El espectro del Titanic

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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: El espectro del Titanic
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Estamos en el 2010. Dentro de dos años se cumplirá el centenario de un suceso que ha obsesionado al mundo: el hundimiento del
Titanic
. Los restos del que fuera el mayor y más famoso transatlántico yacen a cuatro mil metros de profundidad, en el fondo del océano Atlántico, cual perenne recordatorio de la fragilidad de la técnica frente a los embates de la naturaleza.

Un siglo después, el afán de sacarlo a la superficie es irresistible. Sin embargo, el
Titanic
oculta un inquietante secreto que puede cambiar el futuro del mundo.

Arthur C. Clarke

El espectro del Titanic

ePUB v1.0

Crubiera
29.08.12

Título original:
The Ghost from the Grand Banks

Arthur C. Clarke, 1990.

Traducción: Ana María de la Fuente

Diseño portada: Charles Irasadis

Editor original: Crubiera (v1.0)

ePub base v2.0

A mi viejo amigo Bill MacQuitty

que, siendo niño,

presenció la botadura del
R.M.S. Titanic
,

y, cuarenta y cinco años después,

lo hundió por segunda vez.

I Preludio
I. Verano del 74

Tiene que haber mejor manera de celebrar los veintiún años que la de asistir a un funeral en masa, se decía Jason Bradley: pero, por lo menos, no se sentía implicado en sus sentimientos personales. Se preguntaba si el director de la Operación JENNIFER y sus compinches de la CIA sabrían siquiera los nombres de los sesenta y tres marineros rusos que iban a lanzar al mar.

Toda la ceremonia parecía irreal, y la presencia del equipo de filmación acentuaba la impresión. Jason se sentía como un extra en una película de Hollywood y tenía la sensación de que, cuando los cadáveres envueltos en sus blancos lienzos se deslizaran hacia el mar, alguien gritaría: «¡Acción!» Al fin y al cabo, era posible —incluso probable— que el mismísimo Howard Hughes fuera en el avión que hacía pocas horas había volado en círculo sobre ellos. Si no
el Viejo
, algún otro jefazo de la Summa Corporation debía de ir en él; nadie más sabía lo que estaba ocurriendo en esta solitaria zona del Pacífico, a mil kilómetros al noroeste de Hawai.

Ni siquiera los hombres del equipo de operaciones del
Glomar Explorer
—que habían sido cuidadosamente aislados del resto de la tripulación— sabían en qué consistía la misión hasta que se hicieron a la mar. Que pretendían realizar una operación de salvamento sin precedentes era obvio y todos apostaban por un satélite de reconocimiento perdido. Nadie sospechaba que fueran a sacar a flote a todo un submarino ruso que se encontraba a dos mil brazas de profundidad: con sus cabezas nucleares, sus códigos y todo su equipo criptográfico, y, desde luego, su tripulación…

Hasta aquella mañana —¡sí, fue lo que se dice todo un cumpleaños!— Jason nunca había visto la muerte. Quizá fue una curiosidad morbosa lo que le impulsó a ofrecerse voluntario cuando el personal sanitario pidió ayuda para subir los cadáveres del depósito. (Los encargados de los planes en el Cuartel General de la CIA habían pensado en todo y proporcionado refrigeración para cien cadáveres). Jason se quedó asombrado —y aliviado— al ver lo bien conservados que estaban la mayoría de los cuerpos, tras haber pasado seis años en el fondo del Pacífico. Los marineros, que habían quedado atrapados en compartimientos estancos, al abrigo de depredadores, parecían estar durmiendo. Jason pensó que, si hubiera sabido cómo se decía en ruso «¡Despierta!» habría sentido el impulso de gritarlo.

Pero, desde luego, a bordo había alguien que sabía ruso y que lo hablaba a la perfección, porque todo el funeral se había hecho en esta lengua; sólo ahora, al final, se utilizó el inglés cuando el capellán del
Explorer
pronunció, a su vez, las últimas palabras de la ceremonia fúnebre marinera.

