Authors: Javier Reverte
Así que Anaximandro, descendiente de emigrantes huidos de las invasiones de «los tiempos oscuros», recuperaba un principio muy querido por la destruida civilización aquea, por la civilización micénica a la que cantó Homero en sus poemas: salvaba, adaptándola a los nuevos tiempos, una idea parecida al principio
areté
, de la virtud alzada sobre bases estéticas, el principio de la proporcionalidad que busca «apropiarse de la belleza». Grecia siguió alimentando esa idea de armonía en los siglos posteriores. Fue siempre ésa «su» idea, la Idea griega por excelencia.
Para los griegos, el saber fue, desde Homero a los días clásicos, un todo integrado, un conjunto en permanente equilibrio intelectual: el navegante conocía los poemas de la epopeya aquea y había leído a Heráclito y a Safo; el poeta entendía la dirección de los vientos marinos; el carnicero asistía a los debates filosóficos del ágora si era un ciudadano de pleno derecho, y los filósofos escribían con metáforas poéticas… ¿Imagina el lector que, en nuestro mundo, se exigiera a los estudiantes de ingeniería aeronáutica la lectura de
Don Quijote de la Mancha
? Tal vez ideasen mejores aviones. ¿Y si los poetas de hoy conocieran la teoría del caos? Quizá sus sonetos serían más hondos.
Anaxímenes fue el menor de los tres milesios, no sólo en edad, ya que nació alrededor del 585 a.C, sino también en la consideración de su talento por parte de los estudiosos que han interpretado su obra. Discípulo de Anaximandro, escribió también en prosa, aunque toda su obra se ha perdido y lo que sabemos de él nos ha llegado a través de otros escritores.
Para Anaxímenes, la materia original es el vapor y la tierra flota sobre el aire. Su pensamiento fundamental reside en la idea de que hay una evolución continua del mundo y, en ese sentido, lo primero para él no es la estructura de la materia, sino el movimiento. El cosmos nunca es igual a sí mismo para este último filósofo de la escuela milesia, sino que se renueva siempre en el nacer y el perecer. La luna recibe la luz del sol y las estrellas están prendidas «como clavos» en el firmamento, sin luz propia, sino reflejando la del sol.
La gran aportación de Anaxímenes a la ciencia fueron los principios de condensación y rarefacción, ya que fue el primero en observar que los cuerpos se dilatan al calentarse y se contraen al enfriarse. Esas transformaciones alteran, según él, la sustancia primaria, en un proceso de «disgregación», y explican el mundo diverso y múltiple.
Apenas había una decena de visitantes aquella mañana en el recinto arruinado de Mileto. Como siempre me sucede en los escenarios de las ciudades muertas, no podía comprender bien dónde estuvieron las calles y dónde las plazas, por más que me ayudaba de un mapa trazado en una guía turística. ¿Pisaría ahora las losas de lo que fue la entrada de la vivienda de Tales?, ¿habría por allí un viejo osario, cubierto por el polvo del tiempo, donde se guardaban las cenizas de Anaximandro? Boba idea. Bastaba el poderoso sol para sentir perplejidad, imaginando el clima que rodeó a los primeros pensadores de la Historia. En su libro
Del Café Gijón a Ítaca
escribe Manuel Vicent: «No comprendo cómo pudo haber en este lugar tantos filósofos por metro cuadrado, si aquí todo está hecho para no pensar en nada. El cielo de Anatolia reproduce el fulgor de la harina que convierte cualquier cerebro en miga de pan».
¿Y cómo eran aquellos primeros filósofos? La tradición nos los pinta, siempre, como hombres extravagantes que, pese a ello, despertaban la admiración y la estima de sus conciudadanos. Eran ascetas del estudio y de la reflexión, renunciaban a todo para especular y, en consecuencia, en la vida cotidiana pasaban por ser despistados, como niños, torpes y muy poco prácticos, según cuenta Jaeger. De Tales se dice que un día, mientras caminaba mirando al cielo, se cayó a un pozo. Su criada se rió de él: «De tanto mirar al cielo, no ves lo que hay bajo tus pies», sentenció la mujer. A otro filósofo posterior, Anaxágoras, se le reprochaba el olvido de su familia y de su patria mientras se embebía en los estudios. Y él respondió señalando al cielo: «Allí está mi patria».
Así que, sin entender nada de lo que había bajo mis pies, y mirando hacia lo alto, hacia el fértil campo azul del espacio donde se cultivó con éxito la primera cosecha de pensamientos racionales, llegué a la salida del recinto. Mustafá pareció alegrarse, supongo que harto de esperar bajo un emparrado a aquel extraño turista que disfrutaba caminando entre pedruscos. Regresamos a Söke, a través de los campos eternos que rodean Mileto, yo inundado de agradecimiento a los hombres que nos separaron de la oscuridad y Mustafá fumándose un almacén entero de tabaco dulzón.
