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Authors: José Manuel Roldán

Tags: #Histórico

Césares (48 page)

BOOK: Césares
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No iba a ser menos trágico el destino de su hermana Livila. En el año 31, su propia madre, Antonia, iba a descubrir ante Tiberio el complot que la implicaba con el todopoderoso prefecto de la guardia pretoriana, su amante Sejano, en la muerte de su esposo Druso, el hijo del emperador, como parte de un insensato proyecto del prefecto para suplantar a Tiberio en el solio imperial. Fue la propia Antonia la encargada de infligir a su hija el castigo: encerrada en sus habitaciones, la dejó morir de inanición.

En el entorno imperial,Antonia gozaba de una influencia semejante e incluso superior a la de la propia madre del emperador, Livia. Su imponente figura, atrincherada en una viudedad que no quiso nunca romper, su carácter enérgico e intransigente y su trato franco y directo la hacían tan temida como buscada. Sus importantes conexiones con Oriente y sus extensas propiedades en Italia, Grecia y Egipto habían convertido su casa en centro de recepción de ilustres invitados, que requerían su hospitalidad cuando visitaban Roma. En particular, jóvenes príncipes de varias casas reales —Mauretania, Judea y Tracia— habían encontrado en la mansión de Antonia un segundo hogar donde completar su educación.

Sólo Claudio sobrevivió al trágico destino de sus hermanos, aunque hubo de pagarlo a un alto precio: el de su propia apariencia física. Desde su infancia fue víctima de una enfermedad que no sólo hizo estragos en su salud, sino que deformó su apariencia y retardó el desarrollo de su mente hasta el punto de incapacitarlo, según la opinión del entorno familiar, para la vida pública. Afectado por una serie de tics y taras fisicas, y considerado como idiota, fue apartado de cualquier cargo oficial, no obstante su condición de miembro de la familia imperial como nieto de Livia y sobrino de Tiberio.

Aunque contamos con una abundante información sobre las condiciones fisicas de Claudio, no está definitivamente resuelto el problema de las causas de su discapacidad, que durante mucho tiempo se achacaron a un nacimiento prematuro o a una parálisis infantil, descartada una supuesta herencia genética saturada de rasgos negativos, aún más improbable si se considera el sorprendente contraste con su hermano Germánico. De los retratos de Claudio, quizás el más objetivo es el que nos ha dejado Suetonio:

Ostentaba Claudio en su persona cierto aspecto de grandeza y dignidad, tanto en pie, como sentado, pero preferentemente en actitud de reposo. Era alto y esbelto, su rostro era bello y hermosos sus blancos cabellos y tenía el cuello robusto; pero cuando marchaba, sus inseguras piernas se doblaban frecuentemente; en sus juegos, así como en los actos más graves de la vida, mostraba varios defectos naturales: risa completamente estúpida; cólera más innoble aún, que le hacía echar espumarajos; boca abierta y narices húmedas; insoportable balbuceo y continuo temblor de cabeza, que crecía al ocuparse de cualquier negocio por insignificante que fuese.

Otros autores coinciden en muchos de estos rasgos. Así, Dión Casio subraya los temblores de cabeza y de manos y la falta de firmeza de su voz, mientras Juvenal se detiene en su «cabeza temblorosa, con labios de donde la saliva fluía a grandes chorros». Pero es Séneca el que ofrece el más despiadado retrato del emperador, al que tilda en su sátira
Apokolokyntosis
—la transformación de Claudio en calabaza cuando, muerto y deificado, sube a los cielos— de hombre de «cuerpo engendrado por la cólera de los dioses», subrayando, entre sus rasgos, la cabeza temblorosa, el pie derecho renqueante, la sordera y el sonido confuso y ronco de su voz indecisa. Y son precisamente estas características —debilidad de los miembros inferiores, cabeceos involuntarios, problemas de locución y voz sorda y desagradable, secreciones de boca y nariz, tendencia a la sordera— las que permiten suponer que Claudio sufrió una patología de tipo neurológico. Estudios médicos recientes han precisado que debió de tratarse de la llamada «enfermedad de Little», cuyas manifestaciones clínicas no alteran las facultades intelectuales. La enfermedad, caracterizada por una paraplejia espástica que conlleva problemas motores, movimientos incontrolados y, a menudo, dificultades en el habla y carencias sensoriales, como el estrabismo y una ligera sordera, se manifiesta durante los primeros meses de la vida en ciertos niños tras un alumbramiento difícil, como consecuencia de la disminución del flujo sanguíneo durante el parto, causa de lesiones cerebrales más o menos extensas. Pero estos problemas no afectan a la inteligencia, normal o incluso superior a la normal, aunque los pacientes son considerados por su aspecto exterior como imbéciles.

