora en la peluquería, otra hora para el coche. Phyllis dijo que se sentía fatal. Se veía fatal. Tan llena de disculpas, ¡qué delito! Por el amor de Dios, métete en la cama, le dije, y cogí todo el trabajo de su mesa y lo pasé a la mía. Escribí las recetas, comida de verano, la moda joven, salí con los fotógrafos a Kenwood para una sesión, volví y trabajé sola en la oficina, nadie más, hasta las nueve. Me encanta estar sola, nada de teléfono, nada, sólo el guarda. Salió a comprar comida preparada india, lo invité a compartirla, cenamos rápido en una esquina de mi mesa. Es un hombre agradable, George, lo animé a hablar de sus problemas, no quiero meterme en ellos, pero lo podemos ayudar, necesita un préstamo.

Estaba cansada por entonces y, de repente, con grandes ganas de meterme en la cama. Trabajé un poco más, llamé a Joyce en Gales, por su voz vi que estaba mejor, pero se mostró evasiva. No me importa un comino, me dijo, cuando le pregunté si iría a Estados Unidos. También dijo que no le importábamos un comino. Esto me hizo pensar en la posición de que no te importe un comino. Sobre mi mesa, en la cesta de «Demasiado difícil», un artículo sobre el estrés, cómo demasiado estrés puede provocar indiferencia. Se ve en la guerra, en tiempos difíciles. Sufre, sufre, emociónate, emociónate y luego, de repente, ya no te importa nada. Yo quería publicarlo. Joyce dijo: No, no hay mucha gente que se viera identificada. ¡Qué ironía!

Di las buenas noches a George a las nueve y treinta y subí a un taxi hasta el lugar donde había dejado el coche, para dirigirme a casa, pensando, no, no puedo ir a casa de Maudie, no puedo. Cuando aporreé la puerta, me sentía irritable, cansada, pensaba, confío en que esté en el lavabo y no me oiga. Pero al abrir, pude ver por su cara... olvidé todo y entré precipitadamente, llena de alegría y vivacidad, porque temo sus raptos de mal humor, porque cuando empieza no puedo sacarla de ellos. Ésta es la razón por la que llegué en plan Papá Noel femenino, Su Majestad la Reina Madre, radiante, tengo que parar sus murmullos y furias.

Al llegar a la habitación trasera, está caliente y apesta, el olor me echa para atrás, pero consigo sonreír al ver el fuego. Observo por su cara que me necesita y entro en la cocina. Casi me mareo. Me muevo de aquí para allá en la cocina, porque sé que el colmado indio cerrará muy pronto y corro por la calle, diciendo: Por favor, sólo un minuto más, necesito comida para la señora Fowler. Tiene paciencia y es amable, pero tiene un color violeta gris de cansancio. En ocasiones está allí desde las ocho de la mañana hasta las once de la noche. A menudo solo. Tiene tres hijos y cuatro hijas que criar... Me pregunta:

—¿Cómo está la anciana?

—Me parece que no está muy bien —le digo.

—Ha llegado el momento de que los suyos la cuiden —dice, como siempre.

De vuelta, corto pescado para el gato. De nada sirve, no puedo conseguir que me gusten los gatos, aunque esto me convierta en una desgraciada insensible. Limpio los excrementos de gato, cojo el coñac y vasos. Caigo en la cuenta de que he olvidado las camisetas y las bragas en la oficina. Bien, mañana las traeré. Retiro el orinal porque ella
no
lo mira, con un orgullo tembloroso en la cara que ahora ya me sé muy bien. Al lavarlo, pienso, algo no funciona. Tendré que decírselo a Vera Rogers. Enjuago la parte interior del orinal con todo cuidado y utilizo mucho desinfectante.

Cuando me instalo frente a ella, con coñac para las dos pienso contarle detalladamente el almuerzo, con todas aquellas mujeres famosas, le encantará, pero... lo último que recuerdo, hasta volver en mí, después de un sueño tan profundo que no sabía dónde me encontraba al despertar. Miraba a una brujita amarilla en una apestosa y cálida caverna, junto al fuego animado, con sus amarillas piernas al descubierto, porque no llevaba bragas y tenía las piernas abiertas y sostenía mi sombrero sobre las rodillas y lo utilizaba para algún malvado propósito... Estaba aterrada y, de repente, recordé: Soy Janna Somers, en la habitación trasera de Maudie y me quedé dormida.

No deseaba que me fuera. Buscó la excusa de las pilas para su linterna. Salí a la calle y era de mañana. Nos quedamos allí, mirando al cielo... Oh, Inglaterra, sombría y triste un alba gris y húmeda. Eran las cuatro y treinta cuando llegué a casa. Me tomé un baño largo, largo y completo y me metí de nuevo en mi libro.

