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Authors: José Manuel Roldán

Tags: #Histórico

Césares (46 page)

BOOK: Césares
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Cayo y los judíos

S
ólo un pueblo se atrevió a contestar la pretensión de Calígula de ser adorado como dios y, con ello, desató la primera de una larga serie de crisis con el poder romano. Se trata de los judíos. Además de la población de Judea, con su centro principal en Jerusalén, desde siglos antes se había producido una emigración, la diáspora, que había desperdigado por Roma y otras provincias del imperio a buena parte del pueblo judío. Desde, al menos, el siglo VI a.C., existía una extensa comunidad judía asentada en Egipto, que se incrementó a partir del siglo III a.C. tras la fundación de Alejandría. Los judíos, al parecer, gozaron del favor de los Ptolomeos, la dinastía entronizada como consecuencia de las campañas de Alejandro, pero la situación cambió tras la anexión del reino ptolemaico por Augusto. Los griegos vieron en los romanos una nueva dominación extranjera, y los judíos, por su parte, se sintieron más seguros bajo la protección de Roma. Pero la situación se complicó por el estatus legal de los judíos de Alejandría, cuya comunidad, al parecer, mantuvo una condición independiente dentro de la ciudad, que les permitía gozar de todos los derechos de ciudadanía, sin tener que formar parte de la comunidad gentil, con las consiguientes tensiones refigiosas. Y estas tensiones iban a desembocar en un brote de antisemitismo durante el reinado de Tiberio, como consecuencia de la agitación de un nacionalista alejandrino, Isidoro.

El gobernador romano de Egipto era Aulo Avidio Flaco, un buen amigo del emperador, que procuró cercenar el brote nacionalista obligando a Isidoro a abandonar la ciudad. Pero tras la subida al trono de Calígula, Isidoro regresó a Alejandría y encontró el modo de acercarse al gobernador y ejercer sobre él una extraña influencia —no puede descartarse la utilización de un chantaje—, que sólo podía redundar en perjuicio de los judíos. La situación todavía vino a complicarla más la aparición en la ciudad, en agosto del año 38, de Herodes Agripa, de paso hacia el reino de Judea, cuya corona le había otorgado Calígula, su viejo amigo de la etapa de Capri.Agripa, con su actitud provocadora, exasperó de tal modo a los alejandrinos que creyó más prudente regresar a su reino, aunque demasiado tarde para evitar brotes de violencia antijudía, que se descargaron sobre las sinagogas, muchas de ellas incendiadas y destruidas. Flaco consideró necesario para restablecer el orden concentrar a la comunidad judía en un solo barrio —el primer gueto en la historia de los judíos—, pero con ello sólo consiguió multiplicar los problemas, que desembocaron en una explosión de odio antisemita, cuyos espeluznantes detalles, quizás exagerados, conocemos por el judío alejandrino Filón:

No pudiendo soportar por más tiempo la falta de oxígeno, se dispersaron los judíos en dirección a los lugares desiertos, las riberas del mar y las tumbas, ansiosos de respirar aire puro e inocuo. En cuanto a aquellos que fueron apresados antes de poder escapar en los demás lugares de la ciudad… sufrieron múltiples infortunios, siendo lapidados o heridos con tejas y destrozados hasta morir con ramas de acebo o de roble en las partes más vitales del cuerpo y, en especial, la cabeza… Más piadosa fue la muerte de los que fueron quemados en el centro de la ciudad… A muchos, en vida aún, los ataban con correas y cuerdas anudando sus tobillos, y los arrastraban a través de la plaza mientras saltaban sobre ellos; y no perdonaban ni siquiera los cuerpos ya cadáveres. Más brutales y feroces aún que las bestias salvajes, cortándoles miembro por miembro y parte por parte, borraban toda forma de ellos, a fin de que no quedase resto alguno que pudiera recibir sepultura…

La ineptitud de Flaco para restablecer el orden y, probablemente, la parcialidad con la que había actuado en favor de los griegos, le acarrearon su destitución y su envío bajo custodia militar a Roma. El nuevo gobernador permitió a los judíos regresar a sus anteriores casas. Y para determinar el estatus de la comunidad judía, se envió una delegación a Roma, de la que formaba parte Filón, que recibió de Calígula, en una breve entrevista durante el verano de 39, garantías de libertad, promesa que unas semanas después el emperador iba a incumplir en la propia Jerusalén, con su desacertada decisión de convertir el Templo de la ciudad en lugar de culto imperial.

En Judea, durante el reinado de Tiberio, los disturbios provocados por la ineptitud del procurador Poncio Pilato, al parecer encontraron un fin con su destitución y la calina volvió transitoriamente a la región. Pero los desórdenes iban a recrudecerse como consecuencia del brote de violencia que estalló, durante el invierno de 39-40, en la población costera de Jamnia, donde convivían griegos y judíos, cuando la comunidad griega decidió levantar un altar dedicado al culto imperial, que los judíos echaron abajo. Al llegar a Roma la noticia, Calígula decretó como venganza convertir el Templo de Jerusalén en centro de culto imperial, con una gigantesca estatua del emperador en su interior, representado con los atributos de Júpiter, encargando la delicada misión al gobernador de Siria, Publio Petronio, con la orden de utilizar sus legiones en caso de disturbios.

