Read Diario de una buena vecina Online
Authors: Doris Lessing
—Seguramente estás en lo cierto —dijo ella, con la misma voz amable, abnegada, que utiliza con sus hijos.
Avancé por la nieve ya medio derretida hacia la estación, esperé un poco. Me encantan las estaciones, el anonimato, la libertad de estar sola entre la multitud. Me gusta estar sola. Y punto.
Aquí estoy, sola. Debería ir a ver a Maudie.
Muy pronto tendré que tomar una decisión.
Lo único que sé es esto. Cuando la gente muere, lo que lamentamos es no haber hablado lo suficiente con ellos. No hablaba con la abuela, no sé cómo era ella. Apenas puedo recordar al abuelo. Lo mismo puedo decir de mamá. No sé qué pensaba de nada, excepto que yo soy egoísta y estúpida. (Que es lo que pienso de los mocosos de Georgie.) ¿Qué pensaba ella de Tom? ¿De Georgina? ¿De los nietos? Qué significó para ella tener que cuidar a la abuelita, a su marido, durante... siento decir que, probablemente, fueron cuatro años. ¿Cómo era ella de joven? No lo sé. Ya nunca lo sabré. Y naturalmente, está Freddie: a veces estoy en la cama, desvelada, y lo que quiero, no es tenerlo aquí haciéndome el amor, a pesar de que lo añoro muchísimo, lo que quiero es hablar con él. ¿Por qué no hablé con él cuando lo tenía aquí? La respuesta es que no quise hacerlo.
No quería saber
.
Noche del lunes.
Me he despertado aterrorizada, me palpitaba el corazón, me escocían los ojos, tenía la boca seca. Me dije, una pesadilla, eso es todo; pero seguía allí. De camino al trabajo, caí en la cuenta de que se debía, probablemente, al hecho de que Joyce se va a Estados Unidos. Aparte de echarla de menos, en la oficina cambiará todo. Seguramente me ofrecerán la dirección, pero el problema no es ése.
Al pasar por el despacho de las secretarias, Phyllis me miró detenidamente y, luego, me preguntó, ¿Estás bien? Un diez por advertirlo. Naturalmente supe que sabe que siento ansiedad por la partida de Joyce. Pero cuando estaba sentada hecha un ovillo junto a mi mesa, y Phyllis me trajo café y me dijo si quería que ella se encargara de la sesión con los fotógrafos, vi que lo había meditado. Cogió un montón de carpetas de mi mesa y advertí su mirada, larga y fría, a la mesa de Joyce, al lugar de Joyce; ella pensaba: será mía.
¿Por qué no?
Porque ella no es Joyce
. Quiero decir, de una forma específica: tiene treinta años, es una muchacha trabajadora, inteligente, que presta atención, pero no está... hecha. Sé perfectamente que no me gusta porque me recuerda cómo era yo. Pero hay algo más. Me pregunto, con la intención de ser justa, no importan tus necesidades, ¿tiene ella lo que
Lilith
precisa?
Me encontraba en aquella oficina nuestra, de Joyce y mía, y decidí no pensar en Phyllis, todavía no puedo ocuparme de ello. Pensaba en Joyce: algo en ella me había pasado inadvertido, de modo que hace sólo un mes hubiera dado por supuesto que no se iría a Norteamérica. Juzgaba su matrimonio por el mío. Naturalmente, ella tiene hijos; pero no, no es eso. El es un hombre bastante agradable. No lo conozco bien. Nunca he
hablado
con él: tenemos una relación de guasa.
Quería que Joyce llegara temprano, pero casi era la hora del almuerzo. Tenía un aspecto terrible, enfermizo, descuidado. Se sentó, se levantó de nuevo para buscar café, volvió con el café, se sentó repantigada, encendió cigarrillos y dejó que se apagaran, se hizo un lío con su trabajo, regó las plantas en el alféizar de su ventana, lo hizo todo excepto mirar hacía mí.
