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Authors: José Manuel Roldán

Tags: #Histórico

Césares (44 page)

BOOK: Césares
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Calígula le envió enseguida a Germanía para sustituir a Getúlico; a la mañana siguiente a su llegada hizo cesar los aplausos que provocaba su presencia en un espectáculo solemne, y en el orden del día a los soldados les mandó «tener las manos debajo de los mantos»; por cuya razón cantaron en el campamento:

«¡Atención, soldados, al oficio;

Galba manda, y no Getúlico!»

Prohibió absolutamente a los soldados la petición de licencias; ejercitó en continuos trabajos a veteranos y reclutas y rechazó a los bárbaros, que habían penetrado hasta la Galia.

Pero la proximidad del invierno hacía inviable intentar ya una expedición en regla por simples razones meteorológicas. Y, por ello, las operaciones que se llevaron a cabo durante la breve estancia de Cayo en el Rin quedan reducidas en nuestras fuentes a una serie de disparates estrafalarios, como el que narra Suetonio:

Poco después, no teniendo a quien combatir, hizo pasar al otro lado del Rin a algunos germanos de su guardia con orden de ocultarse y de venir después a anunciarles atropelladamente, después de comer, que se acercaba el enemigo. Así lo hicieron; y lanzándose al bosque inmediato con sus amigos y una parte de los jinetes pretorianos, hizo cortar árboles, adornándolos con trofeos, y regresó a su campamento a la luz de las antorchas, censurando de tímidos y cobardes a los que no le habían seguido. Por el contrario, los que habían contribuido a su victoria recibieron de su mano una nueva especie de corona a la que dio el nombre de «exploratoria», y en la que estaban representados el sol, la luna y las estrellas.

Más bien habría que pensar en ejercicios militares, necesarios para restablecer la combatividad de las tropas, y que no excluían encuentros con el enemigo, victoriosos, como en un pasaje de la
Vida de Galba
el mismo Suetonio hubo de reconocer. Pero, en todo caso, al no poder ejecutarse ningún plan de envergadura, Calígula abandonó el frente renano y se dirigió a la capital de la Galia Lugdunense, Lugdunum (Lyon), donde iba a permanecer todo el invierno de 39-40.

Los ecos de la conjura necesariamente debían repercutir de forma dramática en Roma: volvieron las odiosas denuncias, que alcanzaron tanto a quienes habían participado como a muchos inocentes. El Senado, aun a su pesar, hubo de mostrar su satisfacción por el descubrimiento de la conspiración y votar la consabida
ovatio
. Es más: envió una embajada de solidaridad a Cayo, encabezada por el más cercano miembro de su familia, no salpicado por la trama, su tío Claudio. Pero poco antes y bajo la influencia de la traición que habían protagonizado sus hermanas, Calígula había prohibido expresamente honrar a ningún miembro de su familia. La delegación, en consecuencia, hubo de volverse a Roma sin haber conseguido su propósito de ver al emperador.

Se han conservado abundantes anécdotas sobre la estancia de Calígula en Lyon, que iba a durar hasta la primavera del año 40, y que, en su mayoría, se refieren a los arbitrarios modos con los que el emperador buscó desesperadamente incrementar sus maltrechas finanzas para obtener los recursos necesarios con los que financiar, entre otras cosas, los ingentes gastos de la guerra. Se sabe que a la muerte de Tiberio las cajas del erario romano contenían casi tres millones de sestercios, que Cayo agotó en el primer año de su reinado en espectáculos grandiosos, donativos al ejército y a la plebe y despilfarros de todo tipo. Lyon era el único lugar de acuñación imperial de moneda en metales preciosos, y en la ciudad Cayo se aplicó a la tarea de obtener liquidez por cualquier medio. El más obvio, una subida general de los impuestos de la Galia, pero también otros más selectivos, como la subasta de los bienes personales, joyas y mobiliario, de sus hermanas, cuyo éxito le animó a traer de Roma gran parte del mobiliario del palacio imperial para colocarlo entre la aristocracia provincial de la Galia, deseosa de ennoblecer sus casas con alguna pieza perteneciente al emperador. Así lo relata Suetonio:

Cuando hubo agotado los tesoros y se vio reducido a la pobreza, recurrió a la rapiña, mostrándose fecundo y sutil en los medios que empleó, como el fraude, las ventas públicas y los impuestos… Vendía en la Galia las alhajas, muebles, esclavos y hasta los libertos de los conjurados sobre los que había recaído sentencia condenatoria, obteniendo con ello ganancias inmensas. Seducido por el cebo de la ganancia, mandó llevar de Roma todo el mobiliario de la antigua corte… y no hubo fraude ni artificio que no emplease en la venta de aquellos muebles, censurando a algunos compradores su avaricia, preguntando a otros «si no se avergonzaban de ser más ricos que él» y fingiendo a veces prodigar de aquella manera a particulares lo que había pertenecido a príncipes.

