Diario de una buena vecina (22 page)

BOOK: Diario de una buena vecina
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Pagué la reparación de la radio, corrí tras ella y le di alcance porque esperaba que alguien la ayudara a cruzar la calle. Fui a casa con ella.

Por el placer que me proporcionaba, llamé a la gata con botas al llegar a casa.

—¿Es usted la persona que vi con la señora Fowler?

—Sí, soy yo —le dije.

Silencio.

—¿Le importa que le diga algo? —dijo ella, eficiente, pero con humana cordialidad—. Muy a menudo encontramos personas bien intencionadas que empeoran las cosas sin pretenderlo.

—¿Empeoran para quién?

Confiaba en que se reiría, pero no es Vera Rogers.

—Lo que quiero decir es que a menudo hay gente bien intencionada que se interesa por algún geria... alguna persona anciana, pero realmente es un complejo personal, ve, materializan sus propios problemas, la verdad.

—Diría que esto está condenado a ser cierto, de alguna manera —le dije, disfrutando de cada minuto de aquello—. Pero sea o no malo para mí, a la pobre geriátrica en cuestión probablemente le complacerá, porque obviamente se ve sin amigos y sola.

Otro silencio. Evidentemente se sintió obligada a llevar mis observaciones a su extremo, a la luz de su formación. Al final dijo:

—Me pregunto si un Grupo de Encuentro les sería útil.

—Señorita Whitfield —le dije—, ahí está esa anciana, ¿no le parece que debería pasar a visitarla?

—Si está tan mal, ¿por qué no nos ha avisado su médico?

—Como bien sabe, la mayoría de estos médicos nunca se acercan demasiado a los ancianos de sus listas, y los ancianos no se acercan a los médicos, porque les temen. Acertada o equivocadamente. Temen que los
echen de casa
,.

—Esta concepción está muy pasada de moda.

—La realidad es que, en un cierto estadio, los echan de casa.

—Sólo cuando no queda otra alternativa.

—Bien, entretanto, está la pobre Annie Reeves.

—Me ocuparé del caso —dijo ella—. Gracias por preocuparse cuando debe de estar tan ocupada.

Luego llamé a Vera.

Vera dijo: Cómo se llama, cuál es su dirección, su edad, su condición. Sí, conocía a la señora Bates, que vivía en el piso de abajo, pero Annie Reeves no había querido nunca nada de la Asistencia Social.

—Ahora lo querrá —le dije.

Con Vera nos encontramos en la casa. Me ausenté una mañana del trabajo. Nos abrió la puerta la señora Bates, con su bata azul de lana, el pelo en una redecilla azul.

Nos miró con gran severidad, a mí y a Vera.

—Se llevaron a la señora Reeves al hospital ayer por la noche —dijo—. Se cayó. Arriba. No es la primera vez. Pero se lastimó las rodillas. Así parece.

Entre Vera, yo y la señora Bates vibraba todo tipo de comprensión y las miradas de desaprobación de la señora Bates estaban destinadas a nosotras.

—Bien, tal vez sea algo bueno, podemos hacer que le limpien sus habitaciones.

—Si usted cree que puede hacer en una mañana la limpieza de treinta años —afirmó, apartándose a un lado para dejarnos entrar.

La casa se construyó alrededor de 1870. Nada apretado ni escatimado. Una buena escalera, con rellanos decentes. El piso de Annie Reeves estaba en lo alto, lleno de luz y aire. Unas habitaciones bonitas, bien proporcionadas, grandes ventanas.

La habitación de delante, que da a la calle, es más grande que la otra. Chimenea, tapada. Un papel de pared pardo que, examinado, mostraba un bonito dibujo de hojas y flores marrones y rosa, muy marchito y manchado. En la parte superior de la pared el papel estaba suelto y se caía debido al agua que se había colado desde el tejado.

Había un antiguo sillón duro, con almohadones de los que se veía el relleno, cerca del fuego. Unos tocadores y una cómoda. Linóleo, roto y descolorido. La cama... pero siento que no puedo hacer justicia a aquella cama. Cama de matrimonio, con cabezal y pies de madera marrón...
¿cómo puedo
describirla? El colchón gastado por el cuerpo que había dormido allí, siempre en un costado, por lo que la funda había desaparecido y la dura cerda interior era una masa de bultos y agujeros. Las almohadas no tenían fundas y eran como el colchón, manojos de plumas sobresaliendo. Un lío de asquerosas sábanas sucias. Estaba
sucio
, daba asco. Sin embargo, no encontramos piojos. Era como el nido de un pájaro muy viejo, que se había utilizado durante años. Era como... no puedo imaginar cómo alguien podía dormir en él, o sobre él.