Después del «Amén» final, se hizo un largo silencio, roto por una breve orden a la Guardia de Honor. Y entonces, mientras, uno a uno, los marineros perdidos se deslizaban suavemente por la borda, sonó una música que perseguiría a Jason Bradley durante el resto de su vida.

Era triste, pero no se parecía a ninguna música fúnebre que Jason hubiera oído; en su ritmo lento e implacable, estaba toda la fuerza y el misterio del mar. Jason no era un muchacho muy imaginativo, pero creía estar escuchando el sonido de las olas batiendo eternamente una costa rocosa. Tardaría muchos años en averiguar lo acertada que había sido la elección de la pieza.

Los cuerpos estaban bien lastrados y entraron en el agua de pie, salpicando apenas y desaparecieron instantáneamente; llegarían intactos a su definitivo lugar de descanso, antes de que los tiburones pudieran mutilarlos.

Jason se preguntaba si sería cierto el rumor de que la película de la ceremonia iba a ser enviada a Moscú. Sería un gesto civilizado, aunque bastante ambiguo. Y dudaba mucho que los servicios de Seguridad lo aprobaran, por más cuidadosamente que se hiciera el montaje.

Cuando el último marinero hubo retornado al mar, la música obsesiva fue acallándose. La lúgubre atmósfera que durante tantos días había envuelto el
Explorer
pareció disiparse como un banco de niebla arrastrado por el viento. Hubo un largo momento de completo silencio; luego, las dos palabras «Rompan filas» salieron por el sistema de megafonía, no con la habitual brusquedad sino en un tono tan bajo que transcurrieron unos segundos antes de que la formación se deshiciera y los hombres empezaran a dispersarse.

Ahora, pensó Jason, ya puedo celebrar una fiesta de cumpleaños como es debido. Poco imaginaba él que un día volvería a pisar aquella cubierta: en otro mar y en otro siglo.

II. Los colores del infinito

Donald Craig odiaba estas visitas, pero sabía que continuarían mientras ellos dos vivieran; si no ya por amor (si
realmente
lo hubo alguna vez), por lo menos por compasión y por el dolor compartido.

A veces es tan difícil advertir lo evidente, que tuvieron que transcurrir varios meses antes de que él comprendiera la verdadera causa de aquel desagrado. La «Clínica Dorrington» parecía más un hotel de lujo que un centro mundialmente famoso para el tratamiento de trastornos psicológicos. Aquí nadie moría; por los pasillos no circulaban camillas camino de los quirófanos; no había médicos de bata blanca que mostraran pavlovianas reacciones cuando sonaban sus buscapersonas y ni siquiera las enfermeras llevaban uniforme. Pero, a pesar de todo, aquello era, esencialmente, un hospital; y en un hospital Donald, a los quince años, había visto a su padre luchar por cada bocanada de aire mientras moría lentamente de la primera de las dos grandes plagas del siglo XX.

—¿Cómo la ve esta mañana, Dolores? —preguntó a la enfermera, después de registrarse en Recepción.

—Muy animada, Mr. Craig. Me pidió que la llevara de compras. Quiere comprarse un sombrero.

—¿Un sombrero? Es la primera vez que habla de salir.

Craig hubiera debido alegrarse; no obstante, se sentía un poco mortificado: Edith nunca le hablaba, peor aún, parecía ausente cuando él iba a verla, y miraba a través de él como si no existiera.

—¿Qué dice el doctor Jafferjee? ¿La autoriza a salir de la clínica?

—Me temo que no. Pero es buena señal que empiece a mostrar interés por el mundo que la rodea.

¿Un
sombrero
nuevo?, pensó Craig. Una reacción típicamente femenina pero ni por asombro típica de Edith, que siempre había vestido… en fin, de un modo más funcional que elegante, y no tenía inconveniente en comprarse la ropa del modo habitual, es decir, por la teletienda. Sin saber por qué, él no la imaginaba en una sombrerería de Mayfair, rodeada de cajas de sombreros, papel de seda y dependientas serviciales, pero si eso era lo que ella quería, adelante; cualquier cosa, con tal de ayudarla a escapar de aquel laberinto matemático literalmente infinito.