Pero también encontró tiempo para disfrutar de sus gustos y aficiones, con la organización de diversos espectáculos, de los que merece destacarse un concurso de elocuencia, que contó con su presencia como árbitro, con normas sorprendentes: los concursantes derrotados se vieron forzados a pagar de sus bolsillos los premios de los vencedores, a componer poemas de alabanza en su honor y a borrar con una esponja e inclu so con la lengua sus composiciones, so pena de ser azotados o arrojados al río.

Con la llegada del año 40, Calígula, aún fuera de Roma, asumió su tercer consulado, celebrado por el Senado, si cabe, con muestras de un servilismo todavía más rastrero que el acostumbrado, como el acto de doblar la rodilla (
proskynesis
), en señal de veneración, ante el trono vacío del emperador. Mientras, en Lyon, Cayo tomaba una importante e imprevista decisión militar: abandonar
sine die
la proyectada campaña germana y, en un giro imprevisto, partir a la conquista de Britania.

Tras los dos frustrados intentos de César por apoderarse de la isla, ni Augusto ni Tiberio habían mostrado el menor interés por incluir Britana entre las provincias del imperio. De hecho, no parecían existir razones estratégicas o económicas que aconsejaran realizar esta campaña, cuyos costes se preveían gigantescos. La ocasión que despertó en Cayo el interés por el proyecto al parecer se la ofreció Adminio, hijo de Cimbelino, el más poderoso de los dinastas britanos, que, a la muerte del padre, expulsado de sus dominios por sus hermanos, atravesó el Canal para pedir la protección del emperador. La petición hizo albergar en Cayo o en su estado mayor esperanzas fundadas de un fácil sometimiento, y el emperador fue saludado, demasiado prematuramente, como «Británico», esto es, como conquistador de Britania.

La pérdida de los pasajes correspondientes de la obra de Tácito nos priva de dar coherencia a las noticias que transmite el resto de las fuentes y que se reducen a anécdotas, una vez más, ridículas, que sólo permiten calificar la campaña como un miserable fracaso. Veamos el relato de Suetonio:

Por último, se adelantó hacia las orillas del océano a la cabeza del ejército, con gran provisión de catapultas y máquinas de guerra y cual si proyectase alguna gran empresa; nadie conocía ni sospechaba su designio, hasta que de improviso mandó a los soldados recoger conchas y llenar con ellas sus cascos y ropas, llamándolas «despojos del océano debidos al Capitolio y al pa lacio de los césares». Como testimonio de su victoria construyó una altísima torre en la que por las noches, y a manera de faros, encendieron luces para alumbrar la marcha de las naves. Prometió a los soldados una gratificación de cien denarios por cada uno, y como si su gesto fuese el colmo de la generosidad, les dijo: «¡Marchad contentos y ricos!».

La investigación histórica ha buscado una explicación verosímil a este extraño proceder, tratando de reconstruir los acontecimientos a partir del puzle de datos aislados con los que contamos.

Antes del espectáculo frente al mar narrado por Suetonio, el propio historiador da cuenta de la intención de Cayo de aniquilar las dos legiones que se habían sublevado tras la muerte de Augusto, y que su padre Germánico había conseguido a duras penas volver a la obediencia. Disuadido de llevar a efecto el terrible castigo, había intentado, al menos, infligirles el también extremadamente riguroso de la diezmación, sólo aplicado en casos extremos por la justicia militar, y consistente en ajusticiar aleatoriamente a uno de cada diez soldados de la unidad correspondiente, sin atender a comportamientos individuales. Al conocer la orden, los soldados se habían desperdigado buscando sus armas para defenderse, y Cayo, medroso y airado, había apresurado su partida. El amotinamiento hacía inviables los planes de conquista de la isla y Calígula hubo de contentarse con acercarse en orden de batalla a la costa, adentrarse unos kilómetros en el mar en un navío de guerra y, a continuación, dar la sorprendente orden a los soldados de recoger conchas como botín, para ofrendar a Júpiter Capitolino en el curso del proyectado triunfo en Roma por sus «victoriosas campañas». Podría tratarse de uno más de los extraños rasgos de humor de Calígula, que ridiculizaba a los soldados, subrayando su cobardía al obligarles, como si fueran niños, a recoger conchas en la playa. Pero también se ha supuesto una extremada prisa de Cayo por volver a Roma, urgido por el Senado, perplejo y atemorizado por la animosidad que manifestaban determinados círculos aristocráticos, y que el emperador interpretó como enemistad generalizada de toda la nobleza senatorial contra su persona. Así lo prueba su contestación a la petición de regreso, al exclamar: «¡Volveré, volveré, pero ésta, conmigo!», señalando la empuñadura de su espada, mientras proclamaba su ruptura con el estamento, al prohibir a los senadores acudir a saludarle a su llegada y comentar que «sólo volvía para los que lo deseaban, es decir, para los caballeros y para el pueblo, pero que los senadores no encontrarían en él ni un ciudadano ni un príncipe».

