L
a muerte de Macrón y de junio Silano había privado a Cayo de sus más cercanos consejeros. El emperador no iba a repetir la experiencia, convencido, en su filosofia de gobierno, de que su poder no admitía otra guía que su propia intuición y desarrollando, en consecuencia, una abierta autocracia. En su momento, tanto Augusto como Tiberio habían recurrido a un estrecho círculo de amigos para asesorarse en los asuntos de Estado, el llamado
consilium principis
. No es seguro si Calígula se sirvió de un consejo asesor semejante. Sólo conocemos los nombres de dos personajes que pudieron influir en Cayo después de la enfermedad y sus trágicas secuelas. Uno de ellos era Aulo Vitelio, el futuro empera dor, cuya amistad con Calígula se remontaba a los días de Capri. Pero, aparte de su común pasión por los caballos, no hay trazas de que asumiera el papel de consejero político. El otro era Marco Emilio Lépido, el segundo marido de su hemana Drusila y, al parecer, al mismo tiempo, amante de Cayo. La falta de descendencia del emperador y la muerte de Gemelo señalaban a Lépido como posible sucesor, aún más si es cierto, como cuenta Suetonio, que, durante su enfermedad, Cayo designó a Drusila como heredera de sus bienes y del imperio. Lépido era descendiente de una noble familia que había mantenido estrechas relaciones con la casa imperial —su hermana Emilia Lépida había sido la esposa de Druso, el hermano de Calígula—, y sus propias ambiciones, fundamentadas en estas conexiones familiares, se incrementaron a partir del matrimonio con la hermana de Cayo, gracias a una acelerada promoción a la que no era ajeno su papel en el sorprendente triángulo amoroso en el que entraba el propio emperador. Pero tampoco podía esperarse de este joven y disoluto personaje que cumpliera un papel de prudente consejero político.
Menos podía esperarse de los maridos de las otras dos hermanas de Cayo. Agripina se había casado con Domicio Ahenobarbo, un enfermo crónico, aquejado de hidropesía, que, no obstante, le había proporcionado un hijo, el futuro emperador Nerón. En cuanto a Livila, de su matrimonio con Marco Vinicio no había tenido descendencia. Quedaba Claudio, que, aun no contando con el afecto y el respeto de su sobrino, fue promocionado como miembro de la familia imperial, aunque más como bufón que como colaborador.
En estas circunstancias, Cayo hubo de recurrir, para las necesarias tareas de una administración en la que era difícil distinguir entre asuntos públicos y privados, al personal doméstico —esclavos y libertos— perteneciente a la casa imperial (
familia Caesaris
). Fue durante su reinado cuando este grupo social comenzó a crearse una posición de poder e influencia, que terminaría convirtiéndolo en pieza imprescindible del mecanismo del Estado. Así, la administración imperial no iba a ser gestionada ni por magistrados pertenecientes al orden senatorial ni por personal técnico procedente del orden ecuestre, sino, sobre todo, por secretarios surgidos del más bajo escalón social, que hubieron de desarrollar, con más o menos ambición y escrúpulos, una serie de tareas para las que no con taban con una cualificación específica. Pero su continuidad en ellas, de emperador en emperador, los hizo absolutamente indispensables.
El más importante de ellos era Calixto, un liberto que logró amasar una inmensa fortuna al lado del emperador, ganando prestigio y poder con expedientes tan dudosos como ofrecerle a su propia hija Ninfidia como amante. Un antiguo esclavo de Esmirna, Tiberio Claudio, que durante el reinado de Tiberio había obtenido la libertad, consiguió tal influencia sobre Cayo que, al decir del poeta Estacio, era capaz de amansarlo como el domador de una bestia feroz. Provisto de un extraordinario sentido de supervivencia y de unas dotes no menos admirables para promocionarse, fue escalando puestos de creciente responsabilidad hasta su muerte, con más de noventa años, durante el reinado de Domiciano. Helicón, un griego de Alejandría, encontró en su capacidad de ingenio, mordaz y malicioso, y en su papel de sicofante y delator, un modo de intimar con el emperador, convirtiéndose en su sombra «en el juego de pelota, en los baños y en las comidas y cuando se dirigía a dormir», según Filón, como una especie de bufón de corte, que le valió el cargo de chambelán y de inspector de la guardia de palacio. Pero, con mucho, el más siniestro de estos personajes fue Protógenes, al que se considera responsable en gran medida de la persecución contra el orden senatorial que ensangrentó los últimos días del reinado de Cayo.A nadie puede resultarle sorprendente que, con tales colaboradores y consejeros, el principado de Cayo fuera deslizándose por una pendiente cada vez más inclinada hasta el abismo de la abyección.