Así, Claudio hubo de soportar durante la niñez y adolescencia las burlas de su entorno. Conocemos un buen número de muestras del des precio que inspiraba en su propia familia, que Suetonio incluye al comienzo de su biografia del emperador:

Estaba todavía en la cuna cuando murió su padre, viéndose obligado durante casi todo el tiempo de su infancia y su juventud a luchar con diferentes y obstinadas enfermedades; quedó con ellas tan débil de cuerpo y de espíritu, que ni siquiera en edad más avanzada se le consideró apto para cualquier cargo público, ni tampoco para ningún negocio particular… Su madre, Antonia, le llamaba «sombra de nombre, infame aborto de la Naturaleza», y, cuando quería hablar de un imbécil, decía: «Es más estúpido que mi hijo Claudio». Su abuela Livia sintió siempre hacia él un profundo desprecio; le dirigía la palabra raras veces, y si tenía algo que advertirle, lo hacía por medio de una carta lacónica y dura o en tercera persona. Su hermana Livila, habiendo oído decir que Claudio reinaría algún día, compadeció en alta voz al pueblo romano por estarle reservado tan desgraciado destino.

El propio Augusto, en su correspondencia con Livia, manifestaba por escrito su determinación de mantenerlo apartado de la vida pública para evitar que ridiculizara a la familia imperial, aunque al mismo tiempo expresaba su perplejidad por los rasgos positivos que en ocasiones parecía mostrar, como su habilidad para la retórica. Las cartas demuestran que fue Livia la que asumió el cuidado general de Claudio, si no con amor, al menos consciente de sus obligaciones con un miembro de la familia imperial, por muchas limitaciones mentales o taras físicas que mostrase, y con ello contradice el severo juicio de Suetonio con respecto a la relación de abuela y nieto. Y este cuidado, en primer lugar, afectaba a su educación o a los esfuerzos para ayudarle a progresar, que en los erróneos prejuicios de la época confundían limitación fisica con indolencia o falta de disciplina. El mismo Claudio más tarde se quejaba de «haberle colocado a su lado a un bárbaro ex palafrenero, para hacerle soportar, bajo todo género de pretextos, infinidad de malos tratos».

No es extraño que el joven Claudio padeciera los efectos psicológicos de sus limitaciones fisicas, agudizados por los sentimientos de inferioridad que su propia familia se encargaba de fomentar. Así, la ceremonia de investidura de la
toga virilis
hubo de cumplirla, con catorce o quince años, casi en la clandestinidad, conducido en litera, a medianoche y sin el acos tumbrado acompañamiento de parientes y amigos, hasta el templo del Capitolio. No mucho después, se veía obligado a presidir los juegos de gladiadores en memoria de su padre envuelto en una capa, como si acabara de salir de una enfermedad, para ocultar su deformidad. Las repetidas negativas de Augusto a dejarle participar en ceremonias y juegos públicos ponían como excusa «impedirle cometer inconveniencias o ponerse en ridículo», o, como mucho, condescendían a mantenerlo en segundo término «para no hacerse demasiado visible y convertirse él mismo en espectáculo». Este continuo aislamiento social sólo podía agudizar sus defectos físicos, como el tartamudeo o la falta de coordinación de sus miembros inferiores, sobre todo ante situaciones que escapaban a su control, pero también podían desatar una irreprimible irritabilidad, que podía convertirse en violentos ataques de cólera. Por otra parte, la vulnerabilidad de Claudio le convertía en un ser muy influenciable y, en consecuencia, fácil objeto de manipulaciones e intrigas.

Se ha achacado a esta imposición social, que le obligó durante mucho tiempo a mantener una existencia retirada, la tendencia de Claudio precisamente a la apatía y falta de decisión, pero también a la ociosidad, que se supone causa de su tendencia a dormitar. Aunque este sopor diurno parece, más bien, estar relacionado con una de las aficiones de Claudio, de la que se hacen eco las fuentes antiguas: los placeres de la mesa. Es Suetonio quien señala con mayor insistencia esta propensión a los excesos gastronómicos:

Estaba siempre dispuesto a comer y a beber a cualquier hora y en cualquier lugar que fuese… Nunca abandonó la mesa sino henchido de manjares y bebidas; enseguida se acostaba de espaldas con la boca abierta, y mientras dormía, le introducían una pluma para aligerarle el estómago.