Me dejó en la puerta de mi pensión poco después del mediodía.
—
Tonight girls?
—preguntó—.
Guten girls in the beach
.
Negué.
—
Tomorrow me?
—añadió.
Asentí y señalé en la esfera de mi reloj las nueve.
—
Okey
—dijo.
—
Tomorrow Éfeso
—añadí.
Asintió mientras se atusaba el mostacho. Quizá pensaba que yo era un tipo destinado a morir a causa de un empacho de piedras.
La llama del pensamiento milesio corrió como un río de fuego hasta los confines del universo griego. Saltó a las costas de Italia, cuando los ejércitos persas penetraban en Asia Menor y muchos jonios hubieron de buscar nuevas tierras donde encontrar un hogar seguro. Fue así como inundó la mente de Jenófanes, poeta y filósofo, nacido en Colofón, en Asia Menor, desde donde emigró a Elea, en la costa de Calabria. Jenófanes afirmó al principio la existencia de un dios en nada semejante a los mortales, rechazando el antropomorfismo de la epopeya, un dios que era alma del mundo y sostenía el cosmos con la fuerza de su espíritu: un dios «pura vista, puro oído, pura inteligencia». Jenófanes abría de ese modo un poco más la puerta a la metafísica, y sus enseñanzas serían continuadas, en el seno de la escuela «eleática», por el gran Parménides.
Pitágoras, originario de la isla de Samos, emigró también a Italia, a la costa sur, formando en Crotona una especie de comunidad filosófica. A él se deben la famosa teoría de la armonía de las esferas y los más importantes avances del mundo antiguo en ciencias exactas, sobre todo en matemáticas. Para los pitagóricos, que eran como una secta de pensadores místicos, «todo lo que conocemos está representado por un número y sólo alcanzamos a comprender una cosa cuando conocemos su número». Pitágoras, que creía en la inmortalidad del alma, fue el primer filósofo en abordar la comprensión del universo desde el pensamiento puramente abstracto, trascendiendo con su filosofía el mundo de lo visible.
Tras los primeros pasos de los milesios y las aportaciones posteriores de Jenófanes y Pitágoras, todo quedaba preparado para el nacimiento de una nueva cuestión: la pregunta sobre el Ser. No es probable que Parménides de Elea y Heráclito de Éfeso llegaran a conocerse en persona, aunque sí tuvieron noticia, uno y otro, de las teorías metafísicas del contrario. Lo cierto es que sus respuestas a parecidos enigmas abrieron las dos vías principales por las que ha discurrido la filosofía de los tiempos posteriores, y en especial la metafísica.
Parménides de Elea, para contestarse a sus preguntas, se subió a un carro tirado por yeguas y se dejó guiar por las «doncellas solares» hasta la morada de una diosa, quien le revelaría los más grandes misterios. Por su parte, Heráclito de Éfeso, buscando aclarar sus ideas, se tiró de cabeza a un río en cuyas aguas, según determinó, era imposible bañarse dos veces.
El día era ventoso, las tierras asomaban jugosas y los valles resplandecían suaves y feraces. Mustafá seguía empeñado en colocarme su discurso en inglés y alemán, hablándome del fútbol italiano, del alemán, el turco y el español. Opté por desconectar mi atención y sólo asentir cuando giraba el rostro hacia mí, buscando comprensión a sus incomprensibles argumentos. El olor de anís de su tabaco asfixiaba el aroma de pinos que trataba de colarse por la ventanilla. Se me ocurrió pensar, para intentar distraer la salmodia del chófer, que si Heráclito, el gran hijo de Éfeso, había hablado en sus aforismos de un río como metáfora de la vida, alguno tendría que haber por allí cerca.
—
River?
—preguntaba de cuando en cuando a Mustafá, girando mi mano hacia el paisaje.
Y Mustafá se encogía de hombros, pensando tal vez que aquel turista a quien llevaba a bordo enloquecía un poco más a cada rato: primero, en su empeño por hartarse a ver piedras inútiles; segundo, con la manía que le había entrado por encontrar un río en un lugar en el que no había ninguno, y tercero, porque le importaba un bledo el fútbol.
Seguía el chófer con sus cigarrillos y sus golpes, mientras yo continuaba con el rollo del río. A la tercera o cuarta vez que pregunté señaló con la mano hacia su izquierda.
—
No river
—dijo—;
only sea, guten sea
.
Your want sea?
—Éfeso —contesté.