Sólo la ascendencia que sobre Cayo tenía su hermana Drusila podía, de alguna manera, equilibrar estas negativas influencias. Más allá del incesto, con toda su repugnante carga de perversión, la relación de Cayo y Drusila tenía unas raíces de sincero afecto, amasado en la común desgracia de una tragedia familiar, desde los lejanos días en que, como huérfanos en la casa de Antonia, habían buscado el uno en los brazos del otro pasión y ternura. Por ello, la inesperada muerte de Drusila, el 10 de junio del año 38, significó para el emperador un brutal mazazo. Sus desgarradoras muestras de dolor, criticadas como inadecuadas para un romano y más para la dignidad de un príncipe, encontraron correspondencia en las señales de luto y en los extraordinarios honores que se tributaron a la difunta. Mientras, Cayo, incapaz de asistir a las exequias públicas, huía de Roma para refugiarse, con la barba y el cabello crecidos en señal de duelo, en el campo, lejos de todo contacto humano, se proclamaba un
iustitium
, es decir, la suspensión de todos los asuntos públicos, y, al decir de Suetonio, «durante algún tiempo fue delito capital haber reído, haberse bañado, haber comido con los parientes o con la esposa y los hijos». Los honores que el Senado se vio obligado a otorgar a la difunta culminaron con su deificación, por más que fueran bastante débiles los motivos para una tal promoción espiritual. Pero bastó que un senador, un tal Livio Gémino, jurara haber visto con sus propios ojos la figura de Drusila ascendiendo al cielo para que la cámara se diera por satisfecha, mientras el astuto declarante obtenía por su supuesta visión un millón de sestercios. Con el nombre de
Panthea
, Drusila recibió honores divinos en todas las ciudades del imperio y con el de «Nueva Afrodita» en Roma, en el templo de
Venus Genetrix
, para el que se instituyó un colegio específico de sacerdotes compuesto de veinte miembros de ambos sexos.
No mucho después de la muerte de Drusila, Cayo decidió volver a casarse. La nueva esposa, Lolia Paulina, pertenecía a una distinguida familia —su padre había sido general de Augusto— y contaba con una considerable fortuna. Cuenta Plino elViejo que la dama, en una modesta cena, llevaba sobre su cuerpo esmeraldas y perlas que superaban los cuarenta millones de sestercios. Para el emperador no fue obstáculo que se tratara de una mujer casada. Ordenó que regresara de la provincia donde el marido, Publio Memmio, desempeñaba el cargo de gobernador, que se prestó a divorciarse de ella para ofrecérsela. La razón de tan precipitada decisión no está suficientemente clara. Según Suetonio, bastó a Cayo saber de la excepcional belleza de su abuela para, sin conocerla siquiera, tomarla por esposa. Pero también es cierto que su riqueza podría haber significado un estímulo, si tenemos en cuenta el desastroso estado de las finanzas del emperador, que, en apenas un año, había dilapidado todos los recursos acumulados por el ahorrativo Tiberio. Pero ni belleza ni riqueza cautivaron durante mucho tiempo el corazón de Calígula. Apenas unos meses después del matrimonio, el príncipe lo dio por terminado con la excusa de una supuesta infertilidad. Es digno de notar que la carta del divorcio contenía una cláusula que le impedía volver a casarse y mantener relaciones sexuales con otros hombres.