Petronio, que conocía bien la idiosincrasia judía, trató antes de convencer a los líderes judíos de la necesidad de aceptar la afrenta, sin duda sabiendo que sólo podía esperar una negativa. No tuvo más remedio que movilizar la mitad de las fuerzas con las que contaba —dos de las cuatro legiones que protegían la frontera siria— y las acampó en la frontera de Galilea, con la intención de hacer una demostración de fuerza que impresionara a los judíos y les convenciera de la inutilidad de oponer cualquier resistencia, aunque simultáneamente instaba a los escultores que preparaban la estatua a tomarse su tiempo, para tratar de dilatar al máximo el previsible choque. Además, escribió una carta a Calígula informando sobre los riesgos de llevar adelante el proyecto. Mientras, los judíos amenazaban con destruir las cosechas para provocar el hambre, justo cuando el emperador planeaba viajar a Alejandría.

La carta de Petronio encolerizó a Calígula, que contestó airadamente con la orden conminatoria de ejecutar de inmediato el proyecto. Y en este punto, fue providencial la mediación de Herodes Agripa, el más interesado en evitar disturbios en el reino que había recibido del propio emperador. El rey judío se hallaba a la sazón en Roma y, en el curso de un banquete, aprovechando la buena disposición de Cayo, se atrevió a persuadirle de abandonar sus planes con respecto al Templo y respetar la religión judaica. Según Flavio Josefo, estas fueron sus palabras:

¡Oh, soberano!, puesto que con tu acicate me demuestras que soy merecedor de tus dones, no te pediré ninguno de los bienes que redunda en mi felicidad particular, por destacar grandemente yo con los que ya me has concedido, sino que te pediré una cosa que podría procurarte a ti fama de persona piadosa, así como hacer que Dios acuda en tu ayuda en cualquier empresa que emprendas y conseguir que se vuelquen en elogios hacia mí las gentes que se enteren de que tuve la satisfacción de que, gracias a tu magnanimidad, no fracasé jamás en nada de lo que te pedí. En efecto, te ruego que desistas de tu idea de ordenar erigir la estatua que has mandado a Petronio que levante en el templo judío.

Calígula concedió a Agripa su petición y Petronio pudo regresar con su ejército a Antioquía, la capital de su provincia. No obstante, según otra versión, la retirada de las tropas, considerada por Calígula como una rebelión, desencadenó su furia, que se descargó sobre el gobernador, al que ordenó suicidarse. El mal tiempo retrasó la recepción de la carta, que He gó al mismo tiempo que la noticia del asesinato de Calígula. En todo caso, el Templo logró salvarse de la profanación.

La última conjura

C
uenta Dión Casio que cuando Calígula ordenó la ejecución de Betilieno Baso, en relación con la conspiración senatorial descubierta en el otoño del 40, obligó a su padre, Capitón, a presenciar la ejecución, y aunque no era culpable de ningún crimen, viéndose en peligro, y para vengarse, pretendió ser uno de los conspiradores y prometió denunciar al resto, dando los nombres de los íntimos de Calígula, entre ellos, los prefectos del pretorio, el liberto Calixto y la propia esposa del emperador, Cesonia. La confesión afectó a Calígula y, aun considerándola una calumnia, convocó a los dos prefectos y a Calixto y los saludó con estas palabras: «Yo soy uno y vosotros tres; estoy indefenso y vosotros armados. Si me odiáis y deseáis mi muerte, hacedlo ahora». Por supuesto, los tres negaron, con lágrimas en ojos y de rodillas, cualquier sentimiento de hostilidad hacia él, proclamando su inocencia. Pero la venganza de Baso tuvo su efecto psicológico. Si el Senado se encontraba aterrorizado tras la última purga, también Cayo empezó a temer seriamente por su vida. Además de acudir al Senado rodeado de su guardia de bátavos y sentarse en alto, aislado de los circunstantes, se acostumbró a portar una espada consigo, pero, sobre todo, asimiló en su interior el veneno de la sospecha, sembrando la desconfianza mutua y enfrentando entre sí a sus colaboradores y confidentes, que, al percatarse del juego, si no se convirtieron ellos mismos en conspiradores, lo abandonaron a su suerte. Así ocurrió precisamente con Calixto, el todopoderoso ministro de finanzas, que, temiendo la desaparición de su amo y, con ello, el fin de sus privilegios, comenzó a aproximarse a Claudio, el tío de Calígula, como pariente más cercano y, en consecuencia, susceptible de sucederle, expresándole su devoción y enumerando sus servicios, si no por comisión, por omisión, al haber rechazado en varias ocasiones la propuesta de envenenarlo.