No puedo concentrarme en el libro. Pienso en lo que me dijo Maudie: Es la mejor época de mi vida. Lo que no puedo soportar es que lo dijo de verdad. Mis escapadas al final del día, una hora, dos horas, tan poco, son suficientes para que diga esto. Quiero aullar cuando lo pienso. También, me siento tan atrapada. Puede que viva años y años, la gente hoy vive hasta los cien y me tiene prisionera con su: Ésta es la mejor época de mi vida, encantadora Janna, entrando y saliendo, toda sonrisas y regalitos.

Escribí sobre un día de Maudie porque quiero comprender.
En verdad
lo comprendo mucho más, pero ¿es cierto? Sólo puedo escribir de mis experiencias personales, lo que le he oído decir, lo que he observado... En ocasiones me despierto con una mano dormida... Pero ¿qué hay más que yo no pueda saber? Creo que de la misma manera en que nunca habría imaginado que dijera: Ésta es la mejor época de mi vida, y las privaciones y la soledad que encierra, tampoco puedo saber qué hay detrás cuando musita su Es horrible, horrible, y tras los enfados que hacen que sus ojos se enciendan y brillen.

Veo que
no
escribí, en el día de Janna, sobre ir al lavabo, un pipí rápido aquí, cagar de prisa, lavarse las manos... Durante todo el día este animal debe vaciarse, tienes que cepillarte el pelo, lavarte las manos, bañarte. Meto una taza bajo el grifo y enjuago un par de medias, sólo se precisan unos minutos... Pero esto se debe a que soy «joven», sólo cuarenta y nueve.

Lo que hace que la pobre Maudie se afane y gruña durante todo el día, la esclavitud y el estorbo del
mantenimiento
. Iba a decir: Para mí no significa nada, pero la realidad es que antes me bañaba con toda propiedad cada noche, cada noche del domingo arreglaba y disponía mi perfecta ropa,
me
arreglaba y me mantenía y ahora no puedo, no lo hago. Es demasiado para mí.

Finales de verano, lo detesto, inestable y húmedo, feo y polvoriento, verde triste, cielos tristes; la luz del sol, cuando la hay, cría gusanos; gusanos bajo mi cubo de la basura, porque no he tocado mi casa en días.

Maudie ha estado enferma de nuevo. De nuevo la he visitado dos veces al día, antes y después del trabajo. Dos veces al día, plantada junto a la mesa, apoyándose en ella, el peso en las palmas, desnuda, mientras le echaba agua hasta que la mierda y la orina apestosa desaparecían.
La peste
. Su cuerpo, una jaula de huesos, amarillo, arrugado, sus entrepiernas como las de una niña, sin pelos, pero largos pelos negros en las axilas. Esto me agota. Le dije:

—Maudie, le mandarán una enfermera para lavarla.

—Vayase, no se lo pedí —me chilló.

Ambas estábamos tan cansadas y sobreexcitadas, que nos hemos chillado mutuamente como... ¿qué? Por la literatura, digo «verduleras», pero no es una verdulera, sino un cuerpo viejo recatado y respetable, o así se ha disfrazado durante años. He visto una fotografía, Maudie a los sesenta y cinco años, la imagen misma de la rectitud que todo lo desaprueba... No creo que entonces me hubiera gustado. Se dijo: Me gustan los niños, les gusto, mi hermana no permitirá que me acerque a ella ahora que ya no cría, ya no precisa de mis servicios. Por lo tanto, Maudie puso un anuncio en el periódico de Willesden y respondió un viudo. Tenía tres hijos, de ocho, nueve, diez años. A Maudie la instalaron en el sofá de la cocina y le daban la comida, a cambio de: limpiar la casa, zurcir la ropa de él, la ropa de los niños, preparar tres comidas al día y el pan, cuidar de los niños. El era pescadero. Cuando llegaba para el almuerzo, si Maudie estaba sentada descansando, le decía: ¿No tiene nada que hacer? Le daba dos libras a la semana para comer todos y cuando le dije que era imposible, me respondió que ella se las apañaba. El hombre traía el pescado y se podía comprar pan y patatas. No, no era pobre, pero, dijo Maudie, no sabía comportarse, éste era su problema. Y Maudie se quedó, por los niños. Un día el hombre le dijo: ¿Quieres venir al cine conmigo? Fue y vio que los vecinos los observaban. Sabía lo que estaban pensando y no podía admitirlo. Limpió la casa de arriba abajo, se aseguró de que toda la ropa estaba cosida, hizo pan, preparó el servicio de té y dejó una nota: Mi hermana, que está enferma, me llama a su lado, sinceramente, Maudie Fowler.

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