En los meses de las disparatadas campañas de Germanía y Britania o en las primeras semanas del regreso de Cayo a Roma se coloca un acontecimiento tampoco satisfactoriamente interpretado, pero de trascendental importancia para la frontera meridional del imperio: la ejecución de Ptolomeo de Mauretania. Como sabemos, el reino, extendido por el territorio del actual Marruecos y el occidente y centro de Argelia, había sido entregado por Augusto al príncipe juba II junto con la mano de Cleopatra Selene, hija de Marco Antonio y de Cleopatra, la reina de Egipto. El año 20 había muerto juba y el trono pasó a su hijo Ptolomeo, cuyas tendencias tiránicas provocaron una rebelión en el reino, que sólo pudo ser sofocada con la intervención de fuerzas romanas enviadas por el gobernador de la provincia de África. El rastro del rey se pierde hasta el año 40, cuando fue mandado ajusticiar por Calígula. Las razones se nos escapan y ninguno de los pretextos aducidos en las fuentes parece convincente: la supuesta riqueza de Ptolomeo o su insolencia, al aparecer ante el emperador cubierto con una capa color púrpura. Es más verosímil considerar que, o bien Ptolomeo se encontraba entre los conjurados del abortado golpe de Estado del año 39, del que formaba parte Getúlico, o simplemente estorbaba al propósito de transformar el reino en provincia romana, como efectivamente materializó Claudio, el sucesor de Calígula, poco después. Aunque la incorporación de Mauretania era claramente ventajosa, al poner directamente en manos romanas todo el territorio norteafricano, tanto atlántico como mediterráneo, sin solución de continuidad, la primera reacción indígena ante la nueva autoridad fue una rebelión acaudillada por un liberto, Edemón, que encontró un apoyo generalizado entre las tribus bereberes y que sólo con Claudio pudo ser sofocada.

Persecución de la aristocracia y divinización

C
alígula, a su vuelta de la Galia, permaneció unas semanas en Campana y no regresó a Roma hasta el 31 de agosto del año 40, convencido más que nunca de que el odio que la nobleza senatorial albergaba contra su persona sólo podía neutralizarse con la liquidación del estamento, o, por mejor decir, con su autodestrucción. Así, además del conocido camino de los procesos de lesa majestad, bien probado durante el reinado de Tiberio, con sus secuelas de denuncias, torturas, suicidios y ejecuciones, Cayo aplicó otro más tortuoso y no menos efectivo, cuyo objetivo buscaba la autoliquidación de la aristocracia a través de la humillación o, todavía más, de la degradación de sus miembros.

Una vez más se abatió sobre la aristocracia la doble tenaza del miedo y la violencia, pero sobre todo la miseria de las denuncias mutuas para tratar de obtener seguridad o ventajas personales, que, en trágica espiral, sólo podían generar nuevas conjuras.Tras los fracasos de conspiración senatorial de comienzos del año 39 y de la encabezada por Lépido, Getúlico y las hermanas de Calígula, una tercera, también surgida en círculos aristocráticos, volvió a intentar la suerte de acabar con el tirano. Y, una vez más, el intento fracasó y se resolvió en una despiadada persecución, en cuyos macabros detalles se recrean nuestras fuentes. Los primeros presuntos conjurados procedían del campo del pensamiento: los estoicos julio Cano y Recto y el orador julio Grecino, padre de Agrícola, el suegro del historiador Tácito. Pero los castigos no se resolvían sin más en ejecuciones sumarias u obligados suicidios, sino en torturas fisicas y psicológicas, que se extendían a los parientes más cercanos, como muestran estos dos ejemplos, espigados del tratado
De ira
, de Séneca:

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