Diario de una buena vecina (26 page)

BOOK: Diario de una buena vecina
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La familia compraba «restos» del verdulero: manzanas con una mancha marrón; o verduras del día anterior. Eran tan buenas como las frescas y, en ocasiones, no les pedían dinero alguno, se las daban.

En la panadería, si compraban el pan del día, la mujer alemana siempre daba a los niños algo para redondear el peso, pasteles del día anterior. Y en el mercado un hombre hacía dulces en un quiosco bajo un toldo, hervía caramelo en un fuego y luego lo espolvoreaba con coco o avellanas o nueces y siempre daba a los niños las astillas rotas al romper el caramelo con su martillito.

Luego, los vestidos. Annie, como dice ella misma, era una muchacha de buen ver y no se casó hasta pasados los treinta. Todo el dinero se le iba en vestidos. Era delgada, le ondulaban el pelo cada semana por media corona, se compraba vestidos a plazos en las tiendas del Soho. Tenía un vestido de baile de encaje negro con una rosa roja, que se puso para el baile de los policías. Tenía un traje azul marino con ribetes blancos que le sentaba como un guante. Llevaba sombreritos con velo, porque a los chicos les gustaban. Una falda marrón abrochada a un lado con botones del tamaño de una cuchara. Un vestido abrigo, de terciopelo azul con solapas. Cada vez que saca a colación el fantasma de una prenda de hace sesenta, cincuenta, cuarenta años, dice: Ahora no hacen los vestidos así, lo mismo que dice de la grasa amarilla en la carne, No hay comida de aquélla ahora, y está en lo cierto.

Le pregunté qué había hecho con su antigua ropa: esto siempre me interesa, porque hay muy pocas prendas que se gasten con el uso.

—Las llevé hasta que me cansé de ellas —dice, sin saber por qué quiero saberlo.

—¿Y, luego, qué?

—¿Qué hace con las suyas? —inspeccionando mi vestido, pero no como lo hacía Maudie, con su conocimiento profesional—. Lleva ropa bonita, ¿la lleva hasta que se gasta?

—No, la regalo a Oxfam.

—¿Qué es eso?

Se lo explico. Ella no puede entenderlo. Pero no es la única cosa que no puede entender: la cabeza de Annie se heló, o se paró, o llegó a la saturación en algún momento, probablemente hace unos diez años. A veces, cuando la visito y ella me cuenta las mismas historias, intento algo nuevo.

Le he contado que trabajo en una revista de mujeres. La conoce de nombre, aunque nunca la ha leído. Es poco curiosa. No, esto es un error: la máquina que es su
cabeza
no puede admitir nada fuera de un molde existente. Así, le digo: Hoy visité a un nuevo diseñador de ropa juvenil, hace ropa para... Pero casi enseguida debo retroceder de lo general a lo específico, porque veo por sus ojos que no lo ha
asimilado
. Vi un bonito vestido, le digo, era azul con...»

Annie se sienta a menudo junto a la ventana en el segundo piso, mira la calle, espera que suceda algo interesante. Está sola excepto cuando entran y salen los de la ayuda domiciliaria, la enfermera, los de «comidas a domicilio». Durante toda su vida, hasta hace diez años, tuvo compañía, nunca estaba sola, dice. Pero hoy en día la gente se queda en casa, con sus teles, sin buscar aventuras por las calles, como hacían con su hermana, dos jovencitas pizpiretas, el West End era su medio, lo utilizaban, sabían cómo zafarse de peligros. Dejaban que un par de comerciantes calculadores las invitaran, las llevaran al Romano's a tomar un verdadero banquetazo, y, luego, cuando se esperaba de ellas algo a cambio, decían: Disculpen, vamos al tocador, sólo un momento... pero conocían otras salidas, por lo que seguían en deuda con los comerciantes... O hacían que las llevaran al
music hall
o al teatro y desaparecían entre la multitud o entraban en una comisaría de policía con una falsa historia, o en el metro. Porque eran buenas chicas, lo eran, como me cuenta Annie día sí, día no. Esta parte de su vida, los cinco años antes de que su hermana se casara (tonta ella), cuando las dos muchachas no tenían aún veinte años, y Annie con su primer empleo, aquellos años fueron los mejores de su vida, se queda pensando en ellos... aquéllos y los de la cafetería. Esto es lo que le gustaría ver ahora, cuando mira desde su ventana, una multitud vivaz, perspicaz, ruidosa, y de haber carretillas y venta callejera, mucho mejor. Pero no, nada de eso, hoy en día. Por lo que se refiere a estos jóvenes que ve abajo, no tiene una palabra de elogio para ellos. Los jóvenes, los descendientes, en definitiva, de su yo joven y el de su hermana, diez o doce muchachos y muchachas de los pisos de la esquina, vivaces, negros, morenos y blancos, sin escrúpulos y ladrones, a veces pasan a grandes zancadas por esta calle, parte de su territorio. Pero sólo ven viejas caras que los contemplan desde las ventanas, estas casas están llenas de viejos y de gente entrada en años y el barrio es demasiado aburrido para ellos, como lo es para Annie.