A
comienzos del año 39, Calígula invistió su segundo consulado en el más exquisito respeto a las normas tradicionales, prestando el preceptivo juramento en el foro con su colega Lucio Apronio. Nadie podía prever que estaba a punto de descargar una tormenta que golpearía brutalmente sobre el orden senatorial. Los acontecimientos no resultan en nuestras fuentes suficientemente claros; no obstante, la investigación ha logrado reconstruir los hechos para ofrecer una explicación plausible. No hay duda de que por la época de su segundo consulado se descubrió una conspiración contra Cayo, en la que participó una buena parte de la nobleza senatorial. Y el emperador reaccionó expeditivamente, descargando toda su furia sobre el honorable colectivo. En un discurso ante el Senado, que transmite Dión Casio, Cayo descubrió sus cartas con toda su crudeza, desenmascarando primero a los miembros de la cámara, a los que culpaba de haber sido los responsables de la muerte de sus colegas durante los procesos por lesa majestad incoados a lo largo del gobierno de Tiberio, con sus mutuas acusaciones y con sentencias de muerte, pronunciadas por ellos mismos, por el simple afán oportunista de ganarse el favor imperial. Adujo como pruebas irrefutables las actas de los procesos que, a comienzos de su reinado, juró haber quemado sin haberlas leído siquiera. Con estas armas, los acusó de indignidad, adulación e hipocresía, culpándolos incluso del exilio de su madre y de su hermano Nerón, y sacando a relucir los consejos que, real o supuestamente, el propio Tiberio le habría dado en relación con el trato que se merecían, en un tardío acto de reconciliación con su hasta ahora despreciado predecesor. Tales palabras fueron, según Dión Casio:
Todo lo que acabas de decir es verdad y, por ello, no concedas a ninguno de ellos tu favor ni tampoco perdones a nadie, porque todos te odian y rezan por tu muerte, y, si pudieran hacerlo, ellos mismos te asesinarían. En consecuencia, no te rompas la cabeza pensando cuáles de tus medidas aprueban, ni te preocupes por sus chácharas; lo que tienes que hacer es no perder nunca de vista tu propio bienestar y tu seguridad, porque no hay nadie que tenga más derecho a ello que tú. Si obras así, te ahorrarás sufrimientos y gozarás de las cosas gratas, y, además, obtendrás su veneración, quieran o no quieran ha cerio. Si, por el contrario, tomas la otra vía, no sacarás ningún provecho, ya que por mucho que ganes, en apariencia, una vanidosa fama, no sacarás nada positivo; al contrario, acabarás, víctima de algún atentado, con un final miserable. Porque a ningún hombre le gusta dejarse gobernar; hace, más bien, la corte a quien es más fuerte que él mientras viva con miedo, pero si vuelve a recobrar el ánimo, seguro que, al verlo más débil que él, se vengará.
En consecuencia, Cayo amenazaba con tratarlos de acuerdo a como merecía su comportamiento ambiguo y falso, con un nuevo tipo de relación que resumía la célebre máxima
Oderint dum metuant
: «¡Que me odien en tanto que me teman!».
No obstante, aún estaba por llegar lo peor, porque a continuación Cayo anunció la reanudación de los procesos de alta traición, abolidos a comienzos de su reinado. Ello significaba reinstaurar el reinado del terror, abriendo de nuevo la puerta a los odiosos delatores, ante cuyas acusaciones, verdaderas o inventadas, nadie, ni siquiera el más inocente, podía a partir de ahora dormir tranquilo.
Tiberio, aun lanzado a la vorágine de los procesos de lesa majestad contra miembros de la nobleza, siempre había mantenido la ficción de respeto al Senado, en la tradición de Augusto. Ahora Cayo se quitaba la máscara y sacaba a la luz la auténtica realidad del principado: un poder real que no necesitaba rendir cuentas al colectivo con el que se había comprometido a compartirlo, envilecido entretanto por su propia actitud servil ante quien lo ejercía. Y la propia reacción de los senadores así lo corroboró cuando, siguiendo el relato de Dión, tras los primeros momentos de terror y abatimiento, se deshicieron en alabanzas de Calígula, llamándole recto y piadoso y agradeciéndole que no les hubiera conducido a la muerte, como a sus compañeros, al tiempo que resolvían ofrecer anualmente sacrificios a los dioses por su clemencia. Calígula, dueño del poder, había descubierto su juego; los senadores, en cambio, impotentes, no tuvieron otra salida que continuar, si cabe aún más serviles, por la trajinada senda de la deshonra.
La nueva actitud de Cayo no se proyectó tanto sobre las vidas de los senadores —aunque, de hecho, se produjeron condenas— como sobre su fatuo orgullo, con una complacencia en humillar y ridiculizar al colectivo que podría calificarse de perversa. Bajo la apariencia de unas relaciones fluidas de «amistad», utilizó este juego del gato y el ratón para incrementar sus arcas o para vaciar las ajenas. Obtenía así, en ocasiones hasta el límite de la extorsión, «donativos» o mandas testamentarias a su favor, o les hacía gastar sumas monstruosas en la suicida competición por servirle y adularle, obligándoles, por ejemplo, a organizar juegos públicos, para los que ponía a subasta sus propios gladiadores, incitándoles a pujar por ellos hasta cifras inverosímiles. Así lo testifica el judío Filón:
Los altos personajes, que se preciaban de su elevada alcurnia, experimentaban daño con otro procedimiento, en el que él, bajo la máscara de amistad, se procuraba placer, pues sus visitas, continuas y desordenadas, les ocasionaban inmensos gastos; y otro tanto ocurría con sus banquetes, ya que gastaban todos sus recursos para la preparación de una sola comida, de modo que hasta contraían deudas. Tan grande era el derroche. Y así, algunos procuraban verse libres de los favores que les dispensaba, teniéndolos no por ventaja sino por un señuelo para atraparlos en una pérdida insoportable.