Abrimos los cajones. Bien, esto ya lo había visto antes, con Maudie, aunque éstos eran peores. Y me pregunté, y me pregunto ahora, ¿cómo ven estos montones de basura quienes las dejan acumular?

En uno de los cajones de Annie Reeves había... y hago la lista como documento: la mitad de una vieja cortina satinada, con agujeros de cigarrillos; un par de aros de cortina rotos; una falda manchada, desgarrada por delante, de algodón blanco; dos pares de calcetines de hombre, llenos de agujeros; un sujetador, talla 80, de un estilo que yo estimaría de 1937 aproximadamente, de algodón rosa; un paquete sin abrir de compresas higiénicas, de toalla... dado que no las había visto nunca, me fascinaron, naturalmente; tres pañuelos de algodón blanco con manchas de sangre, el recuerdo de una hemorragia nasal de hacía décadas; dos pares de bragas de color rosa, guardadas sin lavar, talla mediana; tres cubitos de caldo; un calzador de concha; un bote seco y agrietado de blanqueador para zapatos de verano; tres bufandas de gasa, rosa, azul y verde; un paquete de cartas con matasellos de 1910; un recorte del
Daily Mirror
anunciando la Segunda Guerra Mundial; unos collares de cuentas, todos rotos; una enaguas de satén azul abiertas a ambos lados para acomodarse a una gordura en aumento; algunas colillas.

Parecía como si todo lo hubieran revuelto una y otra vez, por lo que la porquería tenía que seleccionarse cosa por cosa. No teníamos tiempo de ocuparnos de esto: lo primero es lo primero.

Con Vera entramos en acción. Cogí el coche y me fui a la primera tienda de muebles que encontré y compré una buena cama pequeña y un colchón. Tuve suerte, hacían el reparto aquella mañana. Volví siguiendo al camión con dos jóvenes para asegurarme de que lo entregaban y lo subían al piso. Cuando vieron lo que había allí, lo contemplaron incrédulos. Bien podían. Los soborné para que bajaran la cama vieja, con el colchón, hasta la basura. Mientras, Vera había comprado mantas, sábanas, almohadas, toallas. Había exactamente la mitad de una toalla en aquel lugar y estaba negra. Al mirar a través de las sucias ventanas, podíamos ver a los vecinos en sus jardines especulando respecto al colchón, con sacudidas de cabeza y sin hablar. Vera y yo colocamos el colchón con grandes esfuerzos en el portaequipajes encima de mi coche y lo trasladamos al vertedero municipal de basuras.

De vuelta, en la entrada nos esperaba una cuadrilla de limpieza. Dado que el lugar sobrepasaba con mucho la capacidad de los de la ayuda domiciliaria, Vera llamó a un equipo de expertos. Eran un par de mozalbetes muy jóvenes, amables y descuidados, posiblemente debido a un exceso de llevarse trastos de las casas. Inspeccionaron el piso empezando por la habitación de delante, sonriendo y haciendo muecas ante la porquería y diciendo: Pero, ¿qué podemos hacer?.

—Podéis empezar con cubos de agua caliente y lejía —les dije. Vera ya se lo miraba con humor.

Aún no he hablado de la cocina. Cuando entrabas, parecía normal. Una buena mesa de madera cuadrada en el centro, una cocina de gas adecuada, dos sillas de madera muy buenas, cada una valorada, a los precios actuales, en lo que yo pagaría por la comida de un mes, cortinas a jirones y descoloridas, negras ahora, en alguna época, verdes. Pero el suelo, ¡el suelo! Al avanzar por él, se pegaba a la suela y, al examinarlo, había una espesa capa de grasa y suciedad endurecida.

Los dos héroes hicieron una mueca respecto al linóleo pegajoso y dijeron: ¿Cómo podían utilizar agua caliente si no había?

—La calientan en el fogón —dijo Vera, con delicadeza.

—Miren —les dije—, ¿acaso no hacen ustedes el trabajo duro que los de la ayuda domiciliaria no son capaces de llevar a cabo?