Cómo refunfuña y se queja Annie, se aburre tanto, es todo tan triste...

Los cuentos de la pobre Eliza Bates son del pasado remoto, cuando vivían su marido, su hermana.

Ahora no tiene a nadie. Hay una sobrina en algún lugar, cree, pero ha perdido su dirección. Acaba de morir un cuñado. Suspira y se ve perturbada cuando habla de él. Era el último, el último, se da cuenta, murmura. Acto seguido se esfuerza por sonreír.

Y su «joven» amiga, la mujer de setenta años, se casó con un hombre que conoció en el Comedor y se ha instalado en Escocia. Esto sorprendió a Eliza Bates. Se escandaliza a menudo. Nunca valoré esta palabra hasta conocer a Eliza Bates. Al oír algo que la sorprende, lo cual sucede a menudo, levanta las manos, los dedos separados, hasta el nivel de los hombros, los ojos abiertos de par en par, jadea, exclama: ¡Ah, ah, ah! ¡Jamás lo hubiera creído!

Por lo que se refiere a su «joven» amiga perdida, protestó: ¡Jamás hubiera creído que
ella
fuese así!

Con esto quiere decir, aunque cueste creer, que sospecha que la pobre mujer se casó con su embustero y viejo pretendiente, nudoso y flaco como un palo, por los placeres de la cama.

No es así Annie en el piso de arriba, que en algunos momentos puede tener el aspecto de la fémina mundana y resabiada que daba vueltas a la manecilla del organillo mientras violaban a Irene en
La saga de los Forsyte
, su cara estragada un triunfo de muecas. Nuestra Annie se ha creado –para adecuarla a lo que piensa que esperamos de ella— una máscara tímida, refinada, contenida, la de un ser a quien debe ocultarse todo lo desagradable. Por ejemplo, le encanta contar cuántas veces su padre, su madre, su marido, mantenían fuera de su visión un perro atropellado en la calle, le ocultaban la noticia de la muerte de un pariente, incluso un entierro que pasaba. Porque era un alma tan sensible, delicada. (¡Hija–niña! ¡Esposa–niña!)

Ah sí, Annie, la bonita asaltante de las calles del West End, creó para sí un estilo que consiste en hacer mohines, timorato, de sonrisa afectada que, pienso, era todo lo que le veían sus pretendientes. Probablemente el aviador canadiense, el soldado australiano, el marino norteamericano, hombres que combatieron en dos guerras mundiales, todos los que la «invitaron a salir» y le compraron regalos, los viajantes y los
Burlington Berties
,
[3]
nunca vieron esta exultante fémina explotadora que ahora, cuando olvida su sonrisa afectada y su refinamiento, puede guiñar el ojo y decir: Ah, sabía cómo cuidar de mí misma, sabía cómo moverme, ¡nunca di nada que no quisiera dar!

Pero casi de inmediato, esta fémina desaparece, porque Annie recuerda las necesidades de la respetabilidad, y muy pronto se convierte en la niñita tímida; incluso sentada —esta mujer de ochenta y cinco años— con la pose afectada de una niña de tres años, que dice en silencio, Ah, soy una cosita tan delicada, tan dulce...

Tengo la sensación de que Annie ha pensado mucho respecto a lo que puede o no puede contarnos y que sus cuentos siempre pasarán por muchas correcciones.

Pero a veces hay destellos: la frase de un anuncio, o de una canción popular, y se ilumina: enfermerita nocturna, me llamo él, canturreó el otro día; y, luego, recordando que yo estaba allí, me lanzó una sonrisa medio asustada, medio triunfante. Sí, enfermera de noche... bien, me gusta recordar que he tenido una buena vida.

Conducía hacia casa, vi un grupo de ancianas en la calle, todas con sombrero y bufanda en la fría noche de primavera. Habían ido a Hatfield en autocar, en una excursión parroquial. Entre ellas, Eliza Bates. Damas ancianitas, gorjeando y piando. El grupo que es demasiado bueno para Maudie. El párroco estaba allí con sus damas auxiliares. A Eliza la ayudaban sus amigas. Caí en la cuenta de que la consideran frágil, cada vez más frágil. Llamé a Vera; ella me dijo:

—Ha perdido a su último pariente, su mejor amiga se ha casado y se ha ido, hay que esperar que...

También volví a ver a Maudie, en la dura luz primaveral, apurándose, jadeando. El amarillo brillante de su cara, aquel aspecto de pintura. No tengo que llamar a Vera para preguntar.

Al acabar las tres semanas decidí, sencillamente, trabajar menos. Les gusta mi
Sombrereras
. Les gusta mi
La moda cambia
.

Trabajaré a medía jornada y deberán buscar otra directora. Quiero divertirme, ir más despacio...

Me llamó mi hermana Georgie, como lo hace ahora, de una manera precavida y evasiva, averiguando cómo está su irresponsable hermana. Yo, sin pensarlo, le dije que trabajaré a media jornada y al cabo de dos minutos Jill estaba al teléfono.


Tía. Jane
–jadeaba—. No puede ser cierto. No puede ser.