Clavó la vista en la carretera y siguió la marcha en dirección a las ruinas. Logré dejarle mudo durante un rato.
Éfeso es un lugar imponente, uno de los escenarios mejor conservados de lo que fue una ciudad del mundo clásico. Claro está que no es el Éfeso que yo buscaba, pues no hay rastro de la urbe jonia y todo cuanto queda en pie en Éfeso es romano. Dicen las guías turísticas que hubo un río por allí cerca en los siglos anteriores a la era cristiana, el Caistro, quizá el río de Heráclito; pero quedó anegado al llenarse de aluviones tras un terremoto. La vieja ciudad se tiende bajo las faldas del monte Koressos y cuenta con soberbios restos. Paseando por Éfeso, uno es capaz, por fin, de entender cómo fue el trazado urbano de una antigua urbe, cómo eran sus calles, cómo sus templos, su biblioteca, su teatro y su ágora. Emocionan la hermosura del templo de Adriano, la biblioteca de Celso, la puerta de Heracles donde termina la vía de los Curetos, las termas públicas y las lujosas viviendas de los notables. Fue la ciudad más importante del Imperio romano en los territorios de Asia, durante los años de reinado del emperador Augusto. La hermosura y riqueza de motivos ornamentales que muestran sus edificios así lo prueban. La diosa protectora de la urbe, en tiempos griegos y romanos, era Artemisa.
La leyenda dice también que, en Éfeso, pasó sus últimos días la Virgen María y que, en su iglesia, uno de los primeros templos cristianos que se levantaron en Asia, san Juan escribió su Evangelio. La ciudad fue abandonada para siempre por sus habitantes en el siglo XIV, cuando los aluviones que anegaron el río Caistro cegaron también el cercano puerto marítimo. Y Éfeso quedó en las manos de los arqueólogos y a los pies de los miles de extranjeros que la visitan cada año.
Caminaba por la vía de los Curetos abriéndome paso, casi a codazos, entre la avalancha de visitantes. Brillaba el sol sobre los mármoles de antaño. Olía a pinares y cantaban las cigarras. El río de Heráclito no es ahora más que una riada imponente de turistas.
Los dos grandes filósofos presocráticos, Parménides de Elea (Italia meridional) y Heráclito de Éfeso (Asia Menor), fueron contemporáneos, aunque tal vez tuviese menos edad el segundo de ellos. Es muy probable que, pese a la distancia, ambos conocieran la obra del otro. Heráclito, en uno de los fragmentos de su obra, cita a Pitágoras y a Jenófanes, vecinos los dos de Parménides y el segundo de ellos su maestro, en tanto que algunos estudiosos señalan que, en el poema filosófico de Parménides, se encuentran veladas referencias y refutaciones a los criterios de Heráclito. Ello hace pensar que la obra del pensador de Éfeso fue publicada antes que la del maestro de Elea, aunque no exista certeza sobre ello. Los dos sabios se han repartido, casi a partes iguales, el entusiasmo de los filósofos posteriores, podría decirse que incluso hasta nuestros días. Platón los situó en sus escritos como adversarios en el pensamiento, siendo Parménides, en su opinión, el filósofo del ser inmutable, en tanto que Heráclito lo era del devenir infinito. Platón prefería a Parménides, a quien dedicó uno de sus diálogos. Y tal vez por culpa del gran pensador de Atenas, un buen puñado de filósofos posteriores se han alineado en uno u otro bando, junto a la serenidad del pensamiento del de Elea o al lado de la pasión dialéctica del de Éfeso. Parménides ha dado argumentos y metodología a numerosos pensadores metafísicos, con su teoría sobre el Ser eterno, mientras que Heráclito encendió el entusiasmo de escritores como Nietzsche, que imitó su estilo aforístico en varias de sus obras, e incluso ha servido de fuente de inspiración a poetas como el angloamericano T. S. Eliot, que abrió con dos de sus aforismos el poema «Cuatro cuartetos».
Parménides escribió en verso para transmitir sus ideas, siguiendo los modelos de la épica. Heráclito utilizó la prosa poética en forma de sentencias «extrañamente hermosas», al decir de Fernand Braudel. En dos principios estaban ambos filósofos de acuerdo: en su negación de la capacidad cognoscitiva de los sentidos y en la afirmación de que al conocimiento se llega tan sólo a través de la mente. Aunque eran hijos de su pensamiento, rechazaron la filosofía natural de los maestros de Mileto, basada en la percepción sensorial, y arrojaron la razón humana a bucear en los hondos territorios de la abstracción. Y preguntándose sobre el
logos
, la verdad del mundo, crearon la metafísica, u ontología: la especulación sobre el Ser.