Probablemente no fue del estamento senatorial de quien partió en esta ocasión la idea de acabar con la vida de Calígula, aunque muchos de sus miembros hicieran luego ostentación de ello. Habían sido demasiados los fracasos y demasiada la sangre que había costado. La conspiración, conducida en secreto, partió del palacio imperial y, en ella, pueden individualizarse apenas media docena de nombres. Dos de ellos eran tribunos de la guardia pretoriana, Casio Querea y Cornelio Sabino, que contaron con la cooperación de varios centuriones y, probablemente, también con la connivencia de los dos prefectos responsables del cuerpo. El resto, según Flavio Josefo, pertenecía al orden senatorial: Emilio Régulo, natural de Córdoba, movido por viejos y caducos ideales republicanos;AnioViniciano, amigo del difunto Lépido y, por ello, temeroso de ser acusado en cualquier momento de traición, yValerio Asiático, al que se considera cabeza de la conjura, un senador inmensamente rico, en otro tiempo partidario de Calígula y ahora odiado por la manía del príncipe de mofarse cruelmente de las personas de su entorno, en este caso, por haber aireado en el curso de un banquete sus experiencias eróticas, poco satisfactorias a su parecer, con la esposa de Valerio. Motivos semejantes se aducen para la implicación de Querea, que se nos pinta como un soldado íntegro, dispuesto a sacrificar su vida por la libertad, pero del que se olvida su papel de esbirro y ejecutor de una buena cantidad de torturas y ejecuciones por encargo de Cayo. Al parecer, el emperador le hacia constante objeto de mofa por un defecto en la laringe, que le obligaba a hablar con voz de falsete. Cayo lo martirizaba tachándole de blando, cobarde y afeminado, recreándose, en especial cuando el tribuno le solicitaba el santo y seña, en darle nombres relacionados con su supuesta homosexualidad.

Se eligió como fecha el 24 de enero del 41, con ocasión de los juegos Palatinos, cuando el tumulto provocado por la masiva influencia de espectadores a las representaciones teatrales ofreciera una ocasión para separar a Cayo, por algún tiempo, de su guardia personal. En efecto, Cayo acudió al espectáculo teatral y en el curso de la representación, según Suetonio…

[…] hacia la una de la tarde, mientras dudaba si se levantaría para comer, porque tenía el estómago cargado aún de la comida de la víspera, le decidieron a hacerlo sus amigos y salió. Tenía que pasar por una bóveda, donde ensayaban algunos niños pertenecientes a las primeras familias de Asia y que él había hecho acudir para desempeñar algunos papeles en los teatros de Roma. Detúvose a contemplarlos y exhortarlos a hacerlo bien… No están de acuerdo todos acerca de lo que sucedió después; según unos, mientras hablaba con los niños, Querea, colocado a su espalda, le hirió violentamente en el cuello con la espada, gritando: «¡Haced lo mismo!», y en el acto el tribuno Cornelio Sabino, otro conjurado, le atravesó el pecho. Pretenden otros que Sabino, después de separar a todos por medio de los centuriones que pertenecían a la conjura, había, según su costumbre, preguntado a Calígula la consigna y que habiéndole dicho éste «Júpiter», exclamó Querea: «Recibe una prueba de su cólera»; y le descargó un golpe en la mandíbula en el momento en que volvía la cabeza hacia él. Derribado en el suelo y replegado sobre sí mismo, gritó que vivía aún, pero los demás conjurados le dieron treinta puñaladas. La consigna de éstos era «¡Repite!», y hasta hubo uno que le hundió el hierro en los órganos genitales…

La ira de los conjurados no iba a descargarse sólo en Calígula. Uno de ellos, el tribuno julio Lupo, logró encontrar a Cesonia, la esposa del emperador, en sus habitaciones. De un tajo le cortó el cuello y, mientras agonizaba en el suelo, cogió por los pies a Drusila, su hija de dos años, y, volteándola por encima de su cabeza, la estrelló contra un muro.

Alcanzado su propósito, los implicados se dispersaron, mientras la guardia germana, sin saber de dónde había partido el golpe, en un ataque colectivo de rabia, se lanzó espada en mano contra todos los que se encontraban en la cercanía del cadáver, sin reparar en su culpabilidad o inocencia. El previsible baño de sangre en el abarrotado teatro, con una masa sobrecogida por el pánico, fue finalmente abortado por el anuncio en alta voz de la muerte del emperador. Fue su amigo Herodes Agripa quien recogió el cadáver y lo transportó fuera de Roma, donde lo enterró apresuradamente. Más tarde, sus hermanas, que habían regresado del destierro, exhumaron sus restos, los incineraron y les dieron sepultura.

Mientras el Senado, reunido en una estéril sesión, discutía sobre el futuro del Estado, oscilante entre la restauración de una caduca «libertad» republicana o la elección de un nuevo príncipe, disputada entre varios candidatos, la guardia pretoriana iba a resolver expeditivamente la situación con la sorprendente aclamación como nuevo emperador de Claudio, el postergado tío del emperador muerto. De este modo, Tiberio Claudio César Augusto Germánico se convertía en el tercer sucesor de Augusto.

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