Intempestivamente formuló una observación curiosa. Como si hubiera vencido la cortedad que lo oprimía, alzó hacia los míos sus ojos negros y murmuró:
—La vida de Su Excelencia es tan hermosa… tan rica… que pienso que en lugar de mandar que pintemos la historia de sus antepasados, debería ordenarnos que pintásemos su propia historia, en el castillo.
Permanecía en suspenso, como quien acaba de ser testigo de una revelación. Al muchacho se le había ocurrido lo obvio. Quizás porque era demasiado obvio, porque lo tenía excesivamente cerca y me faltaba la perspectiva para apreciarlo, necesité que otro me lo dijera. Eso, que me había rondado en vano, esforzándose para que lo comprendiera, salía de pronto a la transparencia de la tarde. Me puse de pie, como si me cegara la brusca claridad, y me apoyé en un tronco. Veía por fin lo que debía hacer. Mi tema y yo nos habíamos encontrado y formábamos desde ese segundo una indestructible unidad. Mi vida… mi vida transfigurada en símbolos… salvada para las centurias… eterna… imperecedera… He ahí lo que debía relatar en Bomarzo, pero no a través de los frescos efímeros de Jacopo del Duca, cuya posibilidad quedaría abandonada para siempre en el entrecruzamiento de los andamios, en una desierta galería del castillo, sino utilizando las rocas perennes del bosque. El bosque sería el Sacro Bosque de Bomarzo, el bosque de las alegorías, de los monstruos. Cada piedra encerraría un símbolo y, juntas, escalonadas en las elevaciones donde las habían arrojado y afirmado milenarios cataclismos, formarían el inmenso monumento arcano de Pier Francesco Orsini. Nadie, ningún pontífice, ningún emperador, tendría un monumento semejante. Mi pobre existencia se redimiría así, y yo la redimiría a ella, mudado en un ejemplo de gloria. Hasta los acontecimientos más pequeños cobrarían la trascendencia de testimonios inmortales, cuando los descifrasen las generaciones por venir. El amor, el arte, la guerra la amistad, las esperanzas y desesperanzas… todo brotaría de esas rocas en las que mis antecesores, por siglos y siglos, no habían visto más que desórdenes de la naturaleza. Rodeado por ellas, no podría morir, no moriría. Habría escrito un libro de piedra y yo sería la materia de ese libro impar.
Fue tan intensa, tan deslumbrante la impresión, que me olvidé de Zanobbi. Me encaminé hacia la fortaleza, dejándolos a Andrea y a él a la vera del arroyo. ¡Qué estupenda sensación me embargaba y qué lejos quedaban de su euforia las tentativas estéticas que hasta entonces había ensayado, el retórico poema vacío, las pinturas destinadas a repetir la gesta redundante de los Orsini! Esto sería mío, sólo mío, único. Sería mi justificación, mi explicación, la proeza excepcional, el rasgo de inspirado genio que ubicaría perpetuamente a Vicino Orsini en ese largo cortejo de los suyos que tanto le costaba seguir, arrastrando su pierna y su joroba, y que lo humillaba con su fastuosa violencia. Un libro de rocas. El bien y el mal en un libro de rocas. Lo mísero y lo opulento, en un libro de rocas. Lo que me había estremecido de dolor, de ansiedad, la poesía y la aberración, el amor y el crimen, lo grotesco y lo exquisito. Yo. En un libro de rocas. Para siempre. Y en Bomarzo, en mi Bomarzo.
Las lágrimas me mojaban las mejillas. Sentí en los labios su salado sabor. Anchas nubes pasaban, desflecándose, esculpiéndose, sobre la masa ocre del castillo.