Habló por el interfono, entró Phyllis y Joyce dijo:
—No estoy satisfecha con la sección de Vinos, he tomado unas notas, por favor, consulta a nuestro experto en vinos, ¿cómo se llama? ¿Cómo se
llama
... y dónde tenemos su dirección?
—No te preocupes —dijo Phyllis—, sé dónde podemos encontrarlo.
Recoge las notas de Joyce, sonríe agradablemente y se va. En este momento, Joyce me concede una breve sonrisa, en realidad una mueca y, al fin, me mira. Nos reímos.
Las dos miramos a Phyllis, a través de la puerta del archivo. Analizamos su ropa, maquillaje, zapatos. Hábito. Luego, Joyce se desinteresa de ella, vuelve a sus propios pensamientos.
Phyllis aún no tiene estilo. No como Joyce y yo. Me quedé pensando si yo podía ayudar a Phyllis a tener estilo, como Joyce lo hizo conmigo. Sólo ahora, mientras escribo esto, pienso cuan extraño era que yo examinara a Phyllis y su posible aspecto, cuando estaba llena de amargura por Joyce, con deseos de decirle: Por el amor de Dios,
habla
. Sabía que había decidido irse y se sentía mal respecto a mí: yo necesitaba por amor de las dos que
habláramos
.
Joyce es la única persona en mi vida con la que he hablado. Sin embargo, la mayoría de las veces, nos hablamos a base de sonrisas, silencios, señas, música sin palabras, a medias.
Ya no pude soportarlo y le dije:
—Joyce, quiero saber el porqué, tenlo en cuenta.
Estaba medio vuelta hacia mí, la mano en la mejilla. Hizo un gesto irritado de déjame–en–paz.
Aquí estoy sentada, es la una de la mañana, para escribir esto. Tengo la mente clara y despierta, un torbellino de pensamientos. Se me acaba de ocurrir uno, es éste: escribir es mi oficio, escribo constantemente, notas personales, memorándums, artículos, y siempre para
presentar
ideas, etc., si no para mí, para los demás. No dejo que mis pensamientos se evaporen, los anoto, los
presento
, reivindico una visión externa. Es lo que ahora hago. Advierto que, mientras escribo este diario, tengo en cuenta esta mirada observadora. ¿Significa que quiero publicarlo? No me pasó por la cabeza cuando empecé a escribirlo. Es divertida esta necesidad de anotarlo todo, como si no existiera hasta quedar registrado. Presentado. Cuando escucho lo que Maudie dice, tengo esta sensación, rápido, atrápalo, no dejes que se esfume, anótalo. Como si no fuera válido hasta que se imprimiera.
Ah, mis pensamientos se arremolinan a través de mí, cógelos...
Estaba junto a Joyce, ambas distantes e indispuestas, infelices, y nos examinaba a ambas, por hábito, como con Phyllis. Dos redactoras, de una revista para mujeres (que leen muchos hombres) de primera, a finales de los años setenta, entrando en los ochenta.
Cuando leo diarios del pasado, lo que me fascina es cómo vestían, lo que comían, todos y cada uno de los detalles. No es difícil calcular lo que la gente pensaba —no de forma tan distinta a la nuestra, creo yo— sino cómo una mujer hacía la cama, o disponía la mesa, o lavaba sus prendas interiores; ¿qué desayunaba, en 1780, en una familia de clase media, en una ciudad inglesa de provincias? ¿Cómo ocupaba el día la mujer de un granjero, en el norte de Inglaterra, cuando la batalla de Waterloo?
Cuando Joyce entró a trabajar aquí, ¡nos concienció de nuestra falta de elegancia! Hacia mediados de los años sesenta... ¡elegancia! Sin embargo, su estilo era, como ella decía, gitano de lujo, que se ve desaseado con facilidad. Es alta, delgada, con una mata de ondas y rizos negros, un desorden cuidado y una carita pálida. O así se ve su cara, saliendo de aquel montón de pelo. Unos ojos negros que, en realidad, son pequeños, pero maquillados hasta ser grandes y dramáticos. Sus vestidos cuestan un riñón. Hoy llevaba una falda negra con rayas de color rojo óxido, chaleco, un jersey de seda negro y un collar de plata con piedras ámbar. Sus joyas son muy buenas, nunca una semiporquería oriental de las que puedo permitirme llevar, debido a mi estilo. Es bella, pero su estilo es el de una mujer joven. Mantiene el pelo negro. Muy pronto tendrá que cambiar de estilo, para acomodarse con que no es joven.