También Dión Casio y Tácito lo tildan de comilón y borracho, y Aurelio Víctor insiste en que «estaba vergonzosamente sometido a su estómago». Que Claudio buscara en los excesos de la mesa una compensación a los desprecios y bromas de que fue continuamente objeto, parece bastante verosímil, como también la impresión, que se le achaca, de apatía y torpeza, consecuencia lógica de los efectos soporíferos de la embriaguez y de la saciedad, que Suetonio resume en la frase: «Era a menudo tan inconsiderado en sus palabras y acciones que mostraba no saber quién era, con quién estaba, ni en qué tiempo, ni en qué lugar».

Esta inclinación a disfrutar los placeres de los sentidos todavía tenía una vertiente más, la sexual, que resume Suetonio con el juicio de que «amó con pasión a las mujeres, pero no tuvo nunca comercio con los hombres». La desenfrenada sensualidad de Claudio, completamente heterosexual, la refrendan otros autores, que vituperan en duros términos su dependencia de las mujeres, utilizadas por sus consejeros como instrumento de manipulación para jugar con la voluntad del emperador, como señala Dión Casio: «Puesto que sentía una pasión insaciable por los placeres de la mesa y del amor, se le atacaba a través de ellos y, en ocasiones, era muy fácil de embaucar», añadiendo que «como tuvo relaciones con muchas mujeres, no hubo en él sentimiento alguno digno de un hombre bien nacido». Responde perfectamente a las condiciones físicas de Claudio esta sensualidad, que, en su vertiente sexual, satisfacía con prostitutas, con las que no se sentía obligado a esconder sus defectos físicos y con las que compensaba los desprecios que recibía de su entorno, incluida la propia relación conyugal, en los cuatro desgraciados experimentos matrimoniales a los que se prestó a lo largo de su vida.

Para completar la imagen de Claudio es todavía necesario referirse a otras dos de sus pasiones: los juegos de dados y los espectáculos de gladiadores. La primera, muy extendida como entretenimiento en tabernas y campamentos, en el caso de Claudio estaría aún más justificada por los largos ratos de ociosidad que le imponía su apartamiento de las funciones públicas, aunque también se ha señalado que podría haber sido una terapia para ejercitar y fortalecer la torpeza de las manos. En cualquier caso, Claudio llevaba su afición a los límites de la pasión si es cierto, como señala Suetonio, que llegó a escribir un libro sobre la manera de jugar a los dados y que tenía equipada su litera con un tablero provisto de un sistema estabilizador para evitar que el movimiento impidiese la práctica del juego.

Más controvertida es la pasión por los espectáculos de gladiadores, que ha contribuido a extender la imagen de un Claudio morboso y cruel, ávido de ver correr la sangre. Como antes sus predecesores y luego sus sucesores, Claudio organizó un buen número de juegos, cuya propia esencia se fundamentaba en el espectáculo feroz y sanguinario de la muerte. Pero sería un anacronismo juzgar con los parámetros de nuestra propia ética y sensibilidad el gusto por este tipo de espectáculos, que Claudio compartía con la inmensa mayoría de la sociedad romana de la época, habida cuenta de la consideración de los participantes —en su inmensa mayoría, esclavos—, no como personas jurídicas, sino como meros instrumentos parlantes. Es cierto que, de creer a las fuentes, el entusiasmo de Claudio era especialmente llamativo. Así, para Suetonio:

En los espectáculos de gladiadores dados por él o por otros, hacía degollar a todos los que caían, aunque fuese casualmente y, en especial, a los reciarios
[27]
, cuyo semblante moribundo le gustaba contemplar… Disfrutaba tanto viendo a los gladiadores llamados bestiarios y a los meridianos
[28]
, que iba a sentarse en el anfiteatro al amanecer y permanecía allí incluso durante el mediodía cuando el pueblo se retiraba a comer.

No puede achacarse a Claudio una perversión sádica por su desmedida afición a los juegos de gladiadores, a menos de condenar a toda la sociedad romana por la misma desviación. A lo más, podría reprochársele tener gustos pocos refinados, fácilmente comprensibles en personas como Claudio, que aprovechaba estas ocasiones para dar rienda suelta a sus emociones, sin necesidad de tener que reprimirlas por temor al ridículo o a las convenciones a que le obligaba su condición de miembro de la familia imperial. Salvadas las distancias, constituye un interesante ejercicio de observación contemplar las reacciones individuales de espectadores respetables en combates de boxeo, corridas de toros o partidos de fútbol, impensables fuera de la catarsis inducida por la contemplación del espectáculo.

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