Read Diario de una buena vecina Online
Authors: Doris Lessing
¿Cuánto tiempo hace? Dos semanas, creo.
Cada día visito a Maudie. Hola, le digo, ¿cómo se encuentra?, de la misma manera sonriente y amistosa que usa todo el mundo y que —si me pongo en su lugar— sé que le parece una pesadilla de disimulo, de engaño. Ahí esta, atrapada, nuestra prisionera, rodeada de sonrisas engañosas.
Que ella misma impone
. Deseo salir de su hostilidad hosca y amarillenta, deseo comunicarme, aunque sólo sea momentáneamente, con la auténtica Maudie. Pero se ha encerrado en su rabia, sus sospechas: y desde esta prisión, contempla aquella
horrible
sonrisa encantadora que siento que toma forma en mí cara cuando entro allí.
¡Menuda prueba, menudo horror! Estoy refiriéndome a mi prueba, no a la de Maudie. Egoísta aún, obviamente, aunque creo que esta Janna que visita a Maudie cada día, una hora, dos horas, tres (aunque nunca el tiempo suficiente, porque siempre se siente rechazada cuando me voy), no es la Janna que se negó participar cuando su marido, su madre, murieron. Permanezco horas junto a Maudie, dispuesta a darle lo que mi madre, mi marido, necesitaban de mí: mi conciencia de lo que estaba sucediendo, mi participación en ello. Pero lo que Maudie quiere es... ¡no morir!
Me dice en voz muy baja, de una manera nueva y jadeante:
—Ya sé a quién debo agradecérselo, ¡ya sé quién me metió aquí! —y no me mira, porque detesta lo que ve.
Se refiere a mí, se refiere a Vera, a quien le dijo que no se acercara cuando la visitó:
—No quiero verla —le dijo a la pobre Vera—, no aparezca por aquí —y miró para otro lado.
Me quedo quieta, en una silla casi demasiado alta, porque ella está apoyada en una baja. La butaca, con los almohadones dispuestos expertamente, la manta sobre sus rodillas, parece que quiera tragarse a la pequeña Maudie que, no importa la posición en que la dejen, mira delante de ella.
—¿Cómo está, señora Fowler, le apetecería un poco de té... un poco de leche caliente... un poco de chocolate, un poco de sopa?
Ni una reina, ni la esposa de un rico árabe tendría mejores cuidados. Pero lo que quiere es... ¡no morir!
Me siento a su lado, pensando, noventa y dos años, ¡y Maudie cree que es una injusticia lo que le hacen! Una de las enfermeras de noche, presenciando cómo Maudie me despachaba —¿Se va, no?—, me alcanzó en el pasillo y me dijo, Señora Somers, señora Somers..., y me cogió del brazo, me miró a la cara con la misma sonrisa, persuasiva y amable, que Maudie recibe como si se tratara de una cárcel, una mentira...
—No le dé importancia —me dijo—, es un estadio por el que pasan. Ya lo verá, hay distintos estadios. Primero, los pacientes, cuando empiezan a comprender, creen que es injusto. Sienten lástima de sí mismos.
—¿Injusto? ¿Injusto que uno deba morir?
—La gente enferma no es siempre la más razonable del mundo. Y luego, el siguiente, se enfurecen.
—Sí, ¡bien puede decirse que está furiosa!
—Bien —me dijo en forma singular, mientras escudriñaba mi cara con ojos expertos en busca de señales de agotamiento—, no es bonito morir, para nadie, supongo.
—¿No sería posible que estos estadios estuvieran algo entremezclados?
Se rió, de verdad, disfrutando ser capaz de reírse «del libro»; me dijo:
—Los libros hablan de tres estadios. Estoy de acuerdo con que en la vida las cosas no son tan definidas.
—¿Qué hay del tercer estadio?
—Es cuando lo aceptan, se conforman...