—Sí, pero todo tiene un límite, ¿no? —dijo uno de ellos en tono de reproche.

—Alguien debe hacerlo —le dije.

Barrieron la habitación de la calle y pasaron la fregona por el suelo con rapidez. Pero respecto al suelo de la cocina, se declararon en huelga.

—Lo sentimos —dijeron y se fueron, amables y correctos hasta el final.

Con Vera sacamos la gran mesa, con el aparador y las sillas, a pesar de que se habían pegado al linóleo con décadas de grasa. Levantamos el linóleo: no saldría con facilidad. Bajo una capa había otro y entre ambos una capa de grasa y suciedad. En conjunto levantamos tres capas de linóleo.

Después, Vera tuvo que marcharse a su casa y a sus problemas familiares.

Aquel fin de semana fregué suelos, lavé las paredes y el techo, vacié cajones, los fregué a mano, limpié un horno con treinta años de suciedad. Finalmente, llené bolsas de plástico con esta silenciosa historia, los detritos de media vida, y las llevé al vertedero municipal.

La señora Bates consignó mis subidas y bajadas de escalera, sentada en su salita, tomando té y, de vez en cuando, ofreciéndome una taza.

—No, hace diez años que no subo —dijo—, si se le hace el más mínimo ofrecimiento, se convierte en hazme una taza de té, cómprame esto o lo otro. Casi tengo diez años más que ella. Se convertirá usted en su Buena Vecina, ¿no?

Su cara vieja y sonrosada mostraba preocupación, reproche:

—Dejaron ahí afuera su viejo colchón para que todo el mundo pudiera verlo. Delante de mi piso... pensarán... Y sus manos con toda esta suciedad y mugre...

Lo que más la perturbaba era que no era para mí, una dama así, llevar a cabo aquel sucio trabajo.

Me dio una llave. Al cogerla supe que me ofrecía más de lo que yo estaba dispuesta a recibir. ¡Oh, ya no me hago ilusiones! Cada calle alberga varias, quizás una docena, de ancianas, ancianos, que apenas si pueden apañárselas, o, de repente, ya no pueden; que sueñan con hijas e hijos y nietas ausentes y cualquiera que se acerque a ellos debe tener cuidado, ¡cuidado! Porque dentro de aquel terrible vacío te pueden tragar antes de que lo adviertas. No, no me meteré de nuevo en la situación que estoy con Maudie, que sólo tiene una amiga en el mundo.

Paso, unos minutos, interpretando el personaje que me han asignado, porque no estoy en ninguna de sus categorías, resulto inexplicable, con una benevolencia impulsiva caprichosa. Mi problema más importante es que Maudie no debe saber nunca que visito a otra persona, porque para ella sería una traición. Eliza Bates, Annie Reeves, viven a la vuelta de la esquina de Maudie.

Si llevo un regalo a Annie, tengo que llevarle uno a Eliza, porque Eliza me ve pasar para ir al piso de arriba. Eliza fue una criada y sabe lo que es bueno, lo consigue, dando así ejemplo, supongo, de: quien más tiene, más quiere. Compro su pan en una buena panadería, una nueva novela romántica, una cierta marca de chocolate suizo, castas rosas blancas con verdes heléchos. Annie sabe lo que le gusta y que lo británico es lo mejor, por lo que le compro chocolate como barro dulce, un vino empalagoso que se fabrica especialmente para ancianas damas y florecitas atadas con cinta de satén.

Annie Reeves pasó seis semanas en el hospital. Se lastimó una pierna, pero a pesar de que le dijeron que volvería a andar bien, va con una aparato para caminar y no quiere hacerlo. Ahora es una reclusa en el último piso de la casa, con un orinal que debe vaciarse y «comidas a domicilio», ayuda domiciliaria, una enfermera.

Eliza Bates desaprueba a Annie Reeves, que se dejó ir, que bebía sola allá arriba —¡ah, sí, Eliza Bates sabía lo que sucedía!—, que dejó que la suciedad se acumulara hasta que Eliza se imaginaba oír cómo avanzaban las chinches en las paredes y roían las ratas.

—No soy como
ella
–me dice Eliza, con firmeza, con un mohín de mojigata.

—No soy como ella —dice Annie, y quiere decir que Eliza es una hipócrita, no iba nunca a la iglesia hasta que murió su marido y ahora, mírela.

