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Authors: José Manuel Roldán

Tags: #Histórico

Césares (49 page)

BOOK: Césares
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El aislamiento social del joven Claudio puede que también influyera en uno de los rasgos de su personalidad más desconocidos y atrayentes: su afición por el estudio y su dedicación a las letras. Si, como el mismo Claudio recordaba, hubo de soportar en su infancia la tutela de un antiguo inspector de remontas, que apenas se ocupaba de otra cosa que tratar de fortalecerle a golpes los músculos que su dolencia le impedía controlar, también es cierto que, aun dejado de lado, recibió una educación en consonancia con su posición. En el cultivo de las llamadas disciplinas liberales —literatura, retórica, música, matemáticas y jurisprudencia— debió encontrar el adolescente un refugio que le permitía olvidarse por un tiempo de sus limitaciones y un estímulo para compensar en el desarrollo del intelecto lo que la naturaleza le impedía en el plano físico. Y es digno de notar que consiguiera, precisamente en el arte de la oratoria, si no descollar, al menos sorprender a su entorno por su estimable capacidad para expresarse, no obstante el obstáculo de su tartamudez y el desagradable timbre de su voz. Augusto así lo expresaba en una carta a su abuela Livia: «He oído declamar a tu nieto Claudio y no salgo de mi asombro. ¿Cómo puede hablar con tanta claridad en público, cuando de ordinario tiene la lengua tan entorpecida?».Tenemos un ejemplo de su oratoria en el discurso que pronunció en el año 48 ante el Senado para defender la admisión de la aristocracia gala a las magistraturas senatoriales. En él, muestra la influencia de Cicerón y Livio y una marcada inclinación por los argumentos de carácter histórico, con un estilo más concienzudo en el contenido que elegante en la forma.

Precisamente la historia fue uno de los ámbitos a los que dirigió preferentemente su interés de estudioso y erudito. Escribió en griego, un idioma que dominaba, sendos tratados, en veinte y ocho libros respectivamente, sobre la historia de etruscos y cartagineses, temas que sorprenden teniendo en cuenta que se trataba de dos pueblos que en el pasado habían sido antagonistas de Roma y que, en su época, se encontraban enterrados en un interesado olvido. Además, con el estímulo de Tito Livio y la ayuda de su secretario y tutor, Sulpicio Flavo, Claudio abordó el estudio de la más reciente historia de Roma, con un proyecto que pensaba iniciar en la muerte de julio César. Pero el autor hubo de renunciar a tratar los controvertidos años del segundo triunvirato, siguiendo las recomendaciones de Livia y Antonia, que consideraban imprudente desenterrar acontecimientos y circunstancias aún no tan lejanos como para dejar de resultar comprometedores y, en especial, el recuerdo de las tristemente célebres proscripciones. La obra quedó así en un relato del principado de Augusto, desde el año 27 a.C. hasta su muerte, en cuarenta y un libros, que todavía sobrevivían en época de Suetonio, aunque nada queda hoy de su contenido. Desgraciadamente, también se han perdido los ocho volúmenes de su autobiografia, cuyo supuesto contenido recreó Robert Graves en su novela
Yo, Claudio
.

Al margen de la historia, el interés de Claudio por la erudición queda patente en otras disciplinas. Mostró una inclinación especial por los estudios de medicina y se le atribuye incluso el hallazgo de un antídoto contra las mordeduras de serpiente. Pero esta combinación de teoría y práctica iba a ser sobre todo evidente en sus investigaciones sobre la lengua. A instancias suyas, cuando llegó al poder, se introdujeron en los documentos oficiales tres nuevas letras en el abecedario latino, para anotar con mayor precisión otros tantos sonidos, aunque estas innovaciones no sobrevivieron a su reinado.

El joven Claudio, rechazado en el entorno familiar, hubo de buscar, al margen de sus parientes, otros compañeros en ambientes menos privilegiados, con quienes compartir sus ilusiones y experiencias: esclavos y libertos del palacio imperial, pedagogos y jóvenes príncipes extranjeros, que, como invitados o rehenes, residían en Roma. Con uno de ellos, en especial —el nieto de Herodes el Grande, julio Agripa—, mantendría durante toda su vida una entrañable amistad. Así mostraba su preocupa ción Augusto, en su correspondencia con Livia, sobre las compañías de Claudio:

Durante tu ausencia, invitaré todos los días a mi mesa al joven Claudio, a fin de que no coma solo con su Sulpicio y su Atenodoro. Quisiera que eligiese con más cuidado y menos negligencia a una persona adecuada, cuya actitud, acción y compostura sirvan de ejemplo a ese pobre insensato.