Apareció una enfermera corriendo: Enfermera Connolly, enfermera Connolly, y con un rápido: Perdóneme, salió corriendo, hacia una emergencia, menor o mayor. Y me fui a casa.
No es justo... rabia... aceptación.
¿A una mujer de noventa y dos años le parece
injusto
morir?
Al día siguiente, Maudie, permitiendo que su amarillenta y sombría mirada alcanzara mi cara en vez de —y de forma muy deliberada, o así me lo parece— evitarla, dijo con voz clara y desdeñosa:
—¡Es una tragedia, es una tragedia!
—¿Qué, Maudie?
Me miró... ¡desprecio!
—Una tragedia —dijo con voz muy alta y clara y luego desvió la mirada, antes de decir en un suave y dolorido murmullo, un tono que yo no le oigo ahora—, ahora que éramos tan felices, que me visitaba cada tarde y me contaba historias. Es una tragedia, que sucediera eso...
Cuando estoy allí, le cojo la mano a Maudie, a pesar de que ella deja caer la suya, inerte, de la mía, una vez, dos, a veces tres y cuatro veces, antes de agarrarse a mí. Se ha dado vuelta, no me mira, la boca completamente abierta, porque la medicación le hace perder el control de su persona, una anciana mohína, enfadada, furiosa, cuya mano, no obstante, habla el lenguaje de nuestra amistad.
A Maudie le parece injusto morirse.
Ayer, me repitió, en un susurro suave y precipitado:
—Una tragedia, una tragedia, una tragedia.
Me oí decir, no de la manera «encantadora», persuasiva, atenta, que es, digamos, el estilo de la casa en el hospital:
—Maudie, tiene noventa y dos años.
Movió la cabeza de un lado para otro y, luego, el destello de sus ojos azules.
Furiosa
.
Lo que pienso es, ¿quién o qué, en Maudie, se cree inmortal, injustamente sentenciada? Me parece como que hay distintas Maudies dentro de aquella diminuta jaula de huesos amarillenta, y que mueren a un ritmo distinto, ¡y hay una que no tiene ninguna intención de morir!
Otra enfermera me preguntó:
—¿Tiene principios religiosos?
Sé por qué me lo preguntó. Se debe a mi aspecto general, a mis maneras, a mi comportamiento, que es propio de quienes no se alteran ante la agonía, la muerte, y no de aquellos —que puedo reconocer fácilmente, cuando miro a los visitantes, parientes y amigos— que sí se ven perturbados.
Supongo que quería decir,
¡usted
cree que existe la vida eterna! Un cierto desdén, por mi atraso, quedaba implícito.
—No, no tengo principios religiosos —sin responder a la verdadera pregunta.
Una vez más medito sobre lo que hago o podría hacer, pienso en una posible vida eterna... para mi madre, mi marido, Maudie. Un día pienso una cosa, y otra al siguiente. He «creído» una cosa durante una década, lo contrario en la siguiente.
Ha pasado otra semana.
Al dejarla, hacia las nueve o las diez, la mano de Maudie se aferra a la mía y ella se inclina hacia adelante, con una energía sorprendente, me dice: Llévame a casa contigo, ¡sácame de aquí! Sus ojos, que han evitado los míos durante dos, tres horas, aparecen allí repentinamente, una petición furiosa.
¿Cómo puedo llevarla a casa conmigo, Maudie? Sabe que no puedo, le digo, dolorida y
culpable
.
Cuando te comprometes con los infinitamente indigentes, se supone que aceptas la carga de la culpabilidad. Necesitan mucho: les puedes dar muy poco.
Cada noche he vuelto a casa pensando, ¿Quizá podría llevarme a Maudie a casa? Podría tener una cama en el salón. Podría conseguir enfermeras de día y de noche... Jill me ayudaría. Es estúpido, pero su necesidad me fuerza a ello. Y no es ni siquiera lo que ella quiere, que es que yo, su amiga, Janna, sea su enfermera, día y noche, que siempre esté allí, nada de enfermeras profesionales y sonrientes.
