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Authors: José Manuel Roldán

Tags: #Histórico

Césares (47 page)

BOOK: Césares
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El Emperador y su obra de Gobierno

E
l breve reinado de Calígula se deshace en intrigas de palacio, que, con todo su dramatismo, apenas cuentan con un real contenido histórico. Probablemente jamás podrá alcanzarse la verdad sobre la auténtica personalidad del príncipe. Los argumentos se repiten, una y otra vez, con el apoyo de las mismas fuentes documentales. Así se ha tejido la imagen del emperador loco, que tan magistralmente recreó Albert Camus en su Calígula, o la más reciente y menos drástica de considerar a Cayo, al menos, inadecuado para el papel que el destino tuvo el capricho de asignarle. Pero, más allá de interpretaciones sobre su personalidad o de sus efectos sobre las vidas del círculo que le rodeaba, interesa, sobre todo, la repercusión de su reinado en la historia del imperio. Pocas medidas concretas de administración pueden adscribirse a su iniciativa, y las que conocemos no tienen excesivo interés, provocadas por repentina oportunidad y de efecto teatral. Pueden enumerarse, entre ellas, la orden de reanudar la publicación de los resúmenes de las actas públicas, la introducción de una quinta decuria de jueces y la ya mencionada de devolver a los comicios
populares
parte de su función electiva, sustraída por Tiberio en beneficio del Senado. La evolución del mundo provincial, en el que Cayo no parece haber mostrado excesivo interés y, por ello, al margen de su intervención, siguió su curso sin interferencias y, en consecuencia, sin acontecimientos dignos de mención, con excepción del progrom de Alejandría o de los incidentes de Judea, preámbulos de un problema de dramáticas consecuencias para el pueblo judío.

Sólo podrían enumerarse una serie de medidas diplomáticas, tampoco exentas de problemas. También en este aspecto el reinado de Cayo aparece como una antítesis total de las tendencias de Tiberio: frente a la política de este emperador de abolir los estados clientes en las fronteras del Éufrates, Cayo distribuyó con prodigalidad reinos, incluso interviniendo en el anterior ordenamiento político de la zona.

Resulta poco convincente la hipótesis de ver en esta actitud el deseo de materializar una política sistemática en la Enea de Antonio, que tendía a gobernar el Oriente a través de una serie de estados vasallos o clientes bajo la soberanía de Roma. La elección al frente de estos estados de dinastas amigos personales del
princeps
y la manifiesta inoportunidad de algunas de las medidas parecen más bien apuntar a la satisfacción de deseos auto cráticos al margen de la razón de Estado: las impresiones grabadas en su mente de niño, cuando acompañó a su padre en el viaje a Oriente, los contactos y la amistad surgida en Roma con ciertos príncipes que, como rehenes o huéspedes, eran educados en la corte, algunos de ellos emparentados con él a través de Marco Antonio, y la fascinación de Oriente como modelo de monarquía teocrática serían determinantes en esta política, que habría de manifestarse desastrosa por sus negativas consecuencias para la economía romana y como germen de peligrosos fermentos de inquietud.

En particular, dos determinaciones de política exterior tendrían graves consecuencias: la destitución de Mitrídates de Armenia, que dejó indefensa y abandonada a la intervención parta una región de tan vital importancia estratégica para los intereses romanos, y la condena a muerte de Ptolomeo de Mauretania, cuya desaparición desencadenó en la región conflictos bélicos que, sin ser sofocados, pasarían al reinado de Claudio.