Envié un emisario a Caprarola, para urgirle a Jacopo que adelantara su regreso. Ardía en las ansias de comunicarle mis proyectos y de iniciar en seguida su realización. Volvió, el artista, malhumorado por las mudanzas de mi carácter, disimulando lo mejor que pudo su irritación frente a mis caprichos. Yo fingí no advertir su silencioso reproche, y lo conduje de inmediato al
Ninfeo
. La gran mesa había sido despojada de los esbozos pictóricos que la cubrían, rastros de la tentativa anterior, y en su lugar anchas hojas inmaculadas aguardaban la materialización de mis aspiraciones. Hablando atropelladamente, le expuse mi programa, todavía vago, porque no pasaba de una concepción general, y a medida que lo iba desarrollando y que respondía a sus preguntas sucesivas, la idea —que en realidad titubeaba en mi mente hacía muchos años, sin llegar a definirse, y que Zanobbi me había ayudado a concretar— se fue aclarando no sólo para él sino también para mí. Lo apasionó la nueva propuesta, no tanto porque la prefiriese estéticamente como por el hecho de que condecía mucho más con su especialidad propia, ya que lo que ante todo captó fue que se trataba de eliminar los esquemas pictóricos y de reemplazarlos por un vasto plan en el que la escultura y la arquitectura imponían la aplicación de técnicas y soluciones audaces. Nos movíamos, pues, en su dominio. Aquí pisaba firme. Y, como la vez pasada, entre Zanobbi y Andrea, dedicamos un largo espacio a analizar las posibilidades múltiples que se nos presentaban.
A la sala del castillo, enrejada de andamios, la sustituía ahora, ambiciosamente, el bosque entero, la confusión de sus matorrales, de sus arboledas, de sus arroyos, de sus elevaciones, de sus rocas. Era menester por lo pronto, descubrir la forma exacta de ese secreto paisaje que escondía la broza, para saber a qué atenernos. Con singular paciencia y lucidez, midiendo, calculando, deduciendo, adivinando, Jacopo del Duca y sus ayudantes hicieron un estudio del terreno y de sus accidentes, y la disposición oculta del lugar, que mis antepasados y yo habíamos ignorado hasta entonces, comenzó a perfilarse en los esbozos, despojándose de las costras inmemoriales que la cubrían. Vi surgir, día a día, el rostro amado y desconocido de Bomarzo, en los retratos rápidamente bocetados por el maestro y sus alumnos, y fue como si una efigie muy hermosa, rescatada de las entrañas de la tierra por hábiles arqueólogos, fuera mostrando, al limpiarse, pulirse y desembarazarse de viejas escorias y herrumbres, el suave moldeado de las líneas puras. Las perspectivas se escalonaban y distribuían sobre el papel en niveles nítidos, graciosos, más allá del jardín de mi abuela, más allá del
Ninfeo
. Sólo las rocas inconmovibles, asentadas arbitrariamente, conservaban sus rasgos extravagantes en medio de la civilizada extensión, y aun ellas, al convertirse en raras esculturas, participarían del prodigioso redescubrimiento. No quería yo, pues nada hubiera sido más contrario a mi originalidad imaginativa, que el bosque de Bomarzo se transformara en un parque simétrico, de exacta lógica, en el que cada construcción respondería a meditadas correspondencias y equilibrios. Eso quedaba para los parques de otros príncipes italianos. El mío, que sería el reflejo de mi vida, sería también distinto de todos, inesperado, inquietante. Lo que en él hubiera de rigor armonioso debía servir precisamente para exaltar su fantasía.
Pronto comenzaron las faenas de desmonte y aplanamiento. Cuarenta vasallos trabajaron durante meses alisando y moldeando la tierra morena en los planos de las terrazas, a la vera de las peñas aisladas y de los brotes de maleza áspera y umbría. Antiguos árboles cayeron de bruces. Cedieron las arrancadas raíces. Yendo de una ventana a la otra, en la planta superior del castillo, a veces con Jacopo y sus colaboradores, y a veces solo, mirándolos moverse a la distancia, microscópicos, blandiendo sus escuadras y sus compases mientras recorrían el revuelto hormiguero, el paisaje exhumado me recordó a ciertas pieles cálidas de campesinas que me habían impresionado de muchacho y que había acariciado en mis años mozos, y a ciertas axilas destapadas repentinamente en la tersura de un cuerpo de mujer, como, para mencionar un caso concreto que me turbó en especial, las de la joven madre de Fulvio Orsini, la amante aldeana de mi hermano Maerbale, porque el contraste que ofrecían la dócil tierra tostada y la enmarañada y fresca espesura, refugiada en algún recodo, era similar al que resultaba, tan excitante, de aquellas voluptuosidades opuestas.