Es imposible; no obstante, cada noche, me pregunto cómo se podría organizar.
¿Por qué no, por qué no, por qué no?, quiere saber ella.
No podría cuidarla, le digo.
¿Por qué sería más absurdo que el haberme convertido en la amiga de Maudie hasta este punto, o que visitar a Eliza y a Anne como lo he hecho desde hace meses? Todo esto se juzga, a ojos de Joyce, por ejemplo, como algo peor que la excentricidad. Si observo mi comportamiento desde fuera, como lo hubiera juzgado antes de que mi marido y mi madre murieran, tiene un elemento obsesivo e, incluso, malsano. (Naturalmente, esta visión no tiene en cuenta que mi locura pueda aportar algo a las vidas de estas desgraciadas ancianas.) No obstante, ¿por qué? ¿Qué ha sucedido para que el que alguien como yo, acomodada, de clase media y en posesión de mis facultades, lleve a cabo tales tareas sin necesidad alguna signifique que estoy chiflada? A veces lo veo de una manera y, a veces, de la otra: primero, pienso que estoy loca, y, luego, que la sociedad en que vivimos está loca. Sin embargo, acepto esta responsabilidad, y soy amiga de Eliza y de Annie, y soy amiga (más que esto, quiero creer) de Maudie, sólo porque decidí serlo. Lo decidí. Por lo tanto, funciona. Si aceptas libremente hacer algo, entonces no resulta absurdo, por lo menos para ti.
A Joyce le digo:
—¿ Qué diferencia existe entre el hecho de que tú seas una «consejera», no importa lo que esta palabra pueda significar, y que yo sea amiga de gente que lo necesita? —le digo esto porque lo que quiero es que ella diga: ¡La diferencia es que a mí me pagan!
Pero, una vez dicho, resulta ridículo.
—¿Quieres decir, Joyce, que ninguna de nosotras debería hacer nunca nada si no nos pagan?
—Bien, de acuerdo, Janna, si quieres ser
lógica
, pero todo cuanto sé es que hay algo neurótico en lo que haces.
—No lo discutiré.
Nos peleamos, a través de toda aquella agua, pero casi siempre parece que nos encontráramos a un kilómetro de distancia, tan claras resultan nuestras voces.
Para mí, tener a Maudie en mi piso durante semanas o meses o, incluso, años, sería absurdo, porque no puedo hacerlo.
Ayer se echó para adelante y me anunció, como si lo lamentara:
—Eres una amiga para las buenas ocasiones.
Tuve que aceptarlo.
—¿Por qué no puedo irme a casa, por qué no puedo? —me dijo esta tarde.
—¡Ya sabe que no puede, Maudie! Ya no puede cuidarse.
—Me he cuidado yo sola perfectamente bien, siempre lo he hecho —dice, sorprendida.
Maudie debería estar, y ella lo sabe, en casa de su hermana, a quien ha dedicado tanto tiempo, años, de afecto y servicio a la familia; debería estar en cama allí, y sus familiares la rodearían, con caldo y leche caliente, le darían los medicamentos.
Tengo un recuerdo de
Guerra y paz
que me fastidia, se refiere a la anciana condesa, en su segunda infancia. Debían permitirle llorar un poco, reír un poco, dormir un poco, discutir un poco... En aquella casa, cantidad de criados, parásitos y gente que dependía de la familia; y una anciana, sentada en una butaca en un rincón, o en la cama, se podía asimilar.
No puedo imaginarme que en alguna de las casas que conozco en este momento se pudiese instalar a Maudie, porque todos trabajamos tanto, tenemos tantas responsabilidades; nuestras vidas están reducidas a lo que podemos meter dentro, nos limitamos a arreglárnoslas y no más.