Yo aún llevaba vestidos mini, abalorios y perifollos llamativos, cuando Joyce se encargó de mí. Desde entonces, mi estilo ha sido clásico–caro. Me visto con blusas y medias de seda, nada de nailon, y trajes que, a primera vista, parecen sencillos. Encontré una auténtica modista, que se preocupa por cada puntada, y busco botones especiales en mercados, encaje a mano, y encargo rebecas y chaquetas de punto. Mi estilo es de los que la gente no advierte a primera vista, pero me miran dos veces y examinan detalle tras detalle, las puntadas en un cuello, una hilera de perlas que hacen de botones. No soy delgada, sino maciza. Tengo el pelo liso y siempre perfecto, de un color dorado canoso. Ojos grises, grandes por naturaleza y aún agrandados.
No podríamos ser más distintas, Joyce y yo, excepto en lo mucho que nos preocupamos por las cosas. Pero Joyce se preocupa menos, debido a su familia.
Phyllis es una muchacha delgada, fuerte, atractiva. Tirando a rubia. Siempre va a la última moda y, no obstante, no hay en ella nada que observar. La he visto contemplar a Joyce y, muy adecuadamente, descartar aquel estilo para ella. La he visto que me observaba:
¿cómo lo hace?
Se lo enseñaré si me lo pregunta, la acompañaré a la modista y a la tricotadora, elegiré su peluquero... pensaba en esto junto a Joyce, en plena desgracia: abdicaba mentalmente y lo expresaba en términos de ropa, ¡a través de un estilo!
Sin embargo, no tengo ninguna intención consciente de tirar la toalla.
Durante el almuerzo bebimos café y fumamos. Me dijo:
—Debo ir a casa.
—
¡Joyce!
–exclamé.
—No te das cuenta de que no puedo hacerlo, ¡no puedo! —dijo.
—Joyce, no puedes largarte a casa de esta manera, debo saberlo —le dije.
Suspiró, se sentó, se recompuso y, al final, me miró.
—¿Saberlo?
—Comprender. No puedo comprender que eches todo esto por la borda... ¿para qué?
—Entonces, ¿has pasado por la experiencia de descubrir, repentinamente, que no te conoces a ti misma?
—¡Naturalmente!
—Pensaba que estaría de acuerdo en el divorcio con toda facilidad.
—¿Tiene él una amiga?
—Sí, la de siempre, ya sabes. Se iría con ella en vez de irse conmigo.
—Durante todo este tiempo, en realidad él ha estado casado con las dos, ¿entonces?
—Más o menos es eso. En un cierto momento me dijo: Tú tienes tu trabajo, yo voy a tener a Felicity.
Allí estaba yo, con tacto, porque no quería que volara a su casa y sabía que era algo que podía hacer en cualquier momento.
Estaba pensando lo que se puede denominar pensamientos feministas. Desde luego,
él
tiene un empleo, pero cuando
ella
tiene uno, él tiene que estimularse con una chica suplementaria. Pero me cansan tanto tales pensamientos, no son lo que importa; jamás lo fueron, no para mí, ni para Joyce. Phyllis está metida en el
Women's Lib
, en grupos de concienciación y deja muy claro que Joyce y yo no estamos emancipadas. Con Joyce lo hemos comentado, pero no muy a menudo: porque ¡no es lo importante! En una ocasión, Joyce le dijo a Phyllis, más curiosa que combativa, Phyllis, tengo un empleo muy bien remunerado. Tengo un marido y dos hijos y llevo una casa y una familia. ¿Acaso no dirías que soy una mujer emancipada?
¿No es suficiente?