Esta preocupación se extendió, en el momento preciso, a la elección para Claudio de una esposa, materia que, en consideración a su carácter de miembro de la casa imperial, no podía, a pesar de todo, dejarse de lado. Augusto, en sus obsesivas componendas endogámicas, pensó en un primer momento en su bisnieta Emilia Lépida, la hija de Julia la Menor, aunque la caída en desgracia de sus padres deshizo el proyecto. Tampoco iba a prosperar su matrimonio con Livia Medulina Camila, hija de Furio Camilo, un protegido de Tiberio: la novia murió el mismo día de la boda. Finalmente, Claudio desposó, en 9 o 10 d.C., a Plaucia Urgulanila, hija de Marco Plaucio Silvano, un consular de origen patricio, también amigo de Tiberio, cuyos servicios en los Balcanes le habían proporcionado los ornamentos triunfales. La unión seguramente fue propiciada por Livia, buena amiga de su abuela Urgulania. De la unión nacerían dos hijos, Druso y Claudia.

Por esta época, cuando incluso otros jóvenes de familias menos distinguidas daban sus primeros pasos en la vida pública, Claudio sólo recibió irrelevantes distinciones de carácter social, ligadas a cargos sacerdotales. Y esta relegación se mantuvo cuando, muerto Augusto, Tiberio subió al poder. A la solicitud de Claudio de ser elegido para la cuestura, la magistratura más baja en la carrera de los honores, pero que abría al candidato las puertas del Senado, Tiberio contestó con una negativa, que suavizó ofreciéndole los
ornamenta consularia
, las insignias correspondientes a la magistratura consular, concedidos a personajes extranjeros o a miembros del orden ecuestre a quienes se quería distinguir con honores vacíos de contenido, y un puesto en el colegio sacerdotal —los
sodales Augustales
— creado para rendir culto a Augusto deificado. Pero cuando, poco después, Claudio volvió a insistir sobre la misma petición, la respuesta fue contundente y también más ofensiva: «Te mando cuarenta piezas de oro para las Saturnales y las Sigilarías», dando a entender que debían bastarle para contentarse los regalos que era costumbre hacer a parientes y amigos en las fiestas que se celebraban del 17 al 23 de diciembre en honor del dios Saturno.

Tiberio, a lo largo de sus más de veinte años de reinado, se mantuvo inflexible en esta actitud hacia su sobrino, incluso cuando las desgracias familiares —la muerte del hermano de Claudio, Germánico, y la de Druso, el único hijo de Tiberio— parecieron acercarle a la sucesión al trono. Tiberio prefirió acudir a la siguiente generación, a los hijos de Germánico, aunque en la mente del prefecto del pretorio, Sejano, anidasen esperanzas de conseguir para sí mismo la designación como sucesor. En este descabellado proyecto Claudio jugaría un papel secundario, al aceptar el matrimonio de su hijo, el malogrado Druso Claudio, con la hija de Sejano, y dar con ello al prefecto la satisfacción de entrar a formar parte de la familia imperial. El matrimonio no llegaría a celebrarse: el desgraciado joven, todavía en la adolescencia, murió de asfixia cuando jugaba a lanzar hacia lo alto una pera para atraparla con la boca. La poca disposición de Tiberio a hacer concesiones a su sobrino quedaría manifiesta incluso en circunstancias intrascendentes, como la que relata Suetonio:

Quiso, además, [el Senado] hacer reconstruir a costa del Estado su casa, destruida por un incendio, y conferirle el derecho de emitir su opinión en el rango de los consulares. Tiberio hizo, sin embargo, revocar este decreto, alegando la incapacidad de Claudio y prometiendo indemnizarle él mismo de sus pérdidas.