Los lugareños que no intervenían en la labor la observaban estupefactos. Se los veía, con sus hatos de cabras, acechando desde las alturas próximas. No conseguían penetrar lo que perseguía el duque maniático aunque probablemente estaban convencidos de que la tarea esencial de los duques consiste en organizar sus antojos. La opinión de los habitantes de Bomarzo, según me informó el intendente, se había dividido en dos sectores: algunos, los más apegados a la tradición, los más
etruscos
, consideraban las modificaciones casi como un sacrilegio, pero eran numerosos los que pensaban que gracias a ellas Bomarzo se incorporaría a la serie de villas célebres del Lacio y que eso contribuiría a sacarlos de la monotonía heredada. Resulta paradójico que yo, el tradicionalista por excelencia, representara el papel de revolucionario. Si hubiese sido un político en vez de un artista, la falta de correlación aparente entre mis principios y mi actitud hubiera sido menos asombrosa. Pero yo sabía que la verdad estaba de mi lado y, por lo demás, a nadie debía explicaciones. También venía de tarde en tarde una cabalgata desde Mugnano, a inspeccionar las obras, y el rojo pelo de Pantasilea ardía como una antorcha en el crepúsculo, mientras se deslizaba por las terrazas incipientes sonriendo a los peones más musculosos. El señor y ella examinaban los diseños, caminaban contorneando las excavaciones, recogiéndose la falda y cuidando que el fango no salpicase el jubón, y la envidia de mi primo, evidenciada en la insistencia con que calificaba mi propósito de locura, me colmaba de júbilo, porque me sentía, en medio de los operarios, como un voluntarioso faraón, enfrentado con la dura naturaleza.
En el fondo de la perspectiva, coronando las graduadas superficies cuyos niveles distintos se marcaron al cabo de poco tiempo con anchos tramos que a ningún sitio conducían, resolví emplazar el templete que atestiguaría mi homenaje a Julia. Sería pequeño, como una reducción de las grandes construcciones del Vignola —y al Vignola fue atribuido después, tan de cerca siguió su modelo— y Jacopo debía esmerarse en su dibujo. Las láminas que me presentó me fascinaron. Su cúpula, alzada detrás del breve pronaos, sólo allí alcanzaría a catorce metros, y su largo total a otro tanto, con doce columnas libres y varias más rodeando el ábside, lo cual sugería soluciones de ángulo, heterodoxas, muy bellas. Quería yo que aquella, tan insólita en su sencillez, fuera la obra inicial, y así se hizo. Mi aporte consistió en la decoración agregada al podio, para cuyos relieves me inspiré en ornamentos etruscos de mi colección. Pero lo cierto es que el templete no me interesaba. Deseaba llegar cuanto antes a las esculturas, a las rocas, a la excentricidad. El templete, perfecto en su ritmo encantador, en su pulcra frialdad clásica, opondría a las extrañezas monumentales la misma antítesis que Julia Farnese había opuesto a mi personalidad compleja. En él culminaría el parque entero —en eso y en su desemejanza señorial con el resto de las desusadas estructuras fincaba el prestigio del homenaje—, mas lo que me concernía en realidad era el resto, lo mío, y si agregué a su base la orla etrusca fue para afirmar en cierto modo, simbólicamente, una posesión, un vínculo entre Julia y yo, a los que aspiré siempre y que no existieron en verdad. Jacopo del Duca, impregnado de los prejuicios estéticos de la villa de Caprarola, consagró todo su afán a esa arquitectura. A diferencia de mí, lo que formaba la particularidad de mi sueño no le atraía. Por ello presentí que para continuar la obra tendría que valerme únicamente de mí mismo, y ese desamparo me infundió nuevas fuerzas, ya que la obra temeraria sería entonces mi exclusiva creación.