Annie suspira por la amistad de Eliza. Eliza se ha pasado años aislándose de la mujer del piso de arriba, que se ha deteriorado tan rápidamente y que ahora no se avergüenza de dar tropezones con un aparato, cuando no hay necesidad; y de conseguir un ejército de asistentes sociales cada día en casa. Se tratan mutuamente de señora tal y señora cual. Hace cuarenta años que viven en esta casa.

La Seguridad Social intenta «rehabilitar» a Annie. Sólo unas semanas atrás, habría reaccionado ante esta campaña, con firmeza, incluso con exclamaciones de: ¡Es una crueldad! Desde entonces, he visto la vida de Eliza y comprendo por qué estos expertos en ancianos luchan contra el letargo de la edad, incluso en un hombre o una mujer de noventa años o más.

Con el tiempo, siento afecto por Eliza; aparte de admirarla. ¡Si yo fuera así a los noventa años!, decimos todos; y sentimos que se debilitan las amenazas del enemigo que nos aguarda.

Un día de Eliza Bates.

Se levanta a las ocho, en el amplio dormitorio de la calle donde durmió en una cama de matrimonio con su marido. Ahora tiene una bonita cama individual, con una mesilla de noche y una pequeña estufa eléctrica. Le gusta leer en cama, básicamente novelas románticas. La habitación está llena de muebles pasados de moda: otra vez esa mezcla de «antigüedades» y piezas que no alcanzarían ni los cincuenta peniques. Hace mucho frío, pero ella se ha acostumbrado y se mete en la cama con un chai en los hombros y bolsas de agua caliente.

Se prepara un desayuno completo, porque hace tiempo que aprendió, dice, que no hay que tener pereza para las comidas. Luego, arregla una de las tres habitaciones, pero no de una forma tan exhaustiva como solía. Hacia las once se prepara un café. Quizás aparezca una de sus numerosas amigas. Tiene una amiga especial, una mujer mucho más joven, de unos setenta años, que vive delante y que es «muy joven para su edad», lleva sombreros y vestidos de fantasía y resulta un tónico para Eliza, porque siempre aparece con alguna comida que ha preparado o consigue que Eliza vaya al cine. Cada día, Eliza almuerza en un comedor de la Seguridad Social para los ancianos y, luego, puede detallarlo todo, tal como que la carne estaba demasiado hervida, las coles de Bruselas demasiado duras o el budín de arroz con la cantidad exacta de nuez moscada. Porque había sido la cocinera de una familia. Hasta fecha reciente iba un par de horas para «trabajar»: los ancianos hacen calendarios, pintan postales de Navidad, hacen todo tipo de trabajitos, algunos muy bien, porque pueden utilizar la habilidad de toda una vida. Pero ahora, dice Eliza, cree que debe reducirlo un poco, no se siente tan fuerte como antes. Después del almuerzo, de una taza de té y una tertulia, ella con una, o dos, o tres amigas, van de compras. Son las viejas damas que yo no veía pero que, después de Maudie, he contemplado avanzar con dificultad por las calles con sus bolsos y cestas... y nunca hubiera podido imaginar la sociabilidad, el interés de sus vidas, la alegría. Les encanta ir de compras, esto está claro; y la tienda que eligen y la que no en un día determinado es el resultado de los movimientos anímicos más complicados y cambiantes. Aquel hindú no tiene la tienda limpia, pero ayer lo vieron que barría, por lo que le concederán una segunda oportunidad. Esta semana irán al supermercado, porque hay una chica nueva con una sonrisa encantadora que les ayuda a meter la compra en la cesta. El hombre de la ferretería habló con malos modos a una de ellas la semana pasada y, en consecuencia, perderá a cinco o seis clientes durante semanas, si no para siempre. Todo esto es más importante para ellas que hileras de galletas baratas o una rebaja en el precio de la mantequilla para ancianos pensionistas. Después de la compra, Eliza invita a alguna amiga a tomar té, o va a su casa. Al llegar a casa, se sienta un poco junto a la ventana de la cocina, donde puede ver las hileras de ropa tendida que bailan en el horizonte cuando sopla viento y contempla la jungla del jardín y recuerda como la lila la plantaron una tarde hace treinta y cinco años; y aquel rincón con hierba tan alta que solía ser tan bonito.

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