Por lo demás, Cayo llevó a efecto una generosa distribución de reinos en Oriente. Una de sus primeras iniciativas fue la restauración de la monarquía independiente de Comagene. Separado de Siria, el reino fue puesto en manos de su amigo personal Antíoco, hijo del monarca precedente, notablemente ampliado con la Cilicia Traquea y una parte de la Licaonia. Antíoco recibió, además, todo el montante de los tributos recaudados en la región durante los veinte años de administración romana, cien millones de sestercios. Los tres hijos del rey Cotis de Tracia y de Antonia Trifena, sobrina-nieta de Marco Antonio, fueron asentados en los tronos de diversos reinos. Roemetalcis recibió la parte oriental del reino de Tracia, donde había reinado su padre y que, bajo Tiberio, transitoriamente, había estado administrada por Trebeleno Rufo. En el norte de Capadocia, Cayo creó estados vasallos para los otros dos hermanos: a Polemón le fue asignado el reino del Ponto y a Cotis, Armenia Menor, que había estado incluida en el reino de Capadocia. También fueron desgajadas partes de Siria para recompensar a amigos personales del emperador. Una parte del principado de Iturea, en el norte del Líbano, fue confiada al príncipe indígena Soemo, y la importante ciudad de Damasco, a Aretas, rey de los nabateos. Pero, sin duda, el dinasta que mejor aprovechó la amistad personal de Cayo fue el príncipe judío julio Agripa.Tras la muerte de Drusila, le otorgó las tetrarquías de Iturea y Galilea, que habían gobernado sus tíos Filipo y Herodes Antipas, con el título de rey.

En conjunto, el breve reinado de Calígula tuvo un efecto negativo en la frontera oriental, con esta política de devolver la independencia a territorios de vital importancia estratégica, incorporados al imperio por Tiberio, agravada con desafortunadas medidas, como la destitución del hábil gobernador de Siria, Lucio Vitelio, que, reclamado a Roma, sólo logró salvar la vida, como sabemos, sometiéndose a vergonzosas humillaciones. Si a ello añadimos la abierta revuelta de Mauretania, la grave situación en Judea, desencadenada con la política religiosa del emperador, y el antisemitismo, extendido de Alejandría a la vecina Siria, es manifiesto que la política exterior de Cayo cargaba con una inquietante hipoteca el reinado de su sucesor.

En suma, el programa político de Cayo, que descubren sus actos de gobierno, razonablemente demostrables como auténticos, y no producto de una propaganda hostil, parecen mostrar una extraordinaria inmadurez de juicio político. Cayo no llegó a conocer personalmente la obra de Augusto. La educación recibida había estado, en gran parte, dirigida por Agripina a inculcar en su espíritu el orgullo de su ascendencia y el odio por el mortal enemigo de su familia. Mantenido por Tiberio al margen de toda iniciación en los asuntos públicos, desconocía por completo los fundamentos en los que se apoyaba la esencia del principado, entre la justificación personal ante la sociedad romana y el reconocimiento de un estamento con conciencia política. En cierta medida, el punto de partida de Cayo era semejante al de los tiranos griegos de la segunda generación. Sin esfuerzo ni iniciativa alguna para afirmar su posición, el
princeps
se encontró en posesión personal de unos casi ilimitados medios de poder, considerándolos como un legado que le correspondía por derecho y, consiguientemente, libre de usarlos a su gusto y capricho. No sólo no reconoció las obligaciones que entrañaba el legado de Augusto frente a la clase política del Senado y frente a la sociedad, sino que, todavía más, consideró equivocado el proceder del fundador del imperio. Para el más poderoso señor del mundo no podían existir limitaciones o escrúpulos con las instituciones republicanas, porque atentaban a la majestad monárquica, en la forma pura que parecía emanar del concepto de realeza oriental y helenística, que Cayo aprendió a conocer en la casa de su abuela Antonia y en el entorno de servidores orientales. Era un punto de partida equivocado, pero perseguido con tal ahínco y con tantos ejemplos de irracionalidad, que dieron justificación al general acuerdo de la Antigüedad en considerar al emperador como enfermo mental. Los actos de gobierno de Cayo no son una retahíla inconexa de disparatados caprichos, pero tampoco la consecuencia de un programa elaborado de madurez política. Existía una cierta ratio política, una tendencia, no sin lógica, hacia un total absolutismo, en el que la veneración divina, sobre todo, se considera la máxima expresión de la dignidad imperial. Era, sin duda, una imitación del helenismo, pero todavía más exagerada en sus aspectos teocráticos, porque Calígula no quiso contentarse con ser venerado como una divinidad, sino convertirse en un auténtico dios. La oposición que esta psicopatía tenía que despertar le condujo finalmente a la muerte. Pero el reinado de Calígula no fue un simple episodio, ni un intermedio en la historia del principado. El atentado contra los fundamentos del régimen sería ya siempre una amenaza a la estabilidad del sistema creado por Augusto.