Permanecí en silencio, quizá demasiado. Ella lloraba:

—Tía Jane,
me prometiste
.

¿Sí? ¿Hice una promesa?

Después de pensarlo, le escribí, la animé para que sacara buenas notas en sus inminentes exámenes, y le dije que nos viéramos cuando supiera lo que había sacado. Casi puedo oír la respiración fría, polar, y llena de reproches de mi hermana Georgie: La verdad, Janna, ¿alguna vez has pensado en alguien que no fueras tú?

De nuevo, Joyce:

—He trabajado arreglando nuestro nuevo apartamento y acabo de barrer la cocina y pensé en
ti
.

—¿Cómo es el nuevo apartamento, cómo es Norteamérica, cómo es la vida universitaria, cómo es ser una esposa de campus ?

—Creo que voy a conseguir un empleo de consejera.

—¿De qué consejo?

—No, aconsejar. Voy a aconsejar.

—¿A quién?

—A quienes necesiten consejo.

—¿En nombre de quién?

—De quienes conocen las respuestas.

—¿Y te pagarán apropiadamente por ello?

—Apropiadamente. Dinero para caprichos. Pero la verdad es que deberías estar en mi lugar, Janna. Aconsejar ha sido menos lo mío que lo tuyo.

—Nunca he dado consejos.

—¿Qué son largos y eruditos artículos de tendencia sociológica sino consejos?

—¿En qué medida le gusta a tu marido Norteamérica?

—Se está adaptando.

—¿Cómo están tus enérgicos hijos?

—Se adaptan y se relacionan con gente como ellos.

—¿Y como estás

, Joyce?

—Es posible que yo sea demasiado vieja y envarada para adaptarme.

—Ah, ¿significa que vuelves a casa?

—No he dicho eso, Janna.

—Ya veo.

—Creía que lo harías.

—Bien, te echo en falta.

—Adiós.

—Adiós.

Bien, bien, así fue el año. Como dijo Virginia Woolf, es el momento presente. Es ahora.

Les he dicho que deben buscar un director, quiero ir a la oficina dos o tres veces a la semana, por las mañanas. Los reproches de Phyllis. Es una buena ayudante de dirección, cuando trabaja conmigo. ¿Acaso debo hacer la jornada completa por Phyllis, por Jill? Sus exigencias llegan hasta eso. Lo piden en silencio: Phyllis. En una forma más voluble, más declamatoria: Jill.

Pero muy pronto me vería tan atrapada como Joyce. La gente joven de la oficina me trata con una despreocupación encantadora, el nuevo estilo de la casa... con toda seguridad no es el mío, ¿y de dónde proviene? Todo es menos eficiente, despreocupado. Han vuelto con las reuniones, en la hora del almuerzo, durante las pausas para tomar café. Ah, perdóname, Janna, tenemos una reunión.

Que os divirtáis, digo, porque ya he abandonado esta batalla. Menudos revolucionarios, estos jóvenes con formación, buenos sueldos, buena alimentación, que, como en mi caso, gastan tanto en su vestimenta como para alimentar a familias enteras. Bien, en la casa de los revolucionarios hay varias mansiones, les digo, y coinciden en encontrarlo divertido.

Michael y sus compinches «se han metido» en un serio estudio de las técnicas de lavado de cerebro, de la propaganda, el uso de eslóganes, la reconversión... todo este tipo de cosas. Desde el punto de vista, naturalmente, de combatirlas cuando se usan contra ellos y sus camaradas.

—Parece que no se os haya ocurrido que
vosotros y
vuestros empleados las usaréis con vuestros adversarios... ¿probablemente conmigo?

—Ah, Janna, no seas así.

—No, más bien me atrae —les digo—, si no existe ninguna perspectiva de que vosotros y vuestros secuaces tengáis poder. No, claro, ni uno de vosotros sobreviviría ni diez minutos. Os eliminarían al primer ramalazo.

—Somos realistas, lo somos.

—Unos románticos, todos. El romanticismo no es la mejor cualidad en una nueva clase dirigente.

—Claro, sabes mucho de historias del corazón —dice Michael, mientras muestra las galeradas de
Las sombrereras de Marylebone
, que todos leen con avidez en la oficina—. Pero, ¿por qué no una novela
seria
sobre esta gente? Las explotaban vergonzosamente —exclama.

—Dejo que lo hagáis vosotros —le digo—. En mi opinión, la verdad es intolerable, es más de lo que se puede soportar, hay que embellecerla.

—Escapista.

Pero cuando le pasé las galeradas de mi obra seria,
La moda cambia
, no la leyó. La razón es que me quiere tener en cierta categoría: una reaccionaria entrada en años que no puede enfrentarse a la realidad.

Maudie está enferma. Tiene un aspecto terrible. Se sienta frente a mí y corre las cortinas en plena luz del día, para que yo no pueda verle la cara, pero oigo su respiración entrecortada cuando se remueve en su silla, veo que sus manos se posan protectoramente encima de su estómago. Bebe el té a pequeños sorbos, como si se tratara de veneno; luego, de repente, bebe una taza tras otra, como si pudiera limpiarla de algo.

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