¿Y en qué punto de sus interminables exploraciones se hallaba ahora? Como de costumbre, él la encontró acurrucada en un sillón giratorio, mientras en la pantalla de un metro cuadrado que dominaba una pared del dormitorio se formaba una imagen. Craig observó que la pantalla estaba en la modalidad de alta resolución —dos mil líneas—, por lo que el superordenador tenía que desarrollar toda su potencia para dibujar un pixel cada dos o tres segundos. A un observador profano le hubiera parecido que la imagen estaba congelada e inacabada; sólo una observación más atenta permitía descubrir que el extremo de la línea inferior reptaba lentamente a través de la pantalla.

—Empezó esta serie ayer por la mañana a primera hora —susurró Dolores, la enfermera—. Desde luego, no lleva aquí sentada desde
entonces
. Ahora duerme bien, incluso sin sedante.

La imagen parpadeó brevemente cuando una línea de exploración quedó completa y la siguiente empezó a deslizarse lentamente de izquierda a derecha. Ahora estaba expuesto más del noventa por ciento de la imagen; la parte baja que todavía estaba trazándose poco mostraría que fuera interesante.

A pesar de las docenas —no: centenares— de veces que Donald Craig había contemplado estas imágenes en fase de creación, todavía se sentía fascinado. Una parte de esta fascinación se debía al saber que él estaba mirando algo que ningún ojo humano había visto, ni volvería a ver si en el ordenador no se preservaban las coordenadas. Buscar al azar de una imagen perdida sería tan inútil como tratar de encontrar un grano de arena determinado, en todos los desiertos del mundo.

¿Y dónde estaba ahora Edith en su interminable exploración? Él miró brevemente el pequeño monitor situado debajo de la pantalla principal y comprobó la enorme magnitud de las cifras que, implacablemente, dígito a dígito, desfilaban por él. Se agrupaban en series de seis, para facilitar su lectura al
ojo
humano, aunque no había manera de hacer que el
ojo
humano pudiera abarcarlas en su conjunto.

…seis, siete, ocho series; cuarenta dígitos en total. Eso significaba…

Hizo un rápido cálculo mental o, habilidad que había caído en desuso en esta época y de la cual él se sentía extraordinariamente orgulloso. El resultado lo impresionó, aunque no sorprendió. A esta escala, la imagen base original sería mucho mayor que la galaxia. Y el ordenador podía continuar aumentándola hasta que fuera mayor que el Universo, aunque a
esa
escala, el cálculo de una sola imagen podía llevar años.

Donald Craig podía comprender por qué Georg Cantor, el descubridor (¿o debía decir inventor?) de los números más allá del infinito había pasado los últimos años de su vida en una clínica para enfermos mentales. Edith había dado los primeros pasos por aquel mismo interminable camino, ayudada por unas máquinas que los matemáticos del siglo XIX no hubieran podido ni soñar. El ordenador que generaba estas imágenes hacía billones de operaciones al segundo; en pocas horas, podía procesar más números de los que había manipulado la especie humana desde que el primer hombre de Cro–Magnon empezara a contar guijarros en el suelo de su caverna.

Aunque los perfiles que se desarrollaban en la pantalla nunca se repetían exactamente, podían clasificarse en un número relativamente pequeño de categorías fácilmente reconocibles. Había estrellas multipuntas con grados de simetría del séxtuplo, el óctuplo o superiores; espirales que unas veces recordaban la trompa de un elefante y otras, los tentáculos de un pulpo; amibas negras enlazadas por redes de ensortijados zarcillos; complejos y faceteados ojos de insectos… Dado que no existía absolutamente ninguna referencia de la escala, algunas de las imágenes que se creaban en la pantalla tanto podían interpretarse como curiosas galaxias como la microfauna contenida en una gota de agua de acequia.

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