L
a tradición literaria sobre Claudio une al acostumbrado rechazo senatorial por los emperadores que han avanzado en el camino de convertir la ficción del principado en realidad monárquica, la incomprensión o, más aún, repugnancia de la cultura grecorromana por la deformidad fisica. Es cierto que, en contrapartida, la recreación de Robert Graves en su novela histórica
Yo, Claudio
, llevada magistralmente a la pequeña pantalla por la BBC, ha divulgado la imagen, igualmente falseada, de un benévolo intelectual, de sentimientos republicanos, que, para sobrevivir en un entorno hostil y peligroso, se vio obligado, con astucia, a exagerar sus defectos físicos. El reinado del tercer sucesor de Augusto viene a ser así un campo no tanto controvertido como rico en precisiones, que, a través de un análisis de sus rasgos personales y medidas de gobierno, basado no sólo en las fuentes literarias, sino en documentos epigráficos y papirológicos, nos proporcione las claves de una interpretación objetiva que devuelva su figura al lugar que le corresponde en la historia.

El príncipe despreciado

T
iberio Claudio Nerón, hijo de Druso y de Antonia, nació en la colonia romana de Lugdunum (Lyon), la capital de la Galia Comata, el 1 de agosto del año 10 a.C. La fecha de su nacimiento, como recuerda Suetonio, coincidió con la dedicación de un altar a Augusto en la ciudad y con la celebración del vigésimo aniversario de la toma de Alejandría, que puso fin a la guerra contra Marco Antonio y Cleopatra.

Druso Claudio Nerón, su padre, había nacido tres meses después de que su madre, Livia Drusila, se convirtiera en la esposa de Octavio, el heredero de César, una vez divorciada de Tiberio Nerón. Su hermano mayor, Tiberio, el futuro emperador, también acompañó a su madre al nuevo hogar, en el Palatino. Frente al carácter de Tiberio, callado y lleno de inhibiciones, Druso era encantador y captaba fácilmente las simpatías de su entorno. Ambos, crecidos en el entorno del palacio imperial, desde muy pronto se habían mostrado como excelentes militares en los encargos que Augusto les había confiado en las fronteras septentrionales del imperio. Druso, en concreto, después de haber conquistado los Alpes, se había atrevido a cruzar el Rin, desde su puesto de gobernador de la Galia, y, en lucha contra las tribus germanas, consiguió llegar hasta el Elba y así casi dar cumplimiento al propósito de Augusto de someter toda la Germanía libre. Pero, al regreso de la campaña, en 9 a.C., una caída del caballo que montaba le fracturó la pierna y, a consecuencia del accidente, murió a los pocos días, con apenas veintinueve años de edad. Convertido en leyenda, los honores póstumos se amontonaron sobre su persona y, entre ellos, el sobrenombre de Germánico, otorgado por el Senado, para él y sus descendientes.

La madre de Claudio, Antonia la Menor, era hija de Marco Antonio y Octavia, la hermana de Augusto. Nacida en Atenas, había sido llevada a Roma sin apenas tiempo de conocer a su padre, que, tras divorciarse de su madre, se había suicidado en Egipto. De su matrimonio con Druso tuvo varios hijos, pero sólo tres sobrevivieron: Germánico, Livila y Claudio. El mayor, Germánico, iba a emular pronto a su padre como victorioso comandante y, gracias a sus dotes personales, durante cierto tiempo el propio Augusto había llegado a considerarle como su posible heredero. Se había casado con Agripina, nacida del matrimonio de Agripa con Julia, la hija de Augusto, y de sus nueves hijos habían sobrevivido seis: tres varones —Nerón, Druso y Cayo (el futuro Calígula)— y tres hembras —Agripina, Drusila y Livila—. Pero Augusto había decidido finalmente nombrar sucesor a su hijastro Tiberio, que, no obstante, hubo de adoptar a Germánico como hijo y futuro sucesor. En los primeros años de gobierno de su tío y padre adoptivo, como comandante en jefe de los ejércitos del Rin, hubo de sofocar un motín de las tropas y, tras una campaña militar de dudosos resultados en el interior de Germania, fue enviado por Tiberio como encargado de una misión diplomática a Siria, donde murió, al parecer envenenado.

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