Lo que pienso cuando me encuentro aquí, sosteniendo la mano de Maudie, es que debería estar en una familia numerosa y cariñosa, que fuera como una red de goma que se puede estirar por aquí o por allá para encajarla a ella, pero esto es una tontería. También me digo que se merecía ser una niña inteligentemente querida por sus inteligentes padres y que su madre no tenía que morir cuando ella tenía quince años, y que tenía el
derecho
de haber sido una persona feliz, sana, próspera durante toda su vida. Cuando digo lo que ella tenía
derecho
a
tener
, ella, una anciana, que va a morir, es algo que elimina apuros, sufrimiento, injusticia, dolor... niega, en pocas palabras, a la condición humana.
Llévame a casa contigo, Janna, llévame a casa contigo.
¡No puedo, Maudie, puede verlo por sí misma! Y ahora debo salir corriendo, es tarde y acaba de entrar el personal de noche. La veré mañana, Maudie.
Hoy fui a la boda. Como siempre, parientes nunca mencionados: te encuentras con gente conocida (en el caso de Phyllis), durante años, en el molde del trabajo. La familia de Phyllis es como la mía. Pero... ¡sorpresa! Charles resulta exótico con una madre muy elegante de París y dos padres, el suyo y el padrastro, ambos mundanos, ocurrentes y encantadores. Phyllis, con un aspecto magnífico, un honor para nosotros y para la revi. Me lo pasé bien.
Dos semanas.
El dolor de Maudie empeora. Tiene unas dosis de calmante muy bien controladas, tres veces al día, pero la observan, con ojos profesionales, cuidadosos, sonrientes, le hacen preguntas amables y, según lo que ven, lo que dice, aumentan gradualmente la dosis.
Cuando entro, a las seis de la tarde, está el vaso con el medicamento encima de la mesita junto a ella. Ellos saben que tomarlo representa para ella una derrota, lo peor,
el final
. Por eso no la apremian a hacerlo o la animan con buen humor. Cuando sienta que le apetece, dicen. Tómelo cuando lo necesite.
Maudie está sentada allí y yo siento su garra huesuda que aprieta. Balancea la cabeza para ver a su enemigo, el vaso con el contenido. Acto seguido, mira para otro lugar. En un momento, su mirada vuelve al vaso. Puedo oír cómo jadea cuando el dolor le quema el estómago.
He aprendido que no debo decir demasiado pronto: ¿Quiere la medicina, Maudie? Cuando lo hago, asiente con la cabeza, de una forma rápida y abstracta, como si pensara en algo mucho más importante; le acerco el vaso a los labios, que se adelantan ansiosos, como criaturas independientes de ella y se doblan encima del borde del vaso como para chupar el contenido.
—Me están robando la cabeza, matan mis pensamientos —me ha musitado, con reproche, dolor, rabia. Por lo menos no ha dicho—:
Tú
me robas...
Las pasadas dos noches, deambuló por la habitación una enfermera, sonriendo, vigilando su reino, uno, dos, tres, cuatro; ha ido de una cama a otra, mirada despreocupada, pero de una forma tan eficiente, trabajando en cada cara anciana —en esta habitación todas son ancianas— y, luego, después de un rato junto a Maudie:
—¿Cómo se siente esta noche, señora Fowler? Buenas noches, señora Somers –y le ha dicho a Maudie—: Si cree que necesita algo para dormir, sólo tiene que llamar.
Esto significa: Si el dolor aumenta...
Ambas noches, antes de irme, Maudie ha agarrado mi falda al levantarme, musitando:
—Diles, no lo olvides... tomaré un poco de leche o algo.
Voy a la mesa de guardia y lo traduzco:
—Me parece que la señora Fowler precisará un poco más de calmante.
—No se preocupe por ella, estaremos con ella en un momento.
Ciertamente, éste es el caso.
Puedo escuchar el pensamiento de Maudie, mientras me apresuro para llegar a casa, entrar en mi baño, que es mi medicamento y mi estado de olvido: si me hubieran ofrecido algo de esto cuando lo necesitaba, cuando no tenía nada que darle a mi Johnnie, y por esta razón me lo robaron...