Y Phyllis sonrió con la sonrisa de la que sabe y admitió condescendiente: Un paso en la buena dirección. Luego, con Joyce, nos reímos. Nos dio uno de aquellos ataques de risa, música sin palabras, que son lo mejor de nuestra amistad.
—¿Si no lo acompañas a Estados Unidos, se llevará a Felicity?
—Se casará con ella.
—¿Es eso lo que te importa?
Sacudió la cabeza. Una vez más, no me miraba. Yo estaba confusa, no sabía qué la atemorizaba cuando me miraba. Al fin dijo:
—Tú eres una persona autosuficiente.
Era lo último que me esperaba —la esposa–niña, la hija–niña— y le dije:
—¿Yo, autosuficiente?
Se limitó a sacudir la cabeza, ah, es demasiado, y se inclinó apoyándose en la mesa con las dos manos, con el cigarrillo que colgaba de sus labios. La vi como a una vieja carcamal, una señora Fowler: una carita afilada, con la nariz y el mentón que casi se tocaban. Se veía vieja. Suspiró de nuevo, y se recompuso, se volvió hacia mí.
—No puedo enfrentarme a estar sola —dijo, categórica—. Y eso es todo.
Si digo que mi mente era un torbellino, así era.
Quería decirle: Pero,
Joyce
–mi marido murió, ahora me parece que de la noche a la mañana—, ¿qué imaginas? Le podría haber dicho: Si lanzas por la borda tu empleo y te vas con él, puedes encontrarte sin nada. Le podría haber dicho... y no le dije nada, porque lloraba con una suerte de rabia llena de asombro, ante la imposiibilidad de esto y, peor aún, ¡pensaba que nunca había conocido a Joyce! Jamás la hubiera creído capaz de decirme esto, pensarlo. Más aún: sabía que yo no podía decirle a Joyce: Tu actitud ante la muerte es estúpida, errónea, ¡eres como una niña! No es esto, ¿de qué tienes miedo? ¡De estar sola...! ¿qué es esto?
Descubrí que yo había recorrido un largo trecho que me separaba de Joyce, y en muy poco tiempo. Mi marido había muerto, mi madre había muerto: creía que no lo había interiorizado, me había acorazado. Sin embargo, algo había cambiado en mí, pero muy profundamente. También estaba Maudie Fowler.
Allí me pareció, mientras lloraba e intentaba dejar de llorar, mordía mi mejor pañuelo (lino de la mejor calidad, con iniciales), que Joyce era una niña. Sí, era una niña, a fin de cuentas, y no podía decirle nada de lo que yo había aprendido y de lo que ahora era. Por esta razón lloraba.
—No llores —dijo Joyce—. No he querido abrir viejas heridas.
—No lo has hecho. No es éste el caso.
Esto fue lo máximo que pude llegar a
hablar
. Con ello quiero decir expresar lo que pensaba, puesto que, acto seguido, hablamos, de una forma juiciosa y seca, sobre todo tipo de cosas, y no es que no lo valore. No habíamos hablado así desde hacía mucho tiempo. La manera en que las mujeres se comunican —con medias palabras, gestos, insinuaciones y sonrisas— es muy buena, es agradable y divertida, de lo mejor que conozco. Pero cuando la suerte está echada... no pude decir a Joyce por qué tenía que llorar. Ella me dijo:
—Eres distinta a mí. Te he observado y lo veo. Pero si él se va a Estados Unidos, me quedaré sola. No volveré a casarme, lo sé. En cualquier caso, si has estado casada con un hombre, no puedes simplemente arrinconarlo y coger otro...
ellos
pueden hacerlo...
—O piensan que pueden.
—Sí, o piensan que pueden, sin penalizaciones, quiero decir. Por esta razón, no me veo casada con otro. Los niños no quieren ir a Estados Unidos, pero si él se va y yo me quedo aquí, pasarán temporadas allí y aquí y sé que muy pronto preferirán quedarse allí, hay más oportunidades, probablemente es mejor para los jóvenes. Me quedaré sola. No sé estar sola, Jan.