Zanobbi, entre tanto, revelaba aspectos insospechados de su carácter. Se había percatado de la atención especial con que yo lo distinguía y, presintiendo su posición privilegiada, no le importó dejar entrever rasgos narcisistas y crueles. El muchachito callado, modesto, oscuro, reiteraba a la par que progresaban los trabajos del Sacro Bosque, las pruebas de su malicia, de su coquetería, de su avidez. Advertí al cabo de un tiempo, a través de un velo de alusiones de falsa inocencia, que aspiraba a suplantar a su jefe, y como eso se correspondía con mis anhelos íntimos, me apliqué a secundarlo en su maniobra. Jacopo, que no era tonto, husmeó la intriga y prefirió no provocar un estallido inmediato que rompería nuestras relaciones. Se limitó, pues, a la construcción del templete, y dejó que Zanobbi y yo nos encargáramos de la totalidad del parque. Viví junto a Zanobbi horas felices y angustiosas. Es notable, sin embargo, apuntar que yo, que había decidido la muerte de mi hermano en un rapto de cólera, fuera incapaz de dominar a un mozuelo cuyo ascendiente estribaba en atributos físicos por lo demás nada excepcionales. La complicación de los sentimientos que me inspiró creció paralelamente con la elaboración de mi obra maestra. Aún hoy, cuando evoco aquel período de mi vida del siglo XVI, no puedo separar el recuerdo de la evolución ardua del parque de los monstruos, concretado etapa a etapa en lucha con la piedra, y el de mi latente desazón frente a Zanobbi. Mi timidez, la famosa timidez imbécil que me afligió tanto como mi joroba, me impidió encarar resueltamente el asunto. Temí perderlo —cosa que en la actualidad, analizando las cosas despejadamente, me parece muy improbable— y me encerré en mi caparazón, afectando una indiferencia que estaba lejos de experimentar y que no engañó al sutil siciliano. Para conjurar el desvelo, recurrí a artimañas supletorias y llamé junto a mí a los fieles Violante y Fabio, proveedores permanentes de sensualidad, y, por decirlo todo en esta confesión retrospectiva, concluí, como otras veces, buscando alivio en el vicio de mi adolescencia y sustituyendo con simulacros serviciales que manejaba a mi arbitrio lo que la realidad me negaba. Procedía así sin saberlo, como muchos artistas, para quienes nada opera en el dominio de la voluptuosidad con tanta eficacia como los fantasmas obedientes y perfectos que guía y combina su imaginación.
Fue una época singular, chocante, intensa. Me traslado hasta ella, por el aire de los siglos, con horror y con curiosidad. Zanobbi y Andrea, cómplice sin duda de su hermano en el objetivo de apoderarse de mí, no se apartaban durante el día de mi lado. Iba con ellos, no bien me levantaba, a contemplar el adelanto del templete, y luego me metía con los dos en el
Ninfeo
o me detenía delante de las rocas desnudas y los veía acumular los dibujos de acuerdo con mis indicaciones. Los colmé de regalos y la gente murmuró, lo que me estimuló a acentuar los obsequios. Los celos de Segismundo me hicieron reír. Le declaré que si él y Mateo se atrevían a incomodarlos, no pararía hasta cortar sus orsinianas narices. Vestidos como señores, los discípulos se henchían de orgullo, y aunque supe que los pajes los odiaban por el modo en que hacían sentir su privanza, los dejé jugar a los príncipes, obcecado, encantado. Se repetía el caso de mi agarrotamiento temeroso ante Abul, ante Adriana, ante Julia, jueces únicos de mi debilidad, y, para desquitarme, extremaba sobre los demás la tiranía.