El matrimonio de Claudio con Urgulanila no iba a durar mucho. En el año 28 Claudio se divorciaba de ella, según las fuentes por su comportamiento deshonesto y por sospechas de homicidio. Los adulterios de Urgulanila debieron de ser tan notorios que Claudio se negó a reconocer a su hija, nacida cinco meses después del divorcio, convencido de que el verdadero padre era un liberto, de nombre Bóter. Y, en cuanto a la segunda acusación, sabemos por Tácito que el hermano de Urgulanila, Plaucio Silvano, fue llevado ante Tiberio por su suegro como culpable de haber precipitado al vacío a su esposa Apronia. El crimen quedó probado y el emperador autorizó a su abuela, Urgulania, por la vieja amistad que la unía con su madre, Livia, a enviarle a la prisión un puñal para que acabara dignamente con su vida.

Unos meses después, Claudio eligió por esposa a Ella Petina, una pariente lejana de Sejano, que le daría una hija, Antonia. Cuando, en el año 31, se produjo la caída del prefecto del pretorio, y a pesar de estas relaciones —sin duda, muy superficiales—, Claudio fue mantenido al margen de la persecución que se cebó sobre los familiares, amigos y partidarios del defenestrado valido. Más aún: fue elegido por el orden ecuestre, al que pertenecía, para transmitir a los cónsules sus felicitaciones por la supresión del traidor. Pero el ostracismo de Claudio continuó hasta la muerte de Tiberio, quien apenas le mencionó en el testamento dentro de la tercera categoría de herederos.

La subida al trono de Calígula, en el año 37, alentó, en un principio, las esperanzas de Claudio de intervenir en la vida política.Así pareció indicarlo su nombramiento como colega del emperador para el consulado de ese mismo año y la promesa de ser reelegido para la magistratura al término de cuatro años. Había pasado de sobrino a tío del emperador y, en ocasiones, en su ausencia, le sustituyó en la presidencia de los espectáculos, donde, al decir de Suetonio, era cariñosamente saludado con gritos como «¡prosperidad al tío del emperador!» o «¡prosperidad al hermano de Germánico!». Pero se trataba de una ilusión. Claudio, en las manos de Cayo, ya no fue sólo el pariente molesto, aunque tolerado por la familia, sino el juguete de la crueldad de un pariente que disfrutaba mortificándole y poniéndole en ridículo, y que con sus actos parecía incitar a los demás a cebarse sobre su desgraciada apariencia. El infierno de Claudio queda bien retratado en estos fragmentos de Suetonio:

Pero no por esto dejó de ser juguete de la corte. Si llegaba, en efecto, algo tarde a la cena, se le recibía con disgusto y se le dejaba que diese vueltas alrededor de la mesa buscando puesto; si se dormía después de la comida, cosa que le ocurría a menudo, le disparaban huesos de aceitunas o de dátiles, o bien se divertían los bufones en despertarle como a los esclavos, con una palmeta o un látigo. Solían también ponerle en las manos sandalias cuando roncaba, para que al despertar bruscamente, se frotase la cara con ellas… Por otra parte, era constantemente objeto de delaciones por parte de la servidumbre y hasta de extraños.

Con ser crueles, no fueron éstas las peores experiencias sufridas por Claudio a lo largo del reinado de Calígula. La mortificación a que era continuamente sometido por su sobrino vino también a extenderse a su propia nueva condición de hombre público. Ya desde el principio, no bien hubo tomado posesión del consulado, Cayo le amenazó con destituirlo por su lentitud en mandar erigir estatuas en honor de los dos desgraciados hermanos del emperador, Nerón y Druso. Pero, sobre todo, tras la conspiración del año 39, dirigida por Getúlico, el comandante de las fuerzas militares del Alto Rin, con la participación de las propias hermanas y del cuñado del emperador, la furia de Cayo se volvió contra sus parientes, prohibiendo, entre otras cosas, que se les tributase cualquier tipo de honores. No podía, por ello, ser más inoportuna la delegación del Senado, encabezada por Claudio, que fue enviada a Germanía para felicitar al emperador por el descubrimiento de la conspiración. Airadamente, Calígula despidió a los enviados y se enfureció por que se hubiese elegido a su tío para presidirla, como dando a entender que era considerado como un chiquillo al que hubiesen de darse lecciones. Más aún: al parecer, llegó incluso a precipitar a su tío, vestido, al Rin. Las humillaciones a que se vio sometido Claudio llegaron al colmo cuando fue relegado al último puesto en el turno de palabra, entre sus iguales en dignidad, en las sesiones del Senado, en una de las cuales incluso llegó a ser acusado